«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

El ejercicio ha sido provechoso, señor. Diálogo con Serge Daney

La pregunta no ha dejado de regresar: ¿Serge Daney fue un crítico o un teórico? Frente a un dilema marchito y romo de nacimiento, la prosa sigue respondiendo por el muerto: soy obra de un escritor. Siempre he pensado que a Daney se le ocurrieron todas aquellas cosas que se le deberían haber ocurrido al resto. Sin afán acaparador, sin rastro de esoterismo y apartando el falso laurel que trepana las sienes de los profetas, poseía una evidente capacidad de anticipación. Sordo a las esquilas que guiaban la piara, Daney era rebeldía y destreza frente a la imagen. Amigo de la libertad que ofrecía la primera persona del singular y de la decencia necesaria para no expedir recetas, perteneció a esa estirpe menguante a la que uno aspiró: la del intersticio, la de la visión más que la de la mirada, la de la respiración entre imágenes. Ese atrevimiento para habitar el intervalo, esto es, esa voluntad para producir presente, sigue siendo el único espacio que nos mantiene alejados de nostálgicos y gurús de garrafón.

De las lecturas de Daney se desprenden imágenes no necesariamente agradables. Leerlo no es pasear por un jardín, sino por el interior de una lonja. Y hacerlo a primera hora del día, justo cuando el hoy se satura, con la incertidumbre propia del negro que se va y del sol que no llega. El pensamiento de Daney es relente, hielo picado, ideas en cencellada. Renunciar al terciopelo de las escamas para entregarse al efecto lija de las mismas. Subir la rampa, pensar la raspa, respirar el ambiente acre y glacial hasta hacer de nuestros pulmones una cámara frigorífica más. Ser conscientes de que el bermellón de las agallas no se entiende sin el pringue de las vísceras que colman los carros. Daney escribe a tajamar, diferenciando allí donde todo parece lo mismo, abriendo las aguas. En su lonja reverbera el futuro, los gatos se relamen junto a la puerta, la subasta inicia su salmodia y el iris de los peces interpreta el simulacro de un fotograma de Brakhage.

Antes de recibirlo en mi casa, tal ha sido su deferencia, pienso en los modales a emplear y en las necesidades a satisfacer de un muerto. Yo, lector de Lucrecio, despreciador de las afecciones post mortem y de la congoja producida por nuestro ser anterior, sé que «Nada es, pues, la muerte». Sin embargo, aun a riesgo de incomodarlo, me dispongo a iniciar la conversación preguntando por ella. Lo hago porque siento que esta curiosidad no deja de ser un mecanismo de control del intelecto. Suena el timbre, no tengo nervios, reconozco sus huesos en la mirilla. Su rostro es seco, pero amplio y acogedor como un teatro. Las cuencas de los ojos parecen hornacinas, bromeo sobre sus gafas, le digo que ahora las pantallas de cine son más pequeñas que sus cristales. No da crédito, no me cree. Sin embargo, no duda cuando le aseguro que el SIDA ha dejado de ser una sentencia a muerte.

Roberto Amaba: ¿Una vez muerto, a qué se tiene miedo?
Serge Daney: A no encontrar nuestro nombre en una lista alfabética.

R.A. Una de mis pesadillas recurrentes es entrar en un aula y no encontrar sitio. Hemos evolucionado para bloquear o reciclar el gran miedo, el trascendente, de lo contrario no habríamos prosperado como especie. El miedo verdadero es aquel que se puede soportar: perder la cartera, ser objeto de burla, no ser correspondido, la soledad, hacer cola ante un lugar que desconoces, etc.
S.D. La idea de la sucesión que Godard siempre imagina bajo la forma de la fila de espera ante los hornos de Auschwitz.

R.A. Vida y muerte son las dos voces absolutas de la cultura humana. Ambas femeninas, bendito lenguaje. Usted la conoce, ¿es la muerte una mujer?
S.D. Es un efecto del posfeminismo no tener que “dar ventaja” a las mujeres y producir entonces no ya una misoginia por exceso, sino una misoginia “natural”.

R.A. En el XXI nos cuesta pronunciar “misoginia”. Tras siglos de uso se había cargado de matices y hoy apenas practicamos el pensamiento complejo. ¿Se refiere usted a una misoginia delante o detrás de la pantalla?
La mujer, “motor a explosión” del filme. Lo que ha cambiado (posfeminismo) es que estas mujeres representan un exceso que concierne a la sociedad de manera global y no solamente a los hombres. El exceso es una suerte de rabia fría, sin encanto.

R.A. Sigue el cine en crisis o es como la novela, que nunca ha dejado de estarlo.
S.D. No la “crisis del cine”, sino ¿qué es lo que está en crisis en el cine?

R.A. Pero esto nos exige repreguntar y responder, analizar y proponer. La crisis, más que una coartada, ¿puede ser una comodidad?
S.D. Ya no hacemos arqueología de la imagen, vamos de una imagen a otra. Cada vez menos gente quiere ser espectadora, cada vez más gente quiere ser autora. Un ir y venir perpetuo entre el saber, el ver y el creer.

R.A. Aquí he de confesar mi ingenuidad. Hace quince años estaba convencido de que eso había cambiado para bien. Me refiero a la diversidad y a la profundidad de los temas y la discusión, a un intercambio no gregario y a la descentralización de los intereses del aficionado. En cuestión de dos, tres o cuatro años, todo se recentralizó.
S.D. La economía capitalista es la economía de lo virtual y solo puede descansar en necesidades inventadas, en una semiurgia cuya base es religiosa. En lugar de ir hacia otro, nos quedamos entre nosotros. La imagen ausente de los otros es reemplazada por una imagen nuestra. Nuestras imágenes (nuestra “imagen”) trabajan para nosotros. Utopía de un mundo donde nuestras imágenes nos representan y nos reemplazan.

R.A. Se mezclan dos verdades históricas de la segunda mitad del siglo XX: la teoría situacionista de la recuperación y la del poder disciplinario (civil, en red, silencioso) de Foucault.
S.D. El espectador astuto–curioso de hoy no se coloca frente a una película, sino que exige estar del lado del poder que la ha producido. Hoy tengo más bien la sensación de que el mundo de la imagen basculó totalmente del lado del poder. Y del deseo de sumisión a los poderes. Alguien podrá más fácilmente faxear su diario íntimo desde una favela de San Pablo, que ser admitido en presencia de los poderosos de este mundo o aceptado para la administración de sus propias condiciones de vida. La comunicación general bien puede considerarse el cascabel hipnótico–lúdico que permite a los pobres, a pesar de todo, habitar el mundo. Ese mundo de las creencias portátiles estaría alejado, nuevamente, de la esfera de la toma de decisión.

R.A. ¿Se le ocurre alguna solución?
S.D. Cambiar la verosimilitud de las apariencias por la lógica del deseo.

R.A. Aunque mi punto de vista es optimista y emancipador, parece inevitable hablar de la tecnología que lo propicia.
S.D. Ya no es el mundo lo que se hace imagen, es el imaginario lo que se hace mundo. Relación entre la imagen de una cosa y la desaparición de esa cosa. Composición “genética” de esa imagen: mezcla de verdadero y falso, de trucos y domesticación. El audiovisual se empeña en la simultaneidad absoluta del mundo. Hay cine allí donde hay encuentro (viaje, experiencia), hay audiovisual allí donde hay programa (turismo, llave en mano). La interfaz, idea para ahondar. Las pantallas, más generalmente las prótesis (de lenguaje, de saber, de inteligencia) se hacen cargo del individuo espectral, lo dispensan de la presencia corporal. Pérdida de lo real, desvanecimiento de lo simbólico, pérdida de control de lo imaginario.

R.A. No estoy de acuerdo con parte de ese discurso. Pero usted tiene doble coartada para mantenerlo, creció trabando una relación afectiva (paternal) con el cine y luego vivió los años de plomo de la posmodernidad.
S.D. Mística del padre como sustancia tóxica. Las imágenes de cine eran formidables como familia sustituta para pequeños huérfanos de lo social. Las imágenes del audiovisual son huérfanas en sí mismas, no vienen de ninguna historia. Podríamos hacernos adoptar por una película. Adoptamos el audiovisual.


R.A. Tampoco comparto esa relación, pero volviendo a la idea del poder y a la simplificación de las ideas, parece evidente que el gran error es enfrentarlo desde el moralismo. En este sentido, no puedo evitar ser pasoliniano. La izquierda, si es que existe, se ha convertido en una horda de catequistas.
S.D. ¿Por qué, en mí, esta repulsión fascinada ante todo discurso edificante o ante el moralismo?

R.A. Y no me refiero solo a “la izquierda” social, también a la intelectual, la artística.
S.D. Catecismo audiovisual. No faltan signos de una evolución hacia aquello que siempre me ha sublevado: la necesidad filistea y estrepitosa del orden moral, de la dramaturgia del Bien, tele–evangelistas, justicieros del pecado y socios–titiriteros del submundo. Lucha intrínsecamente puritana entre el espectáculo como mal y el anonimato como bien. Algunos solo son morales ante una representación de las cosas. A las cosas mismas, se acomodarían sin duda de buen grado.

R.A. Esto último no solo me recuerda a la doble moral característica de algunos “liberales” que, lógicamente, no lo son. Por suerte también a Nietzsche y, por desgracia, a la que para mí es la peste contemporánea: el sensacionalismo.
S.D. El moralista ni siquiera ve la apariencia y solo se interesa, hasta el vértigo, en lo que ella indica del deseo del otro. La idea de que las víctimas son mejores, ¿no es la trampa fatal? ¿No hemos tenido una necesidad terrible de esta idea para justificar nuestro “humanismo” de fachada? Habría que medir hasta qué punto es acuciante la mala conciencia para que el personal mediático necesite estas grandes causas recicladoras. ¿Los “valores”? Más bien “principios”.

R.A. “Los valores”… me estremezco solo de escucharlo. “Principios”, como sustituto, admite provisionalidad y por lo tanto es más “científico”. Los valores están petrificados, es la ranciedad idealista.
S.D. ¿Qué comedia más bella, en efecto, que la del ideal? ¿Qué fracaso más patético que el del militante, ese ser débil que normalmente se encuentra a sí mismo quejoso y engañado y, lo que es más, a menudo con sangre en las manos. El ideal es regresivo.

R.A. El nosotros deja de preocuparse o lo hace de manera postiza por el otro. Nunca llegaré a comprender esta aversión de la izquierda hacia el yo. Al menos hacia un yo que, sin abandonar el altruismo, la empatía y la cooperación, no quiere o no le apetece ser nosotros.
S.D.  La ideología, habría dicho Zinoviev, es algo en lo que uno no cree, sino algo a lo que uno se adhiere. Esto me parece decisivo. La adhesión, ya sea una elección del individuo o algo que le es impuesto, es distinta de la creencia o de la fe. La debilidad del yo. Un “nosotros” inhallable, que se vea allí mi despedida a la primera persona del plural.

R.A. Ya que estamos hablando de asuntos desagradables, hagámoslo de la crítica.
S. D. “La crisis de la crítica”. Pero está muerta, lo digo sin poder cerrar la boca. ¿Pequeño hacedor de revistas del corazón? [Existe un] Reemplazo de los mediadores del ayer: los profesores, tratados como perros. Nos encontramos pegados a la mediocridad de la aldea global, e incluso si esa aldea está ultracomunicada, sigue siendo una aldea. Y una aldea no necesita crítica, sino juglares, seguidores, guardas rurales. En síntesis, necesita tele.

R.A. Podría parecer francamente viejo esto de la tele, propio de un hombre muerto, pero treinta años después sigue presente. Jugó y juega un papel decisivo en la recentralización de la que hablábamos, incluida la de las ficciones. Los medios en general han conseguido hacer del llegar tarde, la hora en punto.
S.D. La televisión no sería el estado terminal de las ficciones, sino un momento de su supervivencia antes del regreso a la gran pantalla, con las hormonas hinchadas de folclore hiperreal y desenvoltura decorativa. ¡Caramba! Sería necesario que el pasaje de los filmes a la televisión jugara un rol de tráiler, de promesa, de tránsito de la reproducción al original. Volver a ver filmes en la televisión es, sobre todo, devolverlos a su heterogeneidad de base. El deporte es interesante, porque es el único ámbito que justifica la televisión.

R.A. La crítica, me gustaría enlazarlo con aquello del espectador que no se conforma con serlo, que quiere ser crítico, autor y, en la aldea social, también actor. Con lo maravilloso y lo complejo que es ser simplemente espectador.
S.D. ¿Qué decir a aquellos que me dicen “eres un espectador demasiado cerebral, no eres un buen público”? ¿Decirles que nada me resulta más fácil que llorar con una película?

R.A. Me sucede algo similar. El llanto y el tedio son dos virtudes cardinales de mi experiencia como espectador. Melodrama y ataraxia: los antídotos al sensacionalismo y a la histeria.
S.D. El aburrimiento no es desagradable. ¿Por qué Roma, ciudad abierta o Los carabineros son grandes películas? Porque tienen las agallas de decir no al pathos y poner los puntos sobre esa “i” inadmisible: la tortura es una rutina, la guerra es aburrida, los acontecimientos históricos no se sostienen mejor que las noticias banales, la potencia de aceptación (o de revuelta) del hombre es indescifrable, el espectáculo de lo peor no siempre es seguro, etc.

R.A. En medio de esta pésima construcción del nosotros, la crítica no ha conseguido apartarse de la metáfora onanista. Lo único que ha cambiado es que ya no nos masturbamos en soledad, sino en grupo, como los niños de Érase una vez en América. En el fondo, lo que nos gusta es salpicarnos.
S.D. Lógica de monologuista, de masturbador. YA NO NOS MASTURBAMOS. [Hubo una] Cólera un poco sobreactuada ante la campaña de publicidad de la nueva fórmula de los Cahiers, campaña que juega con la imagen que incluye desde siempre la idea de masturbación intelectual. Los Cahiers son una decena de años de leyenda y treinta años de oscuridad apestada, y luego anodina.

R.A. Las razones profundas para escribir sobre cine parecen diluirse. Incluido el dinero.
S.D. [Teníamos] La certeza de que valía la pena pensar el cine y pensarlo mucho. El asunto es simple: nosotros hablamos de películas de las que habla todo el mundo y hablamos de ellas incluso como cinéfilos. La argumentación típica de los cinéfilos puritanos, godardianos. Inversamente, nos quedamos mudos como peces frente a las películas que nos gustan y consideramos dignas del debate estético. La gente no hace nada con el cine, pero se aferra a él como a una prehistoria.

R.A. Personalmente, no sé qué escribir sobre la mayoría de las películas que veo. Y cuando me doy cuenta de que podría hacerlo, han pasado meses o años. Admiro esa capacidad del crítico para escribir siempre. Es decir, para escribir fingiendo.
S.D. Quizá esa relación con el tiempo es lo que permite a algunos, yo entre ellos, pasar de la pasividad de quien ve a la actividad de quien escribe. No sé qué más hacer que esto: encontrar puntos en común entre las raras películas que veo. La verdadera dificultad es mi pereza.

R.A. Nunca he considerado la educación sentimental como una ventaja, más bien como un inconveniente, pero parece que guarda relación con la profundidad de la experiencia cinematográfica del pasado. Hoy se carece de ella o se tiene una compuesta de sucedáneos.
S.D. La melancolía no es nostalgia. Amo del cine lo que me ha “hecho” porque yo, yo no he hecho cine. Tesis: el cine es la infancia. Vieja tesis. Eran las películas las que me informaban sobre los altos y bajos de la vida “normal” de las parejas. Cuando era niño, el cine era el lujo de los pobres. Nos decía que éramos pobres y, al mismo tiempo, nos mostraba a los ricos. Necesitamos que el cine sea un lujo indispensable.

R.A. La educación sentimental de mi generación coincide con la última década completa antes de su muerte.
S.D. Esos años 80, a la vez insípidos y mezquinos y, finalmente, irrelevantes.

R.A. Lo que no deja de sorprenderme es que las nuevas generaciones seguimos escribiendo como las anteriores… pero peor. No me refiero solo al estilo, con todos sus latiguillos, también al método  y al enfoque. Igual el equivocado soy yo, que quiero hablar de biología y hasta deletreo, no sin miedo, “cognitivismo”.
S.D. Habría que plantear el mismo tema, hoy y mañana. Partir de los gestos, del sistema nervioso, del cuerpo y no del entorno sociológico, y adivinar a qué corresponderá la sobrepercepción por venir. El cine va más lejos, va hacia el funcionamiento mismo del cerebro.

R.A. Es célebre su sentencia sobre los cuerpos que nos miran, pero creo que la teoría posterior ha equivocado su desarrollo. La representación de los cuerpos, por mucho que inviertan el vector de la mirada, es secundaria respecto del funcionamiento del cuerpo de quien produce y de quien ve. La fisiología es el verdadero making of de las imágenes.
S.D. El lugar precede al cuerpo que viene a ocuparlo. El cine filmado, el de [Luc] Besson, no hereda “cuerpos” sino “formas”, es platónico, no aristotélico. ¿De dónde vienen los cuerpos de ensueño? Como si los hombres y las mujeres (y los niños) de los anuncios publicitarios, una vez arrancados de lo “social” y liberados de las historias “comunes”, flotaran en un éter sin historia. El cuerpo publicitario no es apto para ninguna conexión humana, y sin embargo, necesita encontrar una historia, la de su autolegitimación. Los americanos solo pueden destartalar el cuerpo de sus estrellas, los europeos la emprenden contra el hábito del relato, contra el lenguaje.

R.A. “Publicidad”… sucede lo mismo que con “televisión”. Lejos de quedar restringido a su contexto de ultratumba, sigue vigente. Ha sabido reciclarse mucho mejor que el videoclip. La publicidad se ha convertido en el gran macrogénero.
S.D. Publicidad en el sentido de devenir público de todas las cosas.

R.A. Sus imágenes no han dejado de pautar. Es un ámbito destinado al ocio que, paradójicamente, no tolera una mirada ociosa.
S.D. Las imágenes de los medios, sobre todo la publicidad, son asimilables a imágenes dopadas. Estándares de emoción.

R.A. Siempre he considerado el cruce entre imágenes algo provechoso. Aborrezco el relativismo y la teoría posmoderna, pero me encantan sus prácticas. Igual que sucedía con “los valores”, tiemblo ante “las esencias”.
S.D. El cine solo tiene sentido cuando es impuro. Pero impuro significa transitivo. Que apunte a algo que no sea el cine mismo.

R.A. Sabiendo esto y su interés por la idea de interfaz, me sorprende su “rechazo” hacia nuevos tipos de imagen.
S.D. ¿Cómo pretender estar en el centro del cuadro y hacer ese cuadro demasiado grande? El holograma es honesto. ¿Por qué? Porque no es monumental, porque no permanece. Lluvia que arde, museo secreto desventrado, pies de yeso gigantes, Croissete minúscula: un auténtico odio por la arrogancia monumental. La imagen de síntesis es una imagen que no proviene de la mirada, sino una imagen en la que la mirada viene después. Por lo tanto, en ese mundo es en vano esperar de un cineasta que tenga una “mirada personal”, una “visión”.

R.A. Se sorprendería de las “miradas personales” que se han conseguido. Miradas que hacen de las tecnologías dispositivos cálidos y permeables. Miradas que precisamente guardan relación con su concepción de manierismo.
S.D. El manierismo es un juego porque está muy cerca del placer del niño que juega a destripar sus muñecos o a hacer pedazos sus juguetes. El manierismo, por lo tanto, está destinado a una cierta decepción: no saber rehacer lo que está roto.

R.A. Deja usted entrever, de nuevo, el sudario del  muerto. El residuo de la modernidad, la política de autores.
S.D. El autor aparece sobre todo cuando se lo ve mirando, cuando forma parte del cuadro. Su huella, la perspectiva, el indicio de que alguien mira, el punto de vista, el lugar de la cámara, etc., es, a la vez, lo que debería desaparecer totalmente y lo que nos protege de una relación demasiado violenta con la cosa vista. Es un caso de manierismo, la firma prevalece sobre lo firmado.

R.A. La desmesura tecnológica, la discutible ausencia de mirada y los juguetes me han recordado una cosa: ojalá pudiera ver las películas de Pixar.
S.D. Lo que caracterizaba hasta ahora a los dibujos animados era la exclusión de algo fundamental: el sufrimiento físico. La imposibilidad de identificarse corporalmente con esas criaturas. El antropomorfismo es una perversión.

R.A. Créame que allí hay miradas, en plural, en colectividad real. Pero va usted bien encaminado, el cine y el hombre, como buenos románticos, seguimos practicando la  falacia patética.
S.D. Hay que ser cineasta, no amaestrador, para poner en escena las miradas.

R.A. En este sentido, las diferencias entre la mirada americana y la europea también se han difuminado más allá de la globalización. ¿Cabe, si alguna vez lo hizo, una división entre ambas?
S.D. Lo que los americanos parecen perder es el sentido del tiempo fuerte y el tiempo débil. Alternancia entre momentos fuertes y momentos débiles. Me perturbaba el hecho de que Spielberg ponía su cámara tanto en el lugar del tiburón como en el lugar del niño. No tenía derecho a hacerlo, me decía. Sabía que si la cámara hubiera adoptado solo uno de esos puntos de vista, el filme hubiera perdido eficacia. Quizá ese es el fondo del cine americano: identificar a su espectador con un doble polo que, en definitiva, es uno solo (el bien/el mal). Posee la llave del mal no absoluto. El “privilegio” europeo es haber tenido que afrontar, en pleno siglo XX, algo así como el Mal, es decir, el contracampo prohibido, mientras los americanos jamás nos recetaron representaciones realistas del Diablo.

R.A. Tengo dudas, no sé si hoy se sostiene esta división en bloques. Todos han fabricado amigos y enemigos a su medida. Se han tejido miles de obstáculos, como en esas películas de robos en las que hay que atravesar una maraña de rayos láser.
S.D. [El] día del fin del Muro de Berlín, el noticiario comenzó y se cerró con una misma imagen: los golpes de pico sobre el muro. El problema de la URSS es correr el riesgo de reemplazar una elección desastrosa (el comunismo) por una elección más antigua (la religión). ¿En qué momento la fealdad soviética es parte del desastre? ¿No fue parte del contenido positivo, ético, del comunismo? ¿No ha sido deseada, deliberadamente, rabiosamente?

R.A. Si fue deliberado, se equivocaron. Solo hay que ver la producción del Realismo Socialista. Y eso que hoy es común a todas las ideologías ignorar lo bello como categoría estética. A mí no me importaría ser purgado por esteta.
S.D. La belleza es aquello de lo que pensé prescindir. ¿En qué sentido puede haber un esteticismo “libertario”? El esteta es Minnelli.

R.A. En cualquier caso, denigrar las humanidades en general y la estética en particular sigue siendo una de las consignas del ciudadano. Ya no del poder, el mensaje disciplinario ha calado tanto que somos los ciudadanos quienes ejercemos la labor punitiva.
S.D. Francia se instala en el 15% de votos lepenistas. Dado que el movimiento es populista (y popular), no es posible replegarlo sobre sus jefes, incluso si la simple visión de sus caras basta para hacerse una idea definitiva. Por primera vez desde mi nacimiento (1944), la sospecha de racismo ya no desacredita de entrada a un político, incluso entre sus electores no racistas.

R.A. Tampoco se puede negar que el arte, que el cine, ha hecho dejación de funciones. Muchos han abandonado su poder didáctico por el evangelizador. Otros han confundido la incorrección con la mala educación. Los más, la transgresión con la mala praxis. Deberíamos reconocer que casi todo está inventado, saber cómo y qué se rompe, admitir mensajes contradictorios, incompletos, ambiguos.
S.D. Ante la evidencia del enigma, deberíamos disfrutarlo. Hacer cine es mirar los estragos. Ser reproches vivientes. Es producir las imágenes de un mundo en el que ya no se requiere “apuntar”. La crueldad, eso es lo que capta el documentalista. Pero el sufrimiento pertenece a la ficción.

R.A. La intelectualidad, por su parte, no se ha cansado de repudiar el mal llamado cine popular.
S.D. Mi vieja definición del cine “popular”: aquel en el que el tejido conjuntivo no molesta, aquel en el que sabemos que es preciso que haya algo blando alrededor de los fragmentos de bravura.

R.A. Veinticinco siglos de lógica del relato, Aristóteles…
S.D. Hay tres mundos, el del guion, el de la historia y el del mito. Una escena que rime, vestigios, imágenes detenidas.

R.A. Cuando de cine se trata, a mí me gusta hablar de imágenes, a usted de planos.
S.D. Bella fórmula de Rohmer: el cine no son las imágenes, son los planos. Hay cine cuando, inexplicablemente, algo respira entre las imágenes.

R.A. Bien por el “entre”, mejor que el “margen”. No soporto el alarde marginal, prefiero la discreción del “entre”.
S.D. Todos esos paisajes que siguen existiendo incluso cuando nadie los ve.

R.A. El plano conlleva un entre, y ese entre conlleva un movimiento ¿físico o semántico? Porque todo filme (no solo el estructural) que trabaja la detención física, está destinado a significar sobre el tiempo y el movimiento. Hoy, frente a la hipermovilidad tecnológica, asoma el cese de la transitividad, el mensaje unidireccional y unívoco camuflado de falsa interactividad.
S.D. La imagen se detiene no por falta de movimiento, sino por falta de sentido. En tanto continúa siendo una “naturaleza”, la imagen no tiene otro horizonte que las aventuras de su propio modelización. La imagen actual está destinada a la detención.

R.A. Godard sigue haciendo películas, asustando viejas, reclutando fieles, fustigando herejes…
S.D. Godard no imagina nada fuera del hecho de dar por el culo y filmar la carita fresca e indiferente de los enculados. Godard no hace reproche alguno a los artistas en particular, o al público, pero sí le reprocha un poco a todo el mundo.

R.A. Acabo de terminar un proyecto sobre el Águila Scout de Missoula, ¿qué opinión le merece?
S.D. Creo desde hace cierto tiempo que David Lynch parece un heredero muy serio de Hitchcock. Vi, un poco de casualidad, un episodio de Twin Peaks en la tele. Caramba, me digo, esto es cine, es decir, “esto articula” constantemente algo.

R.A. Deme la dirección de sus cenizas, le mandaré el octavo capítulo de la tercera temporada.
S.D. El ideal materialista. Filmar la turbulencia de los átomos, las ondas, los corpúsculos, el derrotero de la información como un espectáculo.

R.A. Muchas gracias por atenderme. Entre dos tímidos, entre dos solitarios, uno nómada y otro sedentario: ¿volverá a visitarme?, ¿me escribirá?
S.D. Las cartas no sustituyen la timidez, pero son superiores a ella. Son actos, no promesas de actos.

R.A. Por cierto, no me contestó: ¿es la muerte una mujer?
S.D. Tiene un bello rostro de santa sindical.

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Todas las respuestas han sido entresacadas del libro: DANEY, Serge, El ejercicio ha sido provechoso, Señor. Palabras sobre el cine, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2018. [Primera edición: L’Exercice a été profitable, Monsieur, París: P.O.L., 1993]. 

He respetado la escritura al pie de la letra. Todos los tiempos verbales y casi todos los signos de puntuación han sido mantenidos. En dos o tres ocasiones he introducido corchetes para aclarar el sentido inicial de la declaración.

El trabajo de ensamblaje responde a cierta afinidad temática y al simple capricho. Lo habitual es que un mismo párrafo conste, por ejemplo, de cinco frases obtenidas de cinco páginas diferentes.

En determinados casos, existe una descontextualización de la palabra original. Quiero decir, Daney se encuentra hablando de un asunto que no guarda correspondencia exacta con la pregunta fabricada. Esto, lejos de sacrilegio, forma parte del juego. La intención era crear un artefacto que circulara de la conciencia moderna a la tergiversación posmoderna –del juguete roto al juguete deformado, de la resistencia del todo al albedrío de las partes–, incluyendo su propia crítica interna.

Por otra parte, esa estructura ficticia, ese imposible surco de respuestas, se revuelve (moderno) y se acomoda (posmoderno), aun no sé exactamente los respectivos grados, a un libro que ni siquiera lo fue. Un conjunto de anhelos y rechazos, de notas y escritos fragmentarios, póstumos, radicales e íntimos, casi clandestinos.

IMAGEN
Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)