«...un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos».
Los ojos verdes (Gustavo Adolfo Bécquer, 1861)
Blade Runner 2049 (Denis
Villeneuve, 2017) participa de algo que siempre me ha interesado: la naturaleza
de las narraciones. Un día llegué a escribir que todos nuestros programas vitales están sostenidos por narraciones. Aquel día sigue siendo este día. El primer
impulso me lleva a pensar en la secuencia donde K y Joi repasan la
información genética en crudo. Los datos que hacen un ser. Todo con cuatro signos,
se maravilla Joi. Ella, de triste y desvaída carnalidad, solo cuenta con dos.
La mitad, pero el doble de elegante, le replica su compañero. También la razón
de su inconstancia y de su dependencia. Joi, binaria de nacimiento, ha
sustituido la melancolía por el glitch.
La escena, no obstante, es un anzuelo. La verdadera naturaleza de la narración
se encuentra detrás de la pantalla, en las razones y en los modos utilizados para dar continuidad a un pasado del futuro. Es ahí, en la
manera de dotar al guión de un tiempo histórico, donde se aprecian los trazos
de una primera supervivencia narrativa: el apócrifo.
El apócrifo es una de las formas de continuidad estándar
para conservar las ascuas del mito. No basta con producir –o robar- el fuego,
es necesario conservarlo. Cuando el mito se convierte en relato troncal, la formación de las nuevas ramas queda restringida. La institución pertinente se encargará de
regular cuándo y cómo pueden brotar. La gran ventaja con la que ha contado Villeneuve reside en la clausura de un Blade
Runner (Ridley Scott, 1982) original que, como todo buen mito, ya había adquirido
forma gracias a las aportaciones de diferentes apócrifos. Su clausura, acto decisivo
para conceder oficialidad al relato, flaqueó. Los remontajes
hicieron que el mito nunca accediera al dogma, ni siquiera cuando se cerró la puerta del ascensor. Demasiado tarde para el final cut. A lomos del unicornio plateado, el apócrifo volante había germinado entre fotogramas. Deckard no sabía cuánto duraría aquella huida, un poco y un mucho a lo Thoreau, con el bosque y la artesa glaciar a sus pies.
Así, de la misma manera que el mito requiere del apócrifo
para recobrar la continuidad, el apócrifo necesita de otra fórmula que habilite
su expresión. En este caso se trata de una segunda supervivencia: la
redención. Se continúa, primero, por una necesidad de conocimiento y, a continuación,
por una restitución. Hasta el momento, la cadena narrativa se compone de mito, de
apócrifo y de redención. Falta la manera de hilar esta trinidad. Es aquí donde
Villeneuve introduce el conflicto: el principio arqueológico y filológico siguen
rigiendo como métodos. La ciencia y la Historia, la investigación,
la recuperación y la interpretación de los datos perdidos, fragmentados y
corrompidos. En definitiva, asistimos a la eterna paradoja de la ciencia
ficción: elaborar relatos posibles pero improbables a partir de pautas
narrativas ancestrales. Este enfrentamiento va más allá de las estéticas retro
tan amigas del género. No se trata de encontrar los ecos del aleteo de un Cadillac
en las molduras de una nave espacial. Me refiero a un acto estructural del
pensamiento, no a la cosmética, no a la cinefilia.
Wallace tiene un propósito: invadir el Edén, recuperarlo. Le
sobran medios, pero carece del sustrato real para conseguirlo. Con la pulpa bíblica velándole los ojos, asistimos a la síntesis del lugar sagrado: Edén, Arca, Templo de Salomón y Calvario. Todos desaparecidos y, sin embargo, presentes.
¿Cuál es la ruina inmediata del Edén? El esqueleto de un árbol, solo su leña;
los trozos de gleba, solo su tierra. Junto a los plásticos de una granja de
proteína animal, el árbol del conocimiento ni siquiera se yergue por sí mismo, una sirga
lo apuntala. También a sus pies, custodiado por alhelíes y raíces de otro
tiempo, un osario que fue último y, de manera simultánea, primigenio. Del Génesis a la genética, del Antiguo al Nuevo Testamento, Villeneuve
solo puede contar el futuro a partir del pasado. De uno concreto pero nunca
verificado por el canon de la propia confesión. Cuando Cristo clamó desde el
madero, lo hizo con la calavera de Adán a sus pies. Cráneo regado de sangre: fertilidad, renovación y elevación del mundo. La calavera de Adán, etimología, forma y símbolo
del Gólgota, guardaba bajo su lengua ausente las semillas del árbol que sirvió
para tallar la Cruz. Renovación, pero también continuidad, descendencia y perpetuación.
Esto es importante: el relato no muere porque los restos sobre
los que trabaja no son vestigios, esto es, materia que ha perdido su función;
sino ruinas, materia precaria pero mínimamente operativa, esto es, supervivencias. Una
estrategia narrativa que, atendiendo al medio donde acontece, también es comercial
y social: la saga cinematográfica y el tímido discurso de género. Es así como funciona
el relato apócrifo, mediante el ligero desvío de la ortodoxia, mediante suaves
transgresiones que la hagan más seductora. ¿Por qué restringir tus fuentes a la Biblia cuando puedes explorar
la Cueva de los Tesoros?
El árbol y los huesos o el árbol como hueso. Una idea
brillante para el encadenamiento orgánico de la historia. Haríamos bien en
emparentar las grietas de su tronco con las de la pelvis femenina sajada por el
bisturí. En ausencia de savia y de médula: desecación, fractura y corte. Tejido
doliente, cicatriz, rúbrica del parto. Es aquí donde Rachael ejerce de nueva Eva mitocondrial y de nueva Lucy. En la estructura de su pelvis, en
su prometedora pero insuficiente humanidad. Allí donde el acetábulo de Lucy
alumbró la bipedestación, Rachael hace lo propio con la nueva concepción. Se
cumple una máxima biológica y arqueológica: antes que en el cerebro, la
humanidad arraigó en la pelvis.
Asistimos al desenlace definitivo de esta continuidad
mediante un término que es la acción y la parte del cuerpo blando desaparecido:
la excavación. Exhumado el esqueleto, la obstetricia forense verifica el suceso acaecido en la excavación pélvica de la replicante. Pero he dicho desenlace definitivo y quizá me he precipitado. De aquel canal de parto, de aquel canal cinematográfico, nació el eslabón perdido de la evolución. La vida de aquella muerte es presentada
de manera indirecta a través de la vegetación. La Doctora Ana Stelline ya no es
la individualidad del árbol, es la colectividad del bosque. Ya no se trata del espécimen (el pasado), sino de la especie (el futuro). Ella misma es un
apócrifo interpuesto y redactado por el síndrome de gálatas. Disturbios genéticos que quieren
disimular la epístola del converso: «Dios
envió a su hijo, nacido de mujer» (4:47). El hijo, bajo el signo de los tiempos
donde el cráneo de Adán devino cráneo de Eva, es hija.
Con
todo, la gran ironía de esta peripecia es más terrenal. Diría que es hasta simpática. En medio del discurso casi siempre
mojigato sobre el juego de los dioses, la profanación del lugar sagrado y de la vida sigue claudicando, como en la
leyenda de Bécquer, ante los ojos verdes. Rachael, fuego fatuo, amasijo de fósforo, de sales y de calcio, fantasma diegético digno de una película de Mankiewicz, mantiene
el guión iluminado. Toda la película se sostiene gracias a esta declaración de amor al
fantasma… hasta su aparición. La acartonada celebración del
aura acarrea que su gran virtud –la elipsis, el sacrificio, la unicidad y el ascendiente-
se desmorone. Ella tenía los ojos verdes, balbucea Deckard. Lo peor de la
escritura no es la cursilería, tampoco la deducción (quien sabe si voluntaria o accidental) sobre la impotencia digital, ni siquiera la obviedad de los ojos verdes como paraíso perdido y trasunto edénico del alma, sino su manifiesta imperfección. El Apagón arruinó los datos, apenas quedan números rotos, tarjetas de voz y, oh
fortuna, un escombro visual del Voight-Kampff. Un plano detalle de su ojo con la pupila
negra, la esclerótica blanca y el iris… verde.