I. Bambi
Se escribe sobre cine si te pagan, si te gusta o si tienes
un trauma pendiente. Yo soy de los últimos. Escribo sobre cine para ajustarle y
ajustarme las cuentas. Uno de mis primeros recuerdos, si no el primero, es en
una sala de cine… berreando. Con el tiempo y los testimonios recompuse la
escena. Tenía unos tres años y mis hermanos, no sé cuántos o cuáles de los seis
restantes, me habían llevado a ver Bambi
(David Hand, 1942). En plena proyección no pude soportar una ausencia: la de mi
manta. Según me contaron siempre andaba arrastrando una manta por la casa. Apenas
recuerdo su imagen, aunque podría ser blanca y celeste. Sin embargo, recuerdo perfectamente
su textura. Era suave y utilizaba los bordes para deslizarlos entre los dedos
de los pies. A esa peculiar masturbación podal la llamaba hacer hoja. Aquella sala a
oscuras con gente extraña, ciervas muertas e imágenes lejanas me estaba
privando de mi fuente de placer. Desde entonces, cada palabra que escribo sobre
cine es un intento por recuperar mi manta.
Sé que no me será devuelta, sé que tendré que arrebatársela. Hoy sigo
pensando la frase que obre el conjuro.
Mi relación con el cine nunca ha sido, pues, nostálgica,
sino neurótica. No hay rastro de placer formativo o de melancolía en la
pérdida, solo resentimiento y obsesión. En lugar de adorarlo o añorarlo, me he
dedicado a estudiar sus estructuras para poder dinamitarlas. Esta postura tiene
muchos inconvenientes, pero una ventaja decisiva: bloquea la idealización. Esto
es, todo el cine posterior al que quizá me enfrenté de manera compulsiva para
sepultar la experiencia traumática, no consiguió afectarme a la manera de un
recuerdo–pantalla (Deckerinnerungen).
Millones de pantallas encubridoras no fueron capaces de enterrar la historia de
la primera y cruel imagen.
II. Hitler y Gadamer reparten
caramelos con droga en la puerta del colegio
Antes de adquirir uso de razón y al margen del sufrimiento
de Bambi, apenas conservo otro par de imágenes cinematográficas adscritas al
trauma. Si bien, sería más justo decir que ambas ya cabalgaron sobre la
fascinación. Lon Chaney lanzando sillares descomunales desde las galerías de
Nuestra Señora de París, y un inocente tarro de caramelos. Hace apenas diez
años los caramelos salieron a flote. Sabiendo el objeto y recordando el
contexto –barco fantasma–, una búsqueda rápida e intuitiva me condujo a una
inquietante película canadiense: El barco
de la muerte (Death ship, 1980),
de Alvin Rakoff. Todo encajaba, los caramelos habían emergido a bordo del tarro
y flotaban a la deriva junto a ese armazón de hierro y huesos.
Ya no tenía edad para caramelos, pero los nuevos visionados
me proporcionaron otra golosina para adultos: fragmentos fugaces de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, Leni
Riefenstahl, 1936). Siempre que veo una imagen de Hitler me entran ganas de profanar
la tumba Gadamer. Ves a Hitler y no puedes limitarte a decir: este es Hitler. Su
imagen convierte una hipotética fusión de horizontes hermenéuticos en un único
e interminable horizonte de sucesos. Una nueva demarcación que, como diría el
filósofo, “va remontando su frontera hacia las profundidades de la tradición”.
Y quien dice tradición dice tiempo. Acercarse a una imagen del Führer es caminar
sobre el borde de un agujero negro. Asomarte a ella te compromete a recontar la
historia de un tiempo que se ralentiza sin llegar a detenerse.
La secuencia no está protagonizada por hombres, sino por imágenes que se han emancipado del proyector y de la pantalla. Un proyector
que, a pesar de ser destrozado por uno de los personajes, continúa esculpiendo
las calles góticas de Núremberg. Un proyector espiritual y espiritista que ha
culminado el mito del cine total y el del cine de la mente vanguardista. Es
decir, un proyector capaz de leer la inscripción neural en lugar de la
fotográfica. Un proyector roto que funciona a la perfección. Luz acumulada en
una singularidad lista para expandirse. Igual que el proyector, la pantalla es
agredida por el otro personaje. Desquiciado, arranca capa tras capa encontrando
siempre un paradójico plus ultra, el
más acá donde anida el mal: su propio cuerpo, pecera transparente de la
evolución, carne alanceada por el saludo romano.
Este infantil enfrentamiento de los hombres con la
tecnología esconde enseñanzas que superan el tópico de lo sobrenatural al que
pertenece el género de la película. Primera, su comprensible acceso ludita
ciega su entendimiento. Como el ludismo implica cierta dosis de animismo y de
humanismo moralizante, olvidan que tanto el bien como el mal son asuntos que no
conviene abordar desde presupuestos demasiado
humanos. Segunda, la escisión encadenada entre tecnología, imagen e
historia. En palabras de Dubois, “se puede agredir la pantalla (…), pero no por
ello se llegará a la imagen”. La imagen y la historia preexisten y sobreviven.
Lo hacen en ausencia de cultura, en la barbarie primigenia y en la que
ha de venir.
III. Una impresión
lacaniana
La historia y la imagen prosiguen –es su naturaleza– más
allá de los velos. Lo consiguen porque el velo siempre termina ilustrando la
ausencia. En términos lacanianos: “al
estar presente la cortina, lo que se encuentra más allá como falta tiende a
realizarse como imagen (…) Sobre el velo se dibuja la imagen”. En esta
secuencia de El barco de la muerte, la
premisa lacaniana se cumple al pie de
la letra: sobre el velo, sobre la pantalla, se hace visible la ausencia, aparece
y resplandece (phanein) la ancestral etimología
del fantasma. Es en ese punto de supuesta indeterminación donde florece la
estética. La conclusión a extraer sobre esas imágenes nos
la proporciona Blanchot: la estética está ligada a la idea de ausencia. De ahí que
la manera de recuperar o de materializar dicha ausencia, relacione la
temporalidad del arte con la materia y con “la repetición eterna”. Series casi infinitas
articuladas sobre variaciones más o menos sensibles. El arte, allende la
mímesis, convertido en fantasía –o en rutina– patológica que busca desentrañar
la vivencia primordial.
El esfuerzo por suspender y extirpar la imagen tiene como finalidad
la represión: seguir mirando amables recuerdos–pantalla. Superficies que
detengan el trayecto hacia el sufrimiento y el mal primordial. Aunque los
personajes de El barco de la muerte
hubieran tenido éxito en su destrucción de los dispositivos, la historia y la
imagen habrían encontrado acomodo en el huevo de la serpiente. La cáscara convertida
en nueva pantalla que respira, que intercambia alientos con su interior.
Cáscara viva y porosa, pantalla en potencia que, lejos de permanecer en su
blanca neutralidad y como bien escribía el colega Aarón Rodríguez, “amenaza con mostrar
algo en cualquier momento”. La cáscara, nuevo velo que aglutina y que convierte
en instante el curso de la memoria. De esta forma la cáscara es pantalla y es,
también, fotograma. La imagen estática que aun tenemos por confortable pero que
se reproduce, vibra y se inflama de sentido. Ante el fotograma, ante la imagen
congelada sucede que:
… se detiene de pronto
en un punto, inmovilizando a todos los personajes. Esta instantaneidad es característica
de la reducción de la escena plena –significante, articulada entre sujeto y
sujeto– a lo que se inmoviliza en el
fantasma, quedando éste cargado con todos los valores eróticos incluidos en lo
que esa escena había expresado.
Y donde Lacan dice valores eróticos caben, sin duda, los
valores pavorosos. El barco, cascarón metonímico preservado por el tiempo
ralentizado. El barco, fantasma cargado de fantasmas, alberga en su interior la
irreprimible cadena del lenguaje y de la historia.
IV. Lecturas del
árbol
Estamos ante un problema de morfología y de fisiología de las
imágenes. Un dilema similar al eterno conflicto entre naturaleza y cultura.
Nunca se resolverá, pero siempre habrá una certeza: el nexo, el nudo biológico.
Una continuidad disfrazada de discontinuidad, un repliegue que resulta ser una
extensión. La imagen como superficie o como máscara de los procesos. Las
cortezas de Didi–Huberman frente a la memoria vegetal, frente al corte y al barrido
interno de Dubois. Quizá no frente,
sino junto a. Es necesario establecer
una continuidad y una flexibilidad siquiera metodológica. Lo contrario nos
llevaría a coleccionar estampas o a triturar entrañas.
Esto último es lo que hizo, martillo y cincel en mano, Fred
Leuchter. El documental del gran Errol Morris sigue siendo una lección impagable
en este aspecto. Leuchter, a sueldo
negacionista y dispuesto a demostrar si las cámaras de gas de Auschwitz habían
servido para tal propósito, arrancó piedras, lodos y ladrillos en busca de restos
de cianuro. Los análisis de las muestras no devolvieron residuo alguno de gases,
luego, aquellas habitaciones nunca pudieron ser cámaras de gas. El estrafalario
ingeniero, al margen de no pensar como un historiador –ni siquiera como un
químico o un arqueólogo–, nunca supo que
el cianuro, además de la obvia degradación, apenas tiene capacidad de
penetración en los materiales. En este caso y como pura metáfora, la respuesta estaba en la corteza de los abedules, no en el vientre del cemento.
BIBLIOGRAFÍA
- BLANCHOT, Maurice, La
risa de los dioses, Madrid: Taurus, 1976.
- DIDI–HUBERMAN, Georges, Cortezas,
Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
- DUBOIS, Philippe, Fotografía&Cine,
Oaxaca de Juárez: Ediciones Ve, 2013.
- GADAMER, Hans-Georg, Verdad
y método I, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1999.
- JUNG, Carl Gustav, Formaciones
de lo inconsciente, Barcelona: Paidós, 1990.
- LACAN, Jacques, El
seminario 4. La relación de objeto, Buenos Aires: Paidós, 2008.
- RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, Espejos en Auschwitz. Apuntes sobre cine y Holocausto, Santander:
Shangrila Textos Aparte, 2015.
IMÁGENES
El barco de la muerte
(Death ship, Alvin Rakoff, 1980)
Mr. Death: The rise and fall of Fred A.
Leuchter, Jr.
(Errol Morris, 1999)