«Quien se equivoca es quien no entiende todavía su
destino.
Es decir, no entiende
cuál es la resultante de todo su pasado
que le indica el
porvenir».
El oficio de vivir (Cesare Pavese)
Antes de la modernidad, uno de los fundamentos de la puesta
en escena era la atribución de los niveles de conocimiento. Dentro y fuera del
cuadro, más allá y más acá de la pantalla. Consecuencia del trabajo de guion o
de puro y espontáneo acontecimiento audiovisual, la distribución de los niveles
generaba vértices. De ahí que la aparente linealidad del cine clásico estuviera
repleta de rincones. Rara vez de líneas rectas y sí, las más, de quebradas y
vectores. Actor, cineasta, fotógrafo, director de arte, espectador y hasta el
paisaje participaban de un juego escalonado. Los vértices se afilaban en los tiros
y en los movimientos de cámara, en las miradas y en los cortes, en las fuentes
de luz y en los pliegues de sombra, en la ubicación y en los desplazamientos de personajes y de objetos. Esto es, la puesta en escena del cine clásico no era
horizontal, era jerárquica sin caer en la tiranía piramidal. Esta última
llegaría con el autor encumbrado a hombros de la modernidad.
Durante el último tercio de Retorno al pasado (Out of the past, Jacques Tourneur, 1947), integrando la serie de trampas y fingimientos en torno al conocimiento, un Jeff Bailey ignorante da la espalda a la muerte. En lo alto de un risco, el sicario Stefanos carga el brazo para abatirlo. Escarpe abajo, a la orilla del río, el Chico –joven sin nombre– lanza la caña, engancha el hombro con el anzuelo y lo derriba. Tourneur ha construido más que un triángulo rectángulo donde la bala iba a ejercer de hipotenusa, un escaleno tieso como la soga de un cadalso. Lo ha construido y se ha echado a un lado. En la base, Bailey y el Chico, en la cumbre descentrada, Stefanos. Con todos sus ángulos desiguales, hay contigüidad y relación, pero no hay equivalencia. Hay discrepancia, hay drama porque cada uno de los lados posee una naturaleza particular: la del sedal (Chico→Stefanos), la de la mirada del que sabe (Chico→Bailey) y la del recorrido frustrado de la bala (Stefanos→Bailey). La discapacidad del muchacho sordomudo facilita la elaboración de una escena que habría decaído con la prosa del grito. Qué duda cabe, es una situación pintoresca, pero no ha lugar a la incredulidad. Todo es real, todo es suspense, todo es verosímil. Y todo es destino. Para comprobarlo, es necesario regresar a la primera secuencia de la película.
Después de rematar los genéricos a bordo del automóvil, Stefanos se detiene en la gasolinera de Bailey. Desciende y, con desprecio, llama la atención del Chico que trabaja en cuclillas sobre un neumático. Ni al llamado, ni al sonido del claxon, solo al lanzamiento de una cerilla atiende el muchacho. Es ahora cuando encontramos el embrión de la composición por venir: la altivez del sicario, la vanidad de las alturas y la enhiesta sensación de inmunidad, frente a la astucia del ayudante, la seguridad física de un cuerpo recogido, la sabiduría escondida y siempre subestimada del discapacitado. Una de las estrategias del cuerpo en sociedad es la de intentar influir sobre el criterio de dominación. Muchos animales hemos sido capaces de convertir la debilidad en una ventaja, en una ficción: hacerse el muerto o, en este caso, hacerse el tonto.
A continuación, el plano se abre y el incomparable tándem
Tourneur–Musuraca reúnen a la pareja ya enfrentada dentro del cuadro. Uno de los aforismos de
Jacques Tourneur rezaba que la cámara no lo podía ver todo, mientras que él sí.
El cineasta renuncia a la cúspide la modernidad para profundizar en el
escalonamiento clásico. Es decir, Tourneur ayuda a la cámara, y con ella al
espectador, a compartir su butaca en el panóptico. Anunciada la profecía bajo
la forma de una intuición en el primer plano de la escena, la inevitable grúa de la estación de servicio
dicta sentencia: Stefanos será enhebrado por el Chico. El vínculo queda
literalmente hilvanado por otro tipo de sedal. Stefanos gira la mirada hacia la
horca mientras pasa un coche de policía, ríe con suficiencia ante las poleas del
cabrestante y abandona la imagen sin saber que acaba de experimentar la audiencia de su juicio final.
Cioran decía que «la
profecía es la actualidad del futuro, como la pesadumbre lo es del pasado». Aquí y ahora, en este
presente encadenado, se concilia el peso de las dos temporalidades. El presagio
de un cuerpo que caerá. El pasado que no cesa de volver, el futuro que no deja
de llegar. Ante la imposibilidad de no poder ser en el presente, «transformamos el pasado
y el futuro en presencias».
Tal es la estrategia empleada por Tourneur: disparar el presente continuo de la
imagen estática, valerse de una construcción temporal intensiva para dejar en
el aire otra extensiva. Al pasado carnal, al pretérito imperfecto de un
homicidio, le acompaña el futuro perfecto, el despliegue irremediable de un deus ex machina invertido. Entre ambos,
el inconsciente del espectador, un condicional en mente, la perífrasis de
quien, estando convencido, no se atreve a imaginar. La imagen que invita al
ejercicio de conciencia que media entre la intuición y la voluntad.
Porque la imagen no nos deja en ascuas, sino que es ascua en
sí misma, razón en precario, fuego en letargo, cosa por conocer, sustancia y
posibilidad. La imagen que se abre bajo promesa de cerrarse. La imagen cuyo
aroma nos despierta un recuerdo, pero también un augurio. La imagen–flor que,
carente de ordenación fractal, acoge la idea bajo la robusta geometría de
los metales. El triángulo primigenio donde, en ausencia del tercer vértice, la
elegante autoridad de la metáfora convive con la soberanía gris y metalúrgica
de la materia. Como en la tragedia clásica, todo está dictado; libre albedrío
petrificado.
NOTA
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