Dentro de las activades de la Semana del Audiovisual Contemporáneo de Oviedo, se ha publicado un volumen colectivo coordinado por Carlos Losilla. La temática del mismo da título a la obra: La memoria en imágenes. Mi colaboración, 7500 palabras abiertas por una flecha y cerradas por una cicatriz, es un ensayo sobre las diferentes maneras de enunciar el pasado sin recurrir al uso del flashback. Es decir, un texto para explicar por qué algo no acontece. Bajo la imagen de Julia Adams, la introducción. La referencia completa es la siguiente:
AMABA, Roberto, "Tiempo cicatrizado. Formas del pasado en los wésterns de Anthony Mann" en LOSILLA, Carlos (coord.), La memoria en imágenes. El tiempo y el recuerdo en el cine y más allá, Gijón: Ediciones Trea, 2021, pp. 229-252.
Ningún pasado es
inmune,
por su conversión
en mera representación,
a la maldición del
presente empírico
Minima moralia (Theodor Adorno, 1951)
Mi voz persigue lo que
mis ojos no pueden alcanzar
Hojas de hierba (Walt Whitman, 1855)
En
el tercer acto de la segunda parte de Enrique
IV (1598), maese Shallow exclamaba: “¡Las cosas que hemos visto!” (…) “¡Jesús,
los días que hemos conocido!”. Sobre los puntos suspensivos, hilando asombros, sir
John Falstaff evocaba la energía de lo vivido no con esa visión a la que
invitaba su compañero, mas con un sonido que compendiaba el espíritu de una
época: “Hemos escuchado las campanadas a medianoche, maese Shallow”. Qué duda
cabe, Shallow, Falstaff y el antiguo príncipe habían visto brillar rayos C en
la oscuridad. Lo hicieron mucho antes que el replicante ario y bastantes siglos
después que el profeta en Patmos. Aquel pasado arrebatador, repleto de suertes
y desdichas, no podía quedar reducido a la vista, ni siquiera a todas las cosas
vistas. La resonancia contenida en aquel heroico tañer del bronce, viajaba a
través del tiempo hasta alcanzar el presente.
Con
el eco de las campanadas desvaneciéndose en el éter, pensemos en todas las
cosas que vemos al cabo de un día. Repitamos el ejercicio con todas las que no vemos.
Estas últimas, abrumadora mayoría, no se extinguen por el hecho de no aparecer
en nuestro campo de visión. El árbol, en la fronda, sigue cayendo. La espera,
la ausencia, el vacío, el silencio, el olvido, la desaparición y la muerte no
dejan de formar parte del fantástico mundo de lo real. Estos intervalos que se
resisten a ser colmados, son pautas indispensables en la construcción del mundo
y de sus historias porque, en rigor, no dejan de ser diferentes entonaciones de
la materia. Entre la tortura de asistir a todas las cosas vistas, es decir,
entre el método Ludovico y la ceguera nuclear de Hiroshima (“Tú no has visto
nada en Hiroshima, nada”), adoptamos a Falstaff y a su sentencia con aires de
sinestesia como lo que es: el tropo sensorial de la memoria en tanto facultad
biológica y estética compleja, desbordante y, en última instancia,
indescifrable.
Una
posibilidad, una técnica alternativa del pasado recobrado que podrá servirnos
de ayuda dentro del dispositivo visual por excelencia: el cine. Aquí hablaré de
un tiempo pasado e irresuelto que encuentra en el cine un medio de producir y de
tejer un presente que no concibe la ausencia como quebranto, sino como la única
forma posible de reparación. Una temporalidad cinematográfica desligada de la exposición
directa ante los ojos que pretende y que alcanza una vivencia empírica equivalente.
En concreto, expondré algunas de las razones por las que el cine no hace un uso
eventual o sistemático del flashback.
Es esta una idea frágil porque nos empuja hacia lo contrafactual. Y si la
literatura cinematográfica abraza con frecuencia indeseable la especulación,
aquí habré de extremar la prudencia. La necesaria para evitar que este punto de
partida contrafáctico, no aboque al texto a un desarrollo acientífico. Habré de
descubrir los hechos derivados, los efectos secundarios de una no-elección y los
indicios que mediante suma conformen las pruebas. Escuchar el repique nocturno
de la imagen ausente; vislumbrar, al trasluz, las renuncias. Hozar en la materia
oscura de la imagen que no está presente, pero que tampoco está perdida. Más
que a una latencia, esperar y confiar en una potencia de la imagen.
Observando
los reemplazos, las variaciones y los movimientos de los que dispone el cine
para enunciar el pasado, descubriremos transformaciones que, sin llegar a comprometer
la semántica del evento, concuerden en tiempo y sentimiento. Solo así cabe
plantear la siguiente hipótesis de trabajo: el pasado puede estar
contenido en el presente ineludible de la imagen. Un pasado que se resiste
a ser elidido y que podrá ser representado sin necesidad de elaborar una puesta
en imágenes de los hechos. La imagen que en lugar de remitir o delegar, asume y
aglutina el tiempo. Concibamos entonces la imagen como un testigo geológico
donde los estratos se suceden dejando constancia del devenir. De una historia
repleta de grandes sucesos, de eras perpetuas y de cataclismos, pero también de
pasajes y paisajes efímeros, de milagrosas burbujas de oxígeno y de microscópicos
granos de polen que nos susurran con elegancia la vida remota.
El
corpus donde poner en práctica este análisis ha de ser, lógicamente, parcial.
Si el uso del flashback requiere de
escenarios diferenciados para conocer sus mecanismos y funciones, el no-uso
también debe limitarse a contextos y casos específicos. Considérese este texto una
aproximación, nunca un inventario. La elección ha sido realizada partiendo de
un marco general delimitado por el género wéstern, hasta llegar a otro particular
compuesto por los once que Anthony Mann dirigió entre 1950 y 1960. La
justificación de este corpus atiende a un doble criterio: es operativo y posee
representatividad. Más allá del consenso crítico y académico que despierta este
ciclo de películas, su posición como canon interino del género –como lugar para
reflexionar sobre una práctica que no acaece– está sustentada en datos
objetivos. Me refiero a una diversidad de producción que nos devuelve un
panorama sucinto del sistema de estudios de los años cincuenta.
De las ocho compañías que dominaban Hollywood, y por consiguiente el mundo, Anthony Mann prestó servicios durante la década a dos de las cinco grandes (Big Five): Metro Goldwyn Mayer y Paramount, así como a otro par de las tres pequeñas (Little Three): Universal y Columbia. Además, trabajó para productores como Nicholas Nayfack, Hal Wallis y Joseph Hazen, William Goetz, Walter Mirisch, George Seaton y William Perlberg. Pero más importante para nuestros intereses será notar esta variedad en la escritura. Durante este periodo, Mann colaboró con algunos de los guionistas más prestigiosos de la industria: Borden Chase, Charles Schnee, Guy Trosper, Philip Yordan o Dudley Nichols. El poder de la letra tras la imagen, y el de la imagen que nos sigue empujando hacia la letra, será decisivo para comprender este pequeño viaje a las praderas norteamericanas de finales del siglo XIX.
IMAGEN
Bend of the river (Horizontes lejanos) (Anthony Mann, 1952)