El cine resplandece en el contrasentido; es una vanidad trascendente. Otra de las derivadas artísticas que no tuvimos más remedio que inventar. El cine es una banalidad y un capricho necesario, un adjetivo con propiedad verbal. En su día tuvimos gritos, golpes, sonidos y lenguajes rudimentarios, pero también huesecillos y membranas en la puerta de la garganta y en la gruta del oído que vibraban de una manera especial, una que nos reconfortaba como ninguna otra al escuchar el aire entrando y saliendo de la tráquea y de la caña de huesos ajenos perforados a intervalos. Huesos cuyos tuétanos nos habían acabado de alimentar. Nos acicalamos, nos decíamos y nos queríamos con el ocre y la ceniza de los cuerpos. Como el lobo de Caperucita, nos pintamos los ojos y la boca para vernos y comernos mejor. La fuente cerebral de las narraciones rebosó hasta inundar toda nuestra cultura material. Poseídos por ardores de niño, garabateamos las paredes. Las llenamos de geometrías, de abstracciones, de figuraciones oníricas y naturales, de visiones interiores, de los impulsos eléctricos de nuestro nervio óptico, de animalejos y de manos. Antes que corazones dibujamos vulvas y penes, nalgas y pechos. Los modelamos, los tallamos en piedras y, como no, en huesos. Marcábamos con rudeza sus orificios y dilatábamos sus curvas porque aquellos trazos y relieves eran nuestro ser más sincero, la única metafísica ineludible del momento: la del sufrimiento y la del placer, la de una violencia mechada de humanidad, la del abandono y la del cariño, la de la muerte y la creencia, es decir, la del amor en ciernes, la de la familia y la conservación de la especie. Más tarde llegaríamos a dibujar corazones, a traspasarlos con flechas y a escribir poemas sobre sus heridas y alegrías. Y lo hicimos solo porque antes, durante decenas de miles de años, habíamos cultivado nuestra indecencia más ingenua y natural.
No
recuerdo la fecha exacta, solo sé que fue posterior al Paleolítico Superior y
que pronto se cumplirán veinte años desde que empecé a escribir de manera no
reglada sobre cine. Y de tal manera continúo haciéndolo. En la razón y en el
albedrío, con sencillez, más como terapia que como divertimento, de manera
desinteresada en un 90% de las ocasiones, en una intimidad casi lunar, asediado
por el ruido del sol y de la gente, en medio de una tranquilidad plateada y
frágil por quebradiza. Esta efeméride carece de importancia porque ni siquiera
es significativa para mí. Sin embargo, sirve para recordar que eso que ya
consideraba una maravillosa trivialidad, como el juego que siempre había
buscado sin encontrar, uno dúctil e infinito, uno que jamás sería capaz de
aprender por completo, un laberinto en el que perderse y prolongar la deriva
sin angustia, era examinado de manera muy diferente por otra parte del público
y del oficio.
La
primera crítica de cine propiamente dicha que escribí fue para un clase de
posgrado. Mi libre elección fue Los
ángeles de Charlie: Al límite, la secuela de un éxito estrenado el año en
el que hubo de acabarse el mundo. Aquel muchacho obsesionado con el cine mudo,
devoto de Murnau, admirador de Lubitsch y de Ford, estudioso de los saltos de
manivela de Méliès y de cómo la evolución tecnológica había condicionado (o no)
la percepción y la estética del aparato, devorador de cuatro, cinco, seis y
siete películas al día y coleccionista de VHS que en la actualidad visitan con
periódica paciencia y sin nostalgia los contenedores del punto limpio de la
ciudad, estaba interesado en una película dirigida por alguien que ni siquiera
tenía un nombre corriente que pronunciar más allá de la guturalidad; un tal
McG. La había visto un viernes de estreno en la sala de un centro comercial, un
espacio suburbano de película de terror, un lugar nacido decadente a medio
abandonar por matrimonios y adolescentes,
vigilado por maniquíes con insomnio, atravesado por pasillos enlucidos por el capitalismo
trasnochado con rejas doradas y vestidos de saldo, con aroma de hamburguesa,
palomitas, cosméticos y lejía, acompañado de un amigo y de tres o cuatro señoras
a las que no hacía falta recordarles la vejez.
Me
pareció una película espantosa, y sin embargo, del todo interesante y adecuada
al contexto recién descrito y al general, al superior, al histórico del nuevo
milenio. En rigor, creo que la severidad de mi juicio y de mi gusto se debió a
que perdí cualquier interés una vez concluida la primera secuencia. Para ser
exacto, una parte mínima de la primera secuencia. Cameron Diaz había cabalgado
un yak mecánico de manera acrobática y aquel acto había sido suficiente. Veinte
segundos y veinte planos después, mi mente era incapaz de procesar más imágenes
en movimiento. Estaba fascinado, me había invadido una sensación de prosperidad
intelectual al comprobar que las coletas doradas de la actriz rimaban con el
aspecto lanudo del bóvido. Que la pornografía no era una opción y que asistía a
un todo suave rematado por sonrisas, rizos y puntillas. En medio del humo y de
la mugre, una nube de blancor. De entre la carne y los tejidos surgía un rumor,
un murmullo visual que al caer llegué a identificar como el frufrú de la
imagen. Un roce en el párpado, un pliegue del tiempo y del género que me
permitía conectar pasado y presente con absoluta naturalidad.
Las epifanías suelen aparecerse como la Virgen, es decir, no acontecen, pero en su ficciones lo hacen envueltas en una suerte de luz culta, cegadora e inefable. La mía no. Mi alumbramiento fue como el de Jesús, de establo humilde, de estiércol y madera, de amparo sucio y cálido, banal y profundo, esto es, fue una intuición más que una revelación; un deseo de conocimiento. El preludio de una hipótesis, la primera fracción de cualquier futuro, la palabra inicial de todo discurso. El silencio que quería ser dicho, la ignorancia hambrienta y vergonzosa. Entiendo que otros adquieran el poso docto y erudito del cinematógrafo frente al océano de conciencia contemplando el final de Solaris, escuchando a Dios callar bajo el sol de medianoche, en el tacto bípedo y eléctrico de un monolito, en la mano tendida de Johannes, en las dendritas luminosas de Brakhage, en el dobladillo del pantalón del Chishu Ryu, en la bruma norteña de Antonioni, en la habitación roja del agente Cooper y en los soliloquios de Bresson, pero no fue mi caso. Los conocía a todos, los adoraba con pasión cinéfila, pero aquello era distinto. Rifles, botellas, dagas, cigarrillos, tótems… falos (existe una etapa en la vida de cualquier crítico donde su mirada, después de haber leído dos párrafos de Freud, solo alcanza a ver falos) por doquier acechando a una mujer que no necesitaba nuestro sermón porque contaba con todas las armas necesarias para el ataque.
Tal fue
mi postura crítica en un texto de, supongo, no más de 500 palabras que, después
de una labor arqueológica exhumando mi primer ordenador de escritorio, he sido
incapaz de encontrar. Quizá porque estuviera manuscrito o, más probable, porque
no lo considerara digno de guardar. Así, alrededor de Cameron Diaz convertida
en malvavisco a punto de ser calcinada en la hoguera evolutiva de nuestra
especie, enlacé ideas sobre el cine contemporáneo y las fórmulas integrales del
blockbuster. De la producción a la exhibición
pasando por los artefactos más mundanos del público y de la puesta en escena.
La corrección, o mejor dicho la reacción
del respetable profesor fue advertirme de que aquel enfoque «no era serio». Que
había desperdiciado el espacio con asuntos sin relación con la película y que,
para más inri, era frívolo. A su primera apreciación no tuve ninguna objeción
porque era consciente de ella. Veinte años después sigo haciendo lo mismo.
Su segundo aviso, coronado por el halo de la frivolidad, no pude entenderlo. Para mí era todo lo serio que podía concebir un veinteañero porque, entre otros motivos, lo frívolo del cine suele solaparse con lo serio. Mi esfuerzo por madurar y mi concepción de la gravedad del arte quedaron dañados de inmediato. Introvertido, no fui capaz de replicar que ese vaivén iconográfico, rediseñado y deformado por milenios y civilizaciones, era el agua que corría Historia abajo porque una vez inclinada no le quedaba más remedio que hacerlo, y que al llegar abajo, a esa mañana calurosa de comienzos de siglo, se había perdido, se había evaporado sin dejar de ser el mismo río. Que aquello era el Camarín de las vulvas de Tito Bustillo en celuloide y que, en ese punto, tampoco deseaba renunciar al elogio sincero del cuerpo femenino, de su sexualidad y de cualesquiera funciones animales que albergaba. Y como apostilla, que la célebre vinculación altamirana del cinematógrafo no era tecnológica, que no yacía en las extremidades del bisonte moviéndose como las del perrito futurista de Balla, sino en esa discontinuidad aparente que propicia la necesidad fisiológica de las narraciones. Y que esta era de fuego, de una mística material, de goce y azagaya, de lanza y piedra, de carbón vegetal y carne roja, de mirada al cielo y al suelo, primitiva y cavernaria por muchas homilías y penitencias que utilizáramos para sofocarla. Y que, por supuesto, admitirlo no suponía entregarse a ella, tan solo el primer paso para la emancipación.
Explico esto porque ni siquiera la histeria actual es nueva. No son necesarias las redes sociales, los medios amarillos, la putrefacción universitaria y los intereses cruzados para establecer un delirio colectivo sostenido por predicadores y Estudios Culturales. También para recordarme a mí mismo que, en medio de un tremedal, todavía es posible caminar con firmeza. Que los prejuicios y los dogmas castran, que los vertederos esconden minas de diamantes y objetos aún más valiosos: pequeños fósiles, viajeros en el tiempo, muecas de calcio, matices y vestigios cerebrales, supervivencias visuales que abandonan la morfología de las luciérnagas por la de unas coletas al viento con la promesa de seguir completando nuestro registro evolutivo. Nuestro ansia por saber que no somos demonios, sino qué demonios somos.