IMÁGENES
Querido diario (Caro diario) (Nanni Moretti, 1993)
El desprecio (Le mépris) (Jean-Luc Godard, 1963)
Voces en el tiempo (Voci nel tempo) (Franco Piavoli, 1996)
Deseando amar (In the mood for love) (Wonk Kar-wai, 2000)
En una de sus prosas armenias, Ósip Mandelstam recuerda una pintura. Lo hace por analogía con un paisaje de las dachas moscovitas. A ambos lados de la carretera, durante un trayecto por el alfoz, el poeta contempla cómo las «bombas de col» se amontonan con exceso semejante al de una «aburrida pintura de Vereshchaguin». Mandelstam utiliza La apoteosis de la guerra (1871) como pretexto, como coartada intelectual para despreciar la realidad objetiva. Una realidad que es la del paisaje, la de su tierra dura, monocorde y arisca; pero también la de sus dirigentes, la de su mezquindad arenosa y sombría. Poco después, en el siguiente párrafo, el poeta enfrenta este paisaje ruso con otro armenio. Uno bien distinto en Seván, de una fertilidad ancestral, regado de siglos y sangre. Una pradera con la hierba sobre la cintura, o como diría Tolstói, de vegetación lujuriante. Allí donde la tierra se vuelve indistinguible de la piel de la amada, crece una «hoguera escandalosa de amapolas», una multitud de «mariposas incandescentes de boca vacía» que provoca «dolor quirúrgico». Sin mencionarlo, Mandelstam nos está remitiendo al tema de otro de sus textos: la pintura francesa.
Volvamos a mirar con estos ojos la obra de Vereshchaguin. Si
eliminamos su lado tétrico y moral, ¿qué nos queda? La retórica. Los
significados se amontonan como los huesos. No hay contrapunto, no hay variedad.
Sí, unas calaveras gritan y otras ríen, pero todos los trazos tocan a muerto.
El osario denso, inconmovible en su énfasis piramidal, el páramo del espanto,
los árboles secos, los grajos y los tajos de sable. El caos y la barbarie se
expresan mediante el orden y la serenidad. El pintor da forma al pasado, dibuja
una ausencia. Al fondo ruinas orientalizantes, estepas baldías del Asia central
que parecen sacadas de la fortaleza de Dino Buzzati. Cielo sin nubes y nidos
sin huevos. El sol acaba de cruzar el mediodía y cruje el rastrojo. Ha dejado
de oler a podrido, ya no hay carne descompuesta en los recovecos del vómer. Los
grajos vuelven a picar el calcio. En medio de un paisaje momificado, el único aroma
permitido es el del ozono, el de un aire yermo y rarefacto.
El cuadro de Vereshchaguin, con su contraste interno entre grandilocuencia bélica y moraleja animal, resulta sugerente desde un plano puramente histórico y estético. Podría decirse que ejerce una función ambivalente frente al surrealismo. Por un lado, espejo; por otro, agujero. La apoteosis de la guerra horada el paisajismo surrealista de Dalí, mientras establece una relación especular entre la relectura romántica de la vanitas de La belle Rosine (Antoine Wiertz, 1847) y las figuras oníricas y estilizadas de Paul Delvaux. Estasis, melancolía del futuro, mirada suspendida, devenir de la carne, histéresis, ofrenda entre dos tiempos: «hoy ángel, mañana gusano en la tumba».
La apoteosis de la guerra (Vasily Vereshchagin, 1871)
La belle Rosine (Antoine Wiertz, 1847)
BIBLIOGRAFÍA
Mandelstam, Ósip: Armenia en prosa y en verso, Barcelona: Acantilado, 2011.
Tolstói, Lev: Anna Karénina, Barcelona: Alba Editorial, 2010.