«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Tiempo [6x6] [AP-JC]

Yo no sé de la infancia
 más que un miedo luminoso
 y una mano que me arrastra
 a mi otra orilla.
 Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado.


  • PIZARNIK, Alejandra, "Tiempo", en "Las aventuras perdidas" (1958), Poesía completa, Barcelona: Lumen, 2001 (reed., 2016), Edición a cargo de Ana Becciu.
  • SUSPENSE (The innocents, Jack Clayton, 1961).

Pestilent movie

¿Qué sucede a nivel dramático, narrativo y formal cuando se utiliza el negativo dentro de una ficción convencional? Aunque parezca lo contrario, tal vez ocurra poco o nada. Algún día me gustaría ensayar una respuesta. Mientras tanto...

Pestilent movie
Un fotograma,
uno solo.
Hendido por la luz que
cae.

Pleonasmo luciferino que
engendra
la imagen húmeda,
lúbrica, pestilente.

Verónica desenfocada
dejada al viento, encarada al sol.
Mustia, crepita y
cede.

Promesa química
incumplida.
Prole de esquirlas,
ciento treinta y siete mil ciento doce.

Un fotograma,
uno solo.

Moraleja 1: La ruina no es la muerte, es el parto de la piedra.
Moraleja 2: El negativo es el mundo dispuesto a revelar el infierno que contiene y es.


FILMOGRAFÍA
  • Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F.W. Murnau, 1922)
  • Una mujer casada (Une femme mariée, Jean-Luc Godard, 1964) [imagen]
  • Pestilent city (Peter Emmanuel Goldman, 1965)
  • El demonio del desierto (Dust devil, Richard Stanley, 1992)

Y el mundo marcha

«No matter what happens,
the sun will rise in the morning».
Barack Hussein Obama.

Qué felices hemos sido. Y lo mejor de todo, sin saberlo. El mundo prometió acabarse, nos dio su palabra. Asumido el fin de los días y mientras se gestionaba el papeleo, quedó al cargo un negro enrollado. Bueno, un afroamericano. Un amante del jazz, del soul y del baloncesto. Un zurdo en suspensión. Nos calentábamos las manos en la taza de café mientras tocaba Miles Davis y cantaba Al Green. Hacíamos ejercicio, hojeábamos libros de Taschen y nos sentábamos en el parque. Pasábamos mucho tiempo solos, pero era puro recogimiento. Un acto de humildad para no presumir, para no provocar celos entre cientos de amistades. Hasta el cine, ese jeremías centenario, era feliz. Tan feliz que los críticos y gran parte de los espectadores habían consensuado la nueva mejor película de la historia: Boyhood (Richard Linklater, 2014). Todo se iba a ir a la mierda, pero con sosiego, con palmadas en la espalda y con Arte.


Regurgitada la flema, el abuelo, el mundo, se retractó: ¡Que no me muero, cojones! Ahora toca posponer el reparto de la herencia. Un legado que el abuelo deja en fideicomiso a un primate albino con un angora tiñoso en la cabeza. Y que si queremos ir al cine, que ahí tenemos la última de Clint Eastwood. No quería escribir esto porque ni siquiera he visto la película de Linklater, el cual me parece un gran cineasta. Tampoco la última de Eastwood, que todavía me parece muchísimo más grande. En ambos casos, he disfrutado tanto con su cine que no he tenido ni tendré inconveniente en esperar a que el mundo se vuelva a acabar para ver sus estrenos. Solo espero que, en el ínterin, el cine de Hollywood –incluido el de los dinosaurios venerables– no vuelva a convertirse en arma arrojadiza. Sobre todo porque durante los años que duró el apocalipsis, tuvimos tiempo y voluntad para rehabilitarlo. Ya no era un cine imperialista, ni un cine hueco y grosero entregado a la vieja retórica espectacular. Arrepentido de sus pecados, conmovido por las trompetas que tocaban a juicio, Hollywood había adquirido sensibilidad estética y moral. Sus imágenes ya no eran estiércol, eran humus caramelizado. Sus mensajes dejaban de ser unívocos y perversos para adquirir capas y capas de humanismo. Hollywood volvía a ser susceptible de mise en scène. Secuencias que analizar, minorías que integrar.

No sé si Mad Max. Furia en la carretera (George Miller, 2015) pertenecía o era Hollywood en términos de producción. Una parte seguro que sí. El caso es que era lo suficientemente "universal" y “anglosajona” para que lo pareciera. Mad Max se convirtió en el antichivo expiatorio. Los discursos sobre la película parecían enunciar la manera estándar de dignificación. El problema es que se trataba de dignificar algo que no lo necesitaba: eso que algunos llaman con condescendencia cine popular. Ese mainstream no necesitaba reivindicación porque siempre –de principio a fin del invento y solo variando formas y cantidad– ha entregado películas fantásticas independientemente del punto de vista desde el que se quieran analizar. En perspectiva, aquella operación resulta cada vez más burda. Empezando por el modelo propuesto para construir el antichivo de los halagos y terminando por el desfile de carcas pretendiendo (pos)modernidad. Y el término carca nada tiene que ver con la edad. En su empleo no hay rastro de metáfora generacional, si acaso intelectual.

La cuestión es que mi idea era escribir algo sobre el cineasta sudafricano Richard Stanley. Utilizar su cine, sus ficciones, sus documentales y sus cortometrajes para intentar imaginar lo brillante que podría haber resultado Mad Max en sus manos. Por desgracia, mi habitual dificultad para escribir crece en la ucronía hasta hacerse insoportable. En su defecto queda esta caricatura. El sesudo texto sobre Stanley no ha sido y no tengo ni idea de si será.

IMAGEN
Hardware (Richard Stanley, 1990)

Imágenes de la descomposición

«Voy a salir;
disfrutad el amor,
moscas de casa».
Issa Kobayashi (1762–1826)

«¿Habría que meditar la muerte
devorándola con los ojos?».
Georges Didi–Huberman

El equipo del biólogo George McGavin construyó un cubil doméstico y transparente. Insisto en la palabra cubil cuando podía escribir escaparate, cabina, caseta y hasta escenario. Conviene no olvidarlo: cubil, lugar de recogimiento animal; doméstico, relativo al hogar. Lo animal en lo humano. Esta madriguera paradójica, alzada y expuesta, fue poblada con objetos, alimentos y algún que otro insecto. El experimento consistía en esperar a que la descomposición hiciera su trabajo. La observación del proceso duró dos meses. En este tiempo vemos nacer, crecer y transformarse larvas, hongos, moscas y escarabajos. Y de manera indirecta también percibimos –vemos y olemos– lo invisible: los gases y las bacterias. Naturalezas muertas que constituyen la base y la fuerza de la vida en la tierra. Imágenes inmaculadas de lo inmundo. De lo quieto que se mueve, de la asombrosa motilidad de la muerte. Imágenes que cubren todo el rango temporal y espacial del ojo humano. Y el más allá. De los grandes planos abiertos con cuerpos y paisajes, a la visión microscópica pasando por el espectro infrarrojo y ultravioleta. Tiempo acelerado, tiempo condensado, tiempo ignorado, tiempo real. Tiempo, como la materia, reciclado. No hay, sin embargo, imágenes o técnicas originales, todo lo hemos visto y todo ha sido reutilizado y vulgarizado por el audiovisual contemporáneo.


A los que nos interesa la biología tanto como la imagen y sus desperfectos –ya sean accidentales o conscientes, analógicos o digitales– este documental nos sirve para seguir preguntando. Acostumbrados a la melancolía argéntica de los filmes descompuestos y a la crujiente hojarasca de píxeles, aquí tenemos que hacer frente a su envés:  a la descomposición en alta definición, a una suerte de putrefacta lozanía que diría Caballero Bonald. El documental registra con precisión lo banal descompuesto, mientras que el audiovisual experimental opta por lo contrario: por la degradación del registro y de la reproducción. La cocina burguesa deviene muladar donde un gorrino es licuado por las mandíbulas y la saliva de unas larvas. Un cerdo bajo cuya piel curtida solo restan huesos y pringue. Un cochino reencarnado en miles de moscas que responden con épica epistemológica a la pregunta de McGavin: ¿Quién dijo que los cerdos no vuelan?  Frente al cerdo metamorfoseado imaginemos una actriz –una estrella– desfigurada, avinagrada. Un rostro femenino calcinado sobre el celuloide, tal vez un beso ulcerado por las sales de plata. Carne y sentimientos desgarrados y, al tiempo, plastificados. Biología y química de la estética.

Del estudio de este tipo de imágenes se desprenden correlatos asociados a ciertos comportamientos evolutivos que, a su vez, generan tabúes y preferencias iconográficas. Veo el documental y, antes que en los cineastas y los fotógrafos de la teratología y del temblor estenopeico, pienso en Georges Bataille:
«Parece que nunca podremos enfrentarnos a la imagen grandiosa de una descomposición cuyo riesgo es, sin embargo, el sentido mismo de una vida que, sin saber por qué, preferimos a la de otro cuya respiración podría sobrevivirnos. De esta imagen solo conocemos la forma negativa, los jabones, los cepillos de dientes y todos los productos farmacéuticos cuya acumulación nos permite escapar penosamente cada día a la mugre y a la muerte».
Bataille terminaba aludiendo, como hará su tocayo y citador Didi–Huberman, al poder farmacéutico de la estética. “Se entra en la tienda del vendedor de cuadros como en un farmacia”, dirá el escritor. Bataille se reía, con razón, de la pestilente herencia platónica, del valor ansiolítico de la belleza, del pharmakon de las imágenes. Uno de los problemas de la estética ha sido su distribución y consumo con receta médica. No se automedique, lea las instrucciones de un uso que es consumo y consulte a su crítico de cabecera. Sin embargo, aquello que rechazamos por pura –bendita– adaptación evolutiva y por intoxicación neoplatónica puede generar, aquí en el hedor visual, una oportunidad, un remedio. Y mejor no confundir remedio con sanación. Derrida analizaba el fenómeno partiendo de la etimología griega: el remedio puede no responder únicamente al beneficio. El pharmakon es, al tiempo, cura y enfermedad, veneno y antídoto. Esos mismos hongos que nosotros empleamos para la sanación, tienen una raíz venenosa: la de un microorganismo en permanente colonización y disputa del territorio. Es una cuestión esencial, de la naturaleza de las cosas, pero también de su traslación contextual, de sus aplicaciones y de sus dosis.

Esto es biológica y estéticamente incuestionable. Somos nosotros los que insuflamos valores morales en objetos, en organismos y en imágenes que funcionan al margen, que no los necesitan. No consentimos una representación de la descomposición sin el atributo moralizante de la vanitas. Residuo ancestral de nuestro animismo exacerbado por milenios de civilización. Es más, la descomposición en tanto forma naturalista de gestionar la desaparición de la materia, genera un conflicto de intereses con las religiones monoteístas. Aquellas donde la carne deviene incorruptible y donde su desaparición va ligada a un misterio sublimado. Las moscas bien podrían haber levantado un culto propio a partir de ese gorrino eucarístico: comed y bebed, mi cuerpo en el vuestro; la eternidad.


Es posible que entre lo descompuesto registrado del documental y la descomposición del registro del experimental, quepa deslizar un tipo de mirada compuesta. Es decir, lejos de la mirada milagrosa, pura y taumatúrgica, hacer surgir otra capaz de olfatear un fuera de campo putrefacto que, más pronto que tarde, volverá a formar parte de la cadena alimenticia, de la cadena cultural. Una mirada que ante la descomposición sea capaz de detectar los excesos de la moral y los riesgos de la fascinación. La evolución modeló nuestros sentidos para el rechazo frontal de la putrefacción, la estética melancólica nos permite el simulacro. Un simulacro parcial y con riesgo de caer en la autocomplacencia.

BIBLIOGRAFÍA
  • DERRIDA, Jacques, La diseminación, Madrid: Fundamentos, 2007.
  • DIDI–HUBERMAN, Fasmas. Ensayos sobre la aparición 1, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • MOLINUEVO, José Luis, Retorno a la imagen. Estética del cine en la modernidad melancólica, Salamanca: Archipiélagos, 2010.

IMÁGENES
The strange science of decay (Fred Hepburn para BBC, 2011)

El mundo sobre los hombros

La trilogía de Apu concluye con el hijo a hombros del padre. Para mí, uno de los momentos más emocionantes de la historia del cine. Apu, titánico como Atlas, aguanta sobre la cerviz el peso del mundo, el peso de un hijo. Ese tipo de carga que se desvanece entre ríos de entusiasmo. San Cristóbal vadeaba trabajosamente el río real y simbólico con Jesús encaramado a la chepa. Apu se limita a caminar por la orilla. La sensación de esfuerzo triunfal es similar en lo sagrado y en lo profano. Esto es, en las pinturas y en los fotogramas. Satyajit Ray se olvida de las piernas, prefiere los rostros. Las proverbiales ojeras del protagonista adquieren sentido. Hay algo atlético y vulgar en las piernas masculinas, por santas que sean.

En un momento del cuarto episodio de Historie(s) du Cinéma (1988-1998), Godard recoge ese plano de El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959) y lo convierte en uno de sus habituales criptogramas. Pasamos de las leyendas de Reprobus a la intertextualidad de Jean-Luc. Decía Didi-Huberman que el pensamiento se hace al objeto que aparece. Cierto, hay una razón evolutiva en ello. Lo cual no implica que ese pensamiento se haga siempre al objeto, a la imagen, de la manera más apropiada. El mío nunca se ha hecho por completo a la sucesión de sobreimpresiones y de textos que desfilan sobre la imagen del director indio. Aun menos si de fondo suenan los violines de Bernard Herrmann y su conversación con Daney —y Brecht de invitado— sobre esa Historia con "H" mayúscula que es la proyección cinematográfica.


No creo que de la unión de estas imágenes se desprenda un mensaje. Tampoco la aritmética de un recuerdo. Ni siquiera el intento por reorganizar la lógica despiezada de un sueño. Courbet, Bresson, Pasolini, Charles Walters... El origen de un mundo anillado sobre el final de otro. En la vulva de Courbet y en la estola no menos hirsuta de Ann Miller hay más de la tozudez de Nietzsche que del devenir de Heráclito. Más letras que palabras. Las segundas cambian y hasta admiten polisemias, las primeras retornan para permanecer. Capas, fragmentos, trazos, fantasmas, fluidos de belleza primordialde belleza fatal. En un momento determinado, el brazo de JLG parece entrometerse entre el padre y el hijo. El cineasta, quizá, debería hurgar en su inconsciente para saber qué quiso decir. Si es que quiso decir algo o si es que quiso decirlo todo.

IMÁGENES
Histoire(s) du Cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998)