«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Mostrando entradas con la etiqueta John Ford. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta John Ford. Mostrar todas las entradas

Cuatro textos


Un análisis completo del cortometraje Quattro strade, realizado por Alice Rohrwacher en el año 2020 y recogido en La nave va, la reciente publicación colectiva de Shangrila Textos Aparte. Se puede leer el comienzo en el siguiente enlace, donde también se encontrará otro vínculo para ver la obra:

Imágenes para una pandemia

Un ensayo de aproximadamente 8000 palabras sobre las tres primeras películas conservadas de G. W. Pabst. Fue publicado en la revista Cinedivergente:

G. W. Pabst: mente, deseo e imagen en la República de Weimar

Una crítica, o algo parecido, de Calamity (2020), la película de animación dirigida por Rémi Chayé. Encontró un hueco en Transit. Cine y otros desvíos:

Calamity: virtud y errancia de una zagala

Breve comentario sobre unos planos de Peregrinos (Pilgrimage, John Ford,1933). Vio la luz gracias a los compañeros de la revista Una tumba para el ojo:

Latencias (I)



Nosotros, el pueblo

No sucedió como lo cuentan. John Ford y Nunnally Johnson planificaron el reencuentro modificando los hechos referidos por Steinbeck. Existía una razón para el cambio. Y dicha razón fue enunciada mediante una cadena de decisiones cinematográficas. Me gustaría explicar cuáles fueron y en qué consisten. Pero antes preciso de una mínima introducción que respete la información del planteamiento y descarte la atribución del cambio a la síntesis del medio.

Director y guionista respetan la peripecia inicial de Tom Joad. En libertad bajo palabra, Tom vuelve para comprobar que todo sigue igual, que el paisaje asegura no mentir. Y sin embargo, todo es distinto. La manera de explicar el cambio del que un determinado sujeto no tiene conciencia, solo es posible mediante voces interpuestas. Los actores secundarios. Primero la del exreverendo Jim y, enseguida, la del paisano Muley. Los dos ilustran el tiempo perdido mediante formas complementarias de enajenación. Jim ha perdido una vocación que más adelante podrá recuperar mudando la naturaleza de su pastoreo: de feligreses a camaradas. La pérdida de Muley es irreversible: su granja, su familia y, con ambas, su mente. Jim es el ánima, la pérdida del aura, lo que el viento se llevó, el alma que taconeó y que ahora es taconeada. Muley es la materia, los relejes del buldócer y los tablones rotos, pero también es el fantasma de una época que, a la luz de una candela, invoca al flashback para comunicar el fin de los días. Esto es, un tiempo en el que Tom ha estado literalmente fuera de cuadro y al que vuelve, a lo lejos, sin equipaje, sin saber. Tom regresa a un tiempo y a un lugar marcados por el después, por la pérdida, por las heridas realizadas por la Historia, por la tierra cicatrizada. La misma que terminará por reconfigurar su rostro, es decir, su carácter.

Gracias a este prólogo avanzado, Steinbeck, Ford y Johnson pueden relatar el reencuentro de Tom Joad con su familia. El escritor lo hace a través del padre; los cineastas, a través de la madre. Aunque, bien leído, Steinbeck también conserva el protagonismo femenino. El padre es la conexión, una suerte de esperma encargado de facilitar y trasladar la vida al interior, al hogar, al útero. El reencuentro novelesco entre los dos varones era convencional porque Steinbeck sabía que tenía que guardar la emoción de su escritura para el reencuentro verdadero. Tal fue la lectura que hicieron Ford y Johnson: prescindir del padre. Decisión clave que acarrea una de las intenciones anunciadas: en el cine, o al menos en esta escena, la necesidad de síntesis puede trascender los criterios de economía narrativa para apelar a motivos de emoción y estructura. En todo caso, no son aspectos excluyentes.


Así, de la simplificación del reencuentro se derivan dos nuevas consecuencias. Una inmediata ligada a los afectos y otra aplazada que enhebra este segundo inicio de la película con su penúltimo final. Eliminado el padre de la ecuación cinematográfica, queda un sistema canónico de plano–contraplano como retrato y extensión del linaje. Con ello se crea una identificación y un vínculo. La madre es la familia y, por ende, la tierra. Gea, el tropo andante, la figura dramática que engloba por cuerpo: «pesada pero no gorda», y por conciencia: «ancha a fuerza de trabajo y de partos». Ford, ese irlandés misógino, reciclará el maravilloso discurso de Steinbeck para cerrar  la película en clave matriarcal: «El hombre vive a sacudidas..., un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida..., compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante». ¿Cabe imaginar una definición más acertada del cine clásico que este compromiso genético (XX, XY) y aristotélico entre el fluir y la sacudida? Anotada la identificación, queda el vínculo. Es ahora cuando la intención cinematográfica aparece en su esplendor.


Ford y Johnson los dejan a solas para mostrar lo decisivo del reencuentro. Iba a decir subrayar pero sería incorrecto. No hay énfasis, no hay música que acompañe, no hay melodrama. Sin intermediarios, hay un pálpito, hay una intuición materna que, sujeta a una mirada, da pie a una escena. También hay vergüenza y recato. En el cara a cara, sequedad de tierra y temperamento, un pudor esencialmente rural, diría que castellano. La madre recién salida del fogón, con el vestido como el cabello, aceitado. Avergonzada no por tener un hijo presidiario, sino por ella misma, por su desaliño, por su posible culpa, por esa crianza imperfecta que toda madre jamás concluye. La madre cuya única preocupación es si su hijo se ha convertido en alguien peor. Si allí dentro se ha alimentado de odio y rencor. La madre que, en definitiva, es Madre (Ma) sin nombre pero con todos los nombres, genérica y (uni)versal. Madre e hijo mantienen la distancia, no se abrazan, no se besan, solo se miran y lo hacen en plano americano y de perfil. Sentimientos reprimidos y, no obstante, a flor de piel. Sonríen, se estrechan la mano.

Pero desandemos unas décimas de segundo. Antes de situarse frente a frente, antes de invadir el encuadre por sus respectivos segmentos, la imagen estuvo vacía. A la intención de la puesta en escena cabe entonces añadir otra intención de montaje. En 1940, el cuadro vacío que ha de ser habitado ya era un arcaísmo cinematográfico. Un vestigio silente cuya técnica estuvo más cerca de la comedia o el desenfado que del drama. De ahí que por efímero y banal que parezca, la acción genere un salto emocional en el espectador. Apertura del plano, vacío de imagen, ruptura e invasión, movimiento y encuentro. Emoción contenida, emoción entorpecida por el cine y sus elementos, incluyendo la viga de un cobertizo que hace las veces de telón. El conjunto tiene como fin fabricar una demora en la imagen. Robándole unos versos a Antonio Gamoneda, cada distancia tiene su silencio y cada distancia tiene su descanso. Aquí han sido cuatro años, una gran depresión y una cárcel que circulan entre los cuerpos, que se filtran por las rendijas de una imagen que es «tardía como las sustancias destinadas a la dulzura». La conclusión es doble: todo reencuentro lleva implícito su tiempo de separación y todo reencuentro incorpora o reproduce la amenaza de una nueva separación. El problema cinematográfico es cómo transmitir esta latencia sin caer en el sensiblería o en la redundancia.

La trazabilidad cinematográfica es indiscutible. Ford y Johnson hacen una lectura de Steinbeck que empieza por una reescritura de guion, que continúa por una puesta en escena marcada por la composición y la dirección de los actores y que concluye con una técnica particular de montaje. Gracias a esta cadena de decisiones el final adquiere sentido, o mejor dicho, el final refuerza y perfecciona el sentido inicial. La imagen del reencuentro contenía una demora marcada por un vacío porque el reencuentro era un estado transitorio de las cosas. Madre e hijo vuelven a separarse y lo hacen en rima, como el verso que se despeña de una estrofa. Repiten la fórmula pero precisando con la palabra los intervalos de la primera situación. Tom y Madre, conscientes y partícipes de aquel pudor de pueblo, necesitan expresar el contacto físico: – «Dame la mano» (…) – «Nunca nos besamos, pero…». He aquí la entrañable manifestación de un amor condicionado por un tiempo histórico adversativo.


En la novela existe la petición de mano: el hijo que, encontrado su camino, guía y consuela a una madre que se aferra a los carpianos. Sin embargo, no hay rastro de esta confesión de los besos ausentes. Para ser fiel a Steinbeck, el cine tuvo que reescribirlo. El último plano de Tom nos recuerda que Ford era un hombre de palabra porque era un hombre de imagen: – «¿Entonces qué, Tom?» – «Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad». Mutis.



BIBLIOGRAFÍA
GAMONEDA, Antonio, “Descripción de la mentira” en Esta luz. Poesía reunida (1947–2004), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pp. 205, 206 y 212.
RANCIÈRE, Jacques, Tiempos modernos. Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2018, p. 106.
STEINBECK, John, Las uvas de la ira, Barcelona: Círculo de Lectores, 2001, p. 125 y ss, 606 y 611.

La asombrosa historia de Tom Doniphon y Ramson Stoddard

«Lo esencial, sin embargo, permanece oscuro».
"El libro que vendrá" (Maurice Blanchot)

«A menos que nuestros amores permanezcan
en este mediodía, proyectaremos
nuevas sombras hacia el lado opuesto.
Como las primeras, que fueron para cegar a los demás,
estas sombras obrarán sobre nosotros».
“Una conferencia sobre la sombra” (John Donne, 1572-1631)

En La maravillosa historia de Peter Schlemihl (Adelbert von Chamisso, 1814), el protagonista ha perdido su sombra. Lo ha hecho a conciencia tras pactar con el hombre de gris, émulo del Mefisto que acababa de dictar páginas a Goethe. Nunca hay que subestimar la maldad de un hombre de gris. Es probable que, con su aparente indolencia, termine vagando por una letra de Joaquín Sabina. El relato de von Chamisso parece un cuadro amable y hasta sentimental cuando es, en realidad, una sátira terrible. Von Chamisso termina reciclando a su antihéroe en naturalista de siete leguas. Aquellos días, en pleno romanticismo alemán, era inconcebible darle una segunda oportunidad a tu Quijote. Seguir viviendo y hacerlo con inquietud intelectual y ascetismo, era reír frente a la dignidad y la redención del suicidio y la locura. En lugar de pasear bajo los tilos, Schlemihl viaja a grandes e incontroladas zancadas. A su paso, desdibuja los paisajes sublimes de sus contemporáneos mientras ridiculiza a los enamorados de sienes palpitantes. Todo sin la necesidad de una caligrafía histérica o de una imagen escabrosa. E. T. A. Hoffmann llegó a sentir tanta admiración por el muchacho que lo invitó a La noche de San Silvestre. El propósito era  que Schlemihl y Spikher formaran una sociedad simbiótica abocada al fracaso. Como Erasmo Spikher había perdido su reflejo en un trance similar, Peter compartiría con él su reflejo y Erasmo le devolvería el favor compartiendo su sombra.

Gracias a su pacto con el hombre de gris, Schlemihl gozaba de una posición social inmejorable. Hasta el punto de ser confundido con nobles y príncipes. A cambio de su sombra, había recibido una pequeña bolsa de la que podía sacar monedas de oro sin fin. Sin embargo, debía vivir cautivo so pena de revelar su carencia. ¿Por qué habría de molestar a la gente que el bueno de Peter no tuviera sombra?  El inapreciable drama se genera a partir de esa idea, de la reacción de los otros al comprobar que Peter carece de sombra. Todos le dan la espalda, no conciben que alguien huelle el mundo sin hacerlo junto a su sombra. Un descuido imperdonable. Von Chamisso desliza con suavidad una premisa hobbesiana entre la plebe: desconfiad de quien asegure carecer de instintos, animalidad y maldad. No puede haber cuerpo más oscuro que el formado por carne traslúcida, ni mente más depravada que la iluminada desde el cielo. Nada más peligroso que un humano cuya decencia alcanza fronteras donde llega su sombra.

Este verano recordé a Peter Schlemihl mientras volvía a ver El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962). Solo pude acordarme después de sufrir el llanto habitual durante los primeros quince minutos de película. No existe ninguna relación entre ambas historias, pero, ya sin lágrimas, me surgió un conflicto plástico y narrativo con las sombras. La maravillosa historia de aquel, era la asombrosa historia de estos. No me queda más remedio que recurrir a Jung. No pretendo dar una conferencia porque, entre otros motivos, me falta competencia –y cinismo– para hacerlo sin caer en la parodia. Los tópicos sobre el arquetipo de la sombra hablan, grosso modo, de lo no–reconocido y de lo reprimido por desagradable o indeseable. En todo caso, la sombra siempre concierne a la individualidad. Sin embargo, su habitual uso peyorativo tiende a esconder su función y su trascendencia tanto para el conocimiento como para la moral del yo y del nosotros. La necesidad de hacer visible –que no de iluminar– la oscuridad es ese proceso complejo y denostado que von Chamisso formuló con su “fábula”. Entrecomillo fábula porque su enseñanza contradice la naturaleza del género. En La maravillosa historia de Peter Schlemihl el mensaje no se obtiene aportando luz, sino reivindicando las zonas de umbría. En esto es profundamente romántico. Andar a tientas, errar el golpe, abrir la boca y masticar cristales de oscuridad.

Tom Doniphon y Ramson Stoddard tienen dos maneras muy distintas de gestionar sus respectivas sombras. El primero es consciente de ella y, por lo tanto, se halla en lucha constante. El segundo, un idealista, no la concibe como algo propio, la ignora y solo la aprecia como proyecciones en los demás. Doniphon airea su sombra mofándose del paleto de ciudad y le da rienda suelta ejecutando a Liberty Valance. El emplazamiento estético para la ejecución es doble y es apropiado: la elipsis y el callejón a oscuras. La elipsis: lo no–visto, lo reprimido por un relato necesitado de un héroe. El callejón oscuro: la extensión lógica y material del hábitat de la sombra. Doniphon no se arrepiente, volvería a hacerlo. El sacrificio, la acción por el bien de una colectividad que incluye el de su rival en el cortejo, nace del juicio propio. En el caso de Stoddard, por el contrario, descubrir su sombra le supone, en palabras de Jung, un “considerable dispendio de decisión moral”. Tanto que es incapaz de asumirlo. Será en la convención política donde asimile –de nuevo con palabras apropiadas de Jung– su nuevo estatus de oficial en detrimento del de aprendiz. Stoddard digiere una sombra que, a diferencia de Schlemihl, es vitoreada por el resto del pueblo. Cómo no fiarse de un hombre que ha tenido agallas para matar. Este detalle de la sombra como atributo de poder es un concepto a tener muy en cuenta. Más porque choca con su opuesto, con la luz como simulacro del poder moderno: de Luis XIV a las democracias contemporáneas.


La manera en la que John Ford ilustró este conflicto es sutil, casi subliminal. Stoddard solo comienza a vislumbrar su sombra después de que Peabody haya sido vapuleado. El periodista borrachín le había enseñado el camino unos minutos antes, justo antes del altercado. Stoddard regresa del Shinbone Star con la pesada y burlesca sombra de Peabody a cuestas. La sombra ha dejado de ser cosa de otros para convertirse en un asunto personal. Ford elude el trayecto y corta a la cocina donde espera Hallie, que ya no ve a Ramson, sino a su sombra. La sombra precede al hombre y no al revés, esto es decisivo. Consciente del cambio, Hallie da un paso atrás. La sombra de Stoddard es todo lo compacta que permite su toma de conciencia. Y es así, tiene esa forma que le otorga la iluminación de un estudio y no otra, porque en su vida consciente apenas estaba encarnada. Enfrentarse a la sombra no es un evento borroso, sino diáfano. Todo adquiere sentido. La sombra no es una masa informe, sino el dibujo exacto que completa la personalidad. Es ahí donde el perfil clandestino emerge, donde se incorpora a la conciencia y donde esta reinicia su lucha para volver a enterrarlo.

El caso de Doniphon era más delicado, y Ford lo sabía. Doniphon convivía con la sombra, era capaz de verla y de dotarla con un valor instrumental. Gracias a ello había trascendido el inconsciente personal, pero no era suficiente. La sombra, siempre insatisfecha, no se detiene y anhela vivir por su cuenta. Dentro o fuera del interesado, aun a costa de convertirse en algo distinto y peor. Consumado el éxito que es al mismo tiempo un fracaso, la sombra de Doniphon se desgaja del cuerpo para derramarse sobre el muro: el sitio exacto desde donde disparó. La sombra desfigurada contrasta con la sombra nítida de Stoddard. Doniphon pierde su sombra para hacer frente a otro tormento: el ánima. Esto es, su relación –¡su fantasía!– íntima, cohibida y vergonzosa con lo femenino: “una ordalía del fuego para las fuerzas (…) del hombre”. John Wayne, qué duda cabe, era el hombre. La masculinidad arquetípica que debe sufrir, como en en el quinto soneto sagrado de John Donne, la ordalía de fuego que calcina su destino. Un hogar aplazado, dos mecedoras nunca llenadas. Cuando la opuntia se alce sobre las tablas, Stoddard, Hallie y el espectador sabrán que “falta su sombra noble ya en la vida”.* 


«Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo; no estás solo».
“Niño muerto” (Luis Cernuda, 1902-1963)

En el momento del duelo, Valance –que conocía bien a los de su especie– invitaba a Stoddard a salir de la sombra. Stoddard cumple, pero la luz solo alcanza a descubrir medio rostro. Tal era la nueva y dual disposición anímica del lavaplatos. Fue el cine clásico de Hollywood un cine de sombras antes incluso de que la tecnología se lo permitiera. Y cuando esta lo facilitó, no dejó de dibujarlas. Atrás quedaron la iluminación cenital y los techos abiertos. Ford, Hawks, Borzage y el resto de técnicos y profesionales de la Fox convertirían el plató de Amanecer (Sunrise. A song of two humans, F. W. Murnau, 1927) en tierra santa. Nunca escondieron su admiración por aquel príncipe de las tinieblas recién llegado de una Europa sobre la que Mefisto extendía su capa; negro arcaico, nubes fétidas, abismo de ultramar. El cine anterior a Murnau comenzó a ser apreciado como un cine con demasiada luz. La brusca, la horrorosa crueldad de la luz que convierte el acto de ver en algo espantoso. Luz que obliga a mirar, luz que sirve para cegar. La locura de la luz, la de Blanchot y la de Johnny Barrett en Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963).


BIBLIOGRAFÍA
  • ABRAMS, Jeremiah; ZWEIG, Connie (eds.), Encuentro con la sombra. El poder del lado oculto de la naturaleza humana, Barcelona: Kairós, 1993.
  • CERNUDA, Luis, La realidad y el deseo, Madrid: Alianza, 2000.
  • DONNE, John, Poesía completa, Barcelona : Ediciones 29, Edición bilingüe, 1986.
  • JUNG, Carl Gustav, Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo, Barcelona: Paidós, 1997.
  • JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona: Paidós, 2003.
  • BLANCHOT, Maurice, La locura de la luz, Madrid: Tecnos, 1999.
  • BERRIATÚA, Luciano, Los proverbios chinos de F. W. Murnau. Etapa americana, Madrid: Filmoteca Española, 1990.
  • von CHAMISSO, Adelbert, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, Madrid: Anaya, 1982.
  • * Verso de Luis Cernuda extraído del poema dedicado a la memoria de André Gide.
IMÁGENES
El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962)
Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963)