«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

El frufrú de la imagen

El cine resplandece en el contrasentido; es una vanidad trascendente. Otra de las derivadas artísticas que no tuvimos más remedio que inventar. El cine es una banalidad y un capricho necesario, un adjetivo con propiedad verbal. En su día tuvimos gritos, golpes, sonidos y lenguajes rudimentarios, pero también huesecillos y membranas en la puerta de la garganta y en la gruta del oído que vibraban de una manera especial, una que nos reconfortaba como ninguna otra al escuchar el aire entrando y saliendo de la tráquea y de la caña de huesos ajenos perforados a intervalos. Huesos cuyos tuétanos nos habían acabado de alimentar. Nos acicalamos, nos decíamos y nos queríamos con el ocre y la ceniza de los cuerpos. Como el lobo de Caperucita, nos pintamos los ojos y la boca para vernos y comernos mejor. La fuente cerebral de las narraciones rebosó hasta inundar toda nuestra cultura material. Poseídos por ardores de niño, garabateamos las paredes. Las llenamos de geometrías, de abstracciones, de figuraciones oníricas y naturales, de visiones interiores, de los impulsos eléctricos de nuestro nervio óptico, de animalejos y de manos. Antes que corazones dibujamos vulvas y penes, nalgas y pechos. Los modelamos, los tallamos en piedras y, como no, en huesos. Marcábamos con rudeza sus orificios y dilatábamos sus curvas porque aquellos trazos y relieves eran nuestro ser más sincero, la única metafísica ineludible del momento: la del sufrimiento y la del placer, la de una violencia mechada de humanidad, la del abandono y la del cariño, la de la muerte y la creencia, es decir, la del amor en ciernes, la de la familia y la conservación de la especie. Más tarde llegaríamos a dibujar corazones, a traspasarlos con flechas y a escribir poemas sobre sus heridas y alegrías. Y lo hicimos solo porque antes, durante decenas de miles de años, habíamos cultivado nuestra indecencia más ingenua y natural.

No recuerdo la fecha exacta, solo sé que fue posterior al Paleolítico Superior y que pronto se cumplirán veinte años desde que empecé a escribir de manera no reglada sobre cine. Y de tal manera continúo haciéndolo. En la razón y en el albedrío, con sencillez, más como terapia que como divertimento, de manera desinteresada en un 90% de las ocasiones, en una intimidad casi lunar, asediado por el ruido del sol y de la gente, en medio de una tranquilidad plateada y frágil por quebradiza. Esta efeméride carece de importancia porque ni siquiera es significativa para mí. Sin embargo, sirve para recordar que eso que ya consideraba una maravillosa trivialidad, como el juego que siempre había buscado sin encontrar, uno dúctil e infinito, uno que jamás sería capaz de aprender por completo, un laberinto en el que perderse y prolongar la deriva sin angustia, era examinado de manera muy diferente por otra parte del público y del oficio.

La primera crítica de cine propiamente dicha que escribí fue para un clase de posgrado. Mi libre elección fue Los ángeles de Charlie: Al límite, la secuela de un éxito estrenado el año en el que hubo de acabarse el mundo. Aquel muchacho obsesionado con el cine mudo, devoto de Murnau, admirador de Lubitsch y de Ford, estudioso de los saltos de manivela de Méliès y de cómo la evolución tecnológica había condicionado (o no) la percepción y la estética del aparato, devorador de cuatro, cinco, seis y siete películas al día y coleccionista de VHS que en la actualidad visitan con periódica paciencia y sin nostalgia los contenedores del punto limpio de la ciudad, estaba interesado en una película dirigida por alguien que ni siquiera tenía un nombre corriente que pronunciar más allá de la guturalidad; un tal McG. La había visto un viernes de estreno en la sala de un centro comercial, un espacio suburbano de película de terror, un lugar nacido decadente a medio abandonar por  matrimonios y adolescentes, vigilado por maniquíes con insomnio, atravesado por pasillos enlucidos por el capitalismo trasnochado con rejas doradas y vestidos de saldo, con aroma de hamburguesa, palomitas, cosméticos y lejía, acompañado de un amigo y de tres o cuatro señoras a las que no hacía falta recordarles la vejez.

Me pareció una película espantosa, y sin embargo, del todo interesante y adecuada al contexto recién descrito y al general, al superior, al histórico del nuevo milenio. En rigor, creo que la severidad de mi juicio y de mi gusto se debió a que perdí cualquier interés una vez concluida la primera secuencia. Para ser exacto, una parte mínima de la primera secuencia. Cameron Diaz había cabalgado un yak mecánico de manera acrobática y aquel acto había sido suficiente. Veinte segundos y veinte planos después, mi mente era incapaz de procesar más imágenes en movimiento. Estaba fascinado, me había invadido una sensación de prosperidad intelectual al comprobar que las coletas doradas de la actriz rimaban con el aspecto lanudo del bóvido. Que la pornografía no era una opción y que asistía a un todo suave rematado por sonrisas, rizos y puntillas. En medio del humo y de la mugre, una nube de blancor. De entre la carne y los tejidos surgía un rumor, un murmullo visual que al caer llegué a identificar como el frufrú de la imagen. Un roce en el párpado, un pliegue del tiempo y del género que me permitía conectar pasado y presente con absoluta naturalidad.

Las epifanías suelen aparecerse como la Virgen, es decir, no acontecen, pero en su ficciones lo hacen envueltas en una suerte de luz culta, cegadora e inefable. La mía no. Mi alumbramiento fue como el de Jesús, de establo humilde, de estiércol y madera, de amparo sucio y cálido, banal y profundo, esto es, fue una intuición más que una revelación; un deseo de conocimiento. El preludio de una hipótesis, la primera fracción de cualquier futuro, la palabra inicial de todo discurso. El silencio que quería ser dicho, la ignorancia hambrienta y vergonzosa. Entiendo que otros adquieran el poso docto y erudito del cinematógrafo frente al océano de conciencia contemplando el final de Solaris, escuchando a Dios callar bajo el sol de medianoche, en el tacto bípedo y eléctrico de un monolito, en la mano tendida de Johannes, en las dendritas luminosas de Brakhage, en el dobladillo del pantalón del Chishu Ryu, en la bruma norteña de Antonioni, en la habitación roja del agente Cooper y en los soliloquios de Bresson, pero no fue mi caso. Los conocía a todos, los adoraba con pasión cinéfila, pero aquello era distinto. Rifles, botellas, dagas, cigarrillos, tótems… falos (existe una etapa en la vida de cualquier crítico donde su mirada, después de haber leído dos párrafos de Freud, solo alcanza a ver falos) por doquier acechando a una mujer que no necesitaba nuestro sermón porque contaba con todas las armas necesarias para el ataque.

Tal fue mi postura crítica en un texto de, supongo, no más de 500 palabras que, después de una labor arqueológica exhumando mi primer ordenador de escritorio, he sido incapaz de encontrar. Quizá porque estuviera manuscrito o, más probable, porque no lo considerara digno de guardar. Así, alrededor de Cameron Diaz convertida en malvavisco a punto de ser calcinada en la hoguera evolutiva de nuestra especie, enlacé ideas sobre el cine contemporáneo y las fórmulas integrales del blockbuster. De la producción a la exhibición pasando por los artefactos más mundanos del público y de la puesta en escena. La corrección, o mejor dicho la reacción del respetable profesor fue advertirme de que aquel enfoque «no era serio». Que había desperdiciado el espacio con asuntos sin relación con la película y que, para más inri, era frívolo. A su primera apreciación no tuve ninguna objeción porque era consciente de ella. Veinte años después sigo haciendo lo mismo.

Su segundo aviso, coronado por el halo de la frivolidad, no pude entenderlo. Para mí era todo lo serio que podía concebir un veinteañero porque, entre otros motivos, lo frívolo del cine suele solaparse con lo serio. Mi esfuerzo por madurar y mi concepción de la gravedad del arte quedaron dañados de inmediato. Introvertido, no fui capaz de replicar que ese vaivén iconográfico, rediseñado y deformado por milenios y civilizaciones, era el agua que corría Historia abajo porque una vez inclinada no le quedaba más remedio que hacerlo, y que al llegar abajo, a esa mañana calurosa de comienzos de siglo, se había perdido, se había evaporado sin dejar de ser el mismo río. Que aquello era el Camarín de las vulvas de Tito Bustillo en celuloide y que, en ese punto, tampoco deseaba renunciar al elogio sincero del cuerpo femenino, de su sexualidad y de cualesquiera funciones animales que albergaba. Y como apostilla, que la célebre vinculación altamirana del cinematógrafo no era tecnológica, que no yacía en las extremidades del bisonte moviéndose como las del perrito futurista de Balla, sino en esa discontinuidad aparente que propicia la necesidad fisiológica de las narraciones. Y que esta era de fuego, de una mística material, de goce y azagaya, de lanza y piedra, de carbón vegetal y carne roja, de mirada al cielo y al suelo, primitiva y cavernaria por muchas homilías y penitencias que utilizáramos para sofocarla. Y que, por supuesto, admitirlo no suponía entregarse a ella, tan solo el primer paso para la emancipación.

Explico esto porque ni siquiera la histeria actual es nueva. No son necesarias las redes sociales, los medios amarillos, la putrefacción universitaria y los intereses cruzados para establecer un delirio colectivo sostenido por predicadores y Estudios Culturales. También para recordarme a mí mismo que, en medio de un tremedal, todavía es posible caminar con firmeza. Que los prejuicios y los dogmas castran, que los vertederos esconden minas de diamantes y objetos aún más valiosos: pequeños fósiles, viajeros en el tiempo, muecas de calcio, matices y vestigios cerebrales, supervivencias visuales que abandonan la morfología de las luciérnagas por la de unas coletas al viento con la promesa de seguir completando nuestro registro evolutivo. Nuestro ansia por saber que no somos demonios, sino qué demonios somos.

Tiempo cicatrizado. Formas del pasado en los wésterns de Anthony Mann

Dentro de las activades de la Semana del Audiovisual Contemporáneo de Oviedo, se ha publicado un volumen colectivo coordinado por Carlos Losilla. La temática del mismo da título a la obra: La memoria en imágenes. Mi colaboración, 7500 palabras abiertas por una flecha y cerradas por una cicatriz, es un ensayo sobre las diferentes maneras de enunciar el pasado sin recurrir al uso del flashback. Es decir, un texto para explicar por qué algo no acontece. Bajo la imagen de Julia Adams, la introducción. La referencia completa es la siguiente:

AMABA, Roberto, "Tiempo cicatrizado. Formas del pasado en los wésterns de Anthony Mann" en LOSILLA, Carlos (coord.), La memoria en imágenes. El tiempo y el recuerdo en el cine y más allá, Gijón: Ediciones Trea, 2021, pp. 229-252.

Ningún pasado es inmune,

por su conversión en mera representación,

a la maldición del presente empírico

Minima moralia (Theodor Adorno, 1951)

 

Mi voz persigue lo que mis ojos no pueden alcanzar

Hojas de hierba (Walt Whitman, 1855)

En el tercer acto de la segunda parte de Enrique IV (1598), maese Shallow exclamaba: “¡Las cosas que hemos visto!” (…) “¡Jesús, los días que hemos conocido!”. Sobre los puntos suspensivos, hilando asombros, sir John Falstaff evocaba la energía de lo vivido no con esa visión a la que invitaba su compañero, mas con un sonido que compendiaba el espíritu de una época: “Hemos escuchado las campanadas a medianoche, maese Shallow”. Qué duda cabe, Shallow, Falstaff y el antiguo príncipe habían visto brillar rayos C en la oscuridad. Lo hicieron mucho antes que el replicante ario y bastantes siglos después que el profeta en Patmos. Aquel pasado arrebatador, repleto de suertes y desdichas, no podía quedar reducido a la vista, ni siquiera a todas las cosas vistas. La resonancia contenida en aquel heroico tañer del bronce, viajaba a través del tiempo hasta alcanzar el presente.

Con el eco de las campanadas desvaneciéndose en el éter, pensemos en todas las cosas que vemos al cabo de un día. Repitamos el ejercicio con todas las que no vemos. Estas últimas, abrumadora mayoría, no se extinguen por el hecho de no aparecer en nuestro campo de visión. El árbol, en la fronda, sigue cayendo. La espera, la ausencia, el vacío, el silencio, el olvido, la desaparición y la muerte no dejan de formar parte del fantástico mundo de lo real. Estos intervalos que se resisten a ser colmados, son pautas indispensables en la construcción del mundo y de sus historias porque, en rigor, no dejan de ser diferentes entonaciones de la materia. Entre la tortura de asistir a todas las cosas vistas, es decir, entre el método Ludovico y la ceguera nuclear de Hiroshima (“Tú no has visto nada en Hiroshima, nada”), adoptamos a Falstaff y a su sentencia con aires de sinestesia como lo que es: el tropo sensorial de la memoria en tanto facultad biológica y estética compleja, desbordante y, en última instancia, indescifrable.

Una posibilidad, una técnica alternativa del pasado recobrado que podrá servirnos de ayuda dentro del dispositivo visual por excelencia: el cine. Aquí hablaré de un tiempo pasado e irresuelto que encuentra en el cine un medio de producir y de tejer un presente que no concibe la ausencia como quebranto, sino como la única forma posible de reparación. Una temporalidad cinematográfica desligada de la exposición directa ante los ojos que pretende y que alcanza una vivencia empírica equivalente. En concreto, expondré algunas de las razones por las que el cine no hace un uso eventual o sistemático del flashback. Es esta una idea frágil porque nos empuja hacia lo contrafactual. Y si la literatura cinematográfica abraza con frecuencia indeseable la especulación, aquí habré de extremar la prudencia. La necesaria para evitar que este punto de partida contrafáctico, no aboque al texto a un desarrollo acientífico. Habré de descubrir los hechos derivados, los efectos secundarios de una no-elección y los indicios que mediante suma conformen las pruebas. Escuchar el repique nocturno de la imagen ausente; vislumbrar, al trasluz, las renuncias. Hozar en la materia oscura de la imagen que no está presente, pero que tampoco está perdida. Más que a una latencia, esperar y confiar en una potencia de la imagen.

Observando los reemplazos, las variaciones y los movimientos de los que dispone el cine para enunciar el pasado, descubriremos transformaciones que, sin llegar a comprometer la semántica del evento, concuerden en tiempo y sentimiento. Solo así cabe plantear la siguiente hipótesis de trabajo: el pasado puede estar contenido en el presente ineludible de la imagen. Un pasado que se resiste a ser elidido y que podrá ser representado sin necesidad de elaborar una puesta en imágenes de los hechos. La imagen que en lugar de remitir o delegar, asume y aglutina el tiempo. Concibamos entonces la imagen como un testigo geológico donde los estratos se suceden dejando constancia del devenir. De una historia repleta de grandes sucesos, de eras perpetuas y de cataclismos, pero también de pasajes y paisajes efímeros, de milagrosas burbujas de oxígeno y de microscópicos granos de polen que nos susurran con elegancia la vida remota.

El corpus donde poner en práctica este análisis ha de ser, lógicamente, parcial. Si el uso del flashback requiere de escenarios diferenciados para conocer sus mecanismos y funciones, el no-uso también debe limitarse a contextos y casos específicos. Considérese este texto una aproximación, nunca un inventario. La elección ha sido realizada partiendo de un marco general delimitado por el género wéstern, hasta llegar a otro particular compuesto por los once que Anthony Mann dirigió entre 1950 y 1960. La justificación de este corpus atiende a un doble criterio: es operativo y posee representatividad. Más allá del consenso crítico y académico que despierta este ciclo de películas, su posición como canon interino del género –como lugar para reflexionar sobre una práctica que no acaece– está sustentada en datos objetivos. Me refiero a una diversidad de producción que nos devuelve un panorama sucinto del sistema de estudios de los años cincuenta.

De las ocho compañías que dominaban Hollywood, y por consiguiente el mundo, Anthony Mann prestó servicios durante la década a dos de las cinco grandes (Big Five): Metro Goldwyn Mayer y Paramount, así como a otro par de las tres pequeñas (Little Three): Universal y Columbia. Además, trabajó para productores como Nicholas Nayfack, Hal Wallis y Joseph Hazen, William Goetz, Walter Mirisch, George Seaton y William Perlberg. Pero más importante para nuestros intereses será notar esta variedad en la escritura. Durante este periodo, Mann colaboró con algunos de los guionistas más prestigiosos de la industria: Borden Chase, Charles Schnee, Guy Trosper, Philip Yordan o Dudley Nichols. El poder de la letra tras la imagen, y el de la imagen que nos sigue empujando hacia la letra, será decisivo para comprender este pequeño viaje a las praderas norteamericanas de finales del siglo XIX.

IMAGEN

Bend of the river (Horizontes lejanos) (Anthony Mann, 1952)

Jean Epstein: un sentimiento oceánico

Como decía en la reseña de Escritos sobre cine, en mayo de 2020 la editorial Shangrila publicó un volumen colectivo sobre Jean Epstein con ensayos de Joël Daire, Alberto Ruiz de Samaniego, Nicole Brenez, Josep M. Català, Roberto Amaba, Christophe Wall-Romana, Érik Bullot, Daniel Pitarch y Mariel Manrique. A continuación, procedo a copiar la introducción de mi texto. El original consta de unas 13.000 palabras nacidas de un rostro. La referencia exacta es: AMABA, Roberto, "Jean Epstein: un sentimiento oceánico" en RIVIÈRE, Pasión, Jean Epstein. Cine, poesía, filosofía, Valencia: Shangrila Textos Aparte, pp. 120-166. (Enlace a la ficha en la web de la editorial)

Jean Epstein en los tiempos del sensacionalismo. Tal fue el título de trabajo durante la preparación de este artículo. En última instancia decidí apartarlo de la cabecera, pero no del cuerpo que la sustenta, por dos razones. Primera, no conviene utilizar el nombre del sensacionalismo en vano. El fenómeno es demasiado poderoso para agitar el espantajo desde el comienzo. Segunda, el legado audiovisual y literario de Jean Epstein quedaría limitado a un enfrentamiento sobre el que, decididamente, se eleva. Estos años de siglo XXI han sido, qué duda cabe, los del sensacionalismo, pero también los de una oportunidad única para el examen de sus fuentes. La diversidad de un momento histórico no puede quedar reducida a etiquetas, y menos a una absurda rehabilitación de la inocencia perdida. Hacerlo supone una mala praxis técnica, pero también moral. Sería erróneo e injusto proclamar que el estado de las cosas viene dictado por un solo relato sentimental. Asumida la decadencia como otro estado natural de la materia, se trata de proclamar que la realidad no equivale a lo que damos en llamar corriente dominante.

El sensacionalismo podría considerarse uno de los subproductos semióticos y afectivos que, parasitando las expresiones culturales, median entre las pulsiones y las estructuras de poder. Como parte inherente al desarrollo emocional de la especie, el sensacionalismo se ha diversificado y refinado hasta el límite de hacernos dudar, como si fuera el mismísimo Diablo, de su existencia. Igual que sucede con la propaganda y la información, una de sus estrategias es la de travestirse y cambiar de nombre. Es en esta situación de tránsito e indefinición donde resulta especialmente valioso recuperar la obra de Jean Epstein. Me refiero a su capacidad para el retrato de las pasiones básicas desde la serenidad. O dicho de otra forma, cómo armonizar los sótanos del instinto con los áticos del intelecto. Para ello tomaré la secuencia culminante de una de sus películas: El oro de los mares (L’or des mers, 1932). En ella, la joven protagonista de nombre Soizic, quedará atrapada en un banco de arenas movedizas. Una vez liberada presentaré, en un cara a cara literal, otra imagen que la memoria del espectador ha convertido en icono: la niña Omayra Sánchez en la tragedia de Armero (1985).

La escena elegida resulta apropiada porque asume el núcleo de los postulados teóricos y prácticos que el cineasta cultivó durante los años veinte. A su vez, hace explícitos los de comienzos de los treinta y anuncia los de los cuarenta. La película está realizada en plena encrucijada personal, tecnológica e histórica y posee un valor único en su carrera: partir de un escrito propio. En concreto, la novela homónima sobre sus experiencias en la isla de Hoëdic. Por su parte, la imagen de Omayra Sánchez participa de otra alianza, aún vigente, entre teoría y práctica audiovisual: la posmodernidad respaldada por la divulgación televisiva. El análisis tendrá un motivo principal: el rostro, nuestra pantalla biológica, primer y último reducto de la afección. Sin embargo, no se podrá ignorar que bajo el rostro seguirá existiendo un cuerpo cautivo, ni que alrededor de ambos se levanta un escenario. Será a esa naturaleza, a la ausencia de afectos del lodo, del viento y del agua, a quien apliquemos las nociones culturales de paisaje, sufrimiento y catástrofe. La propuesta tiene además una vertiente intermedial a la hora de evaluar la disolución del cine en el audiovisual. Cine, fotografía y televisión entremezclan las antiguas acciones patrimoniales de filmación (ficción), testimonio (información) y registro (documento).

Para explicar por qué las imágenes de Jean Epstein trascienden el debate en torno al sensacionalismo, me valdré del sintagma sentimiento oceánico. Hermosa construcción surgida de la relación epistolar entre Romain Rolland y Sigmund Freud. Para ser exacto, utilizaré la reelaboración realizada por Michel Hulin bajo el no menos poético de mística salvajeSentimiento oceánico, despojado ahora mismo de las connotaciones anímicas que veremos más adelante, establece una fórmula adecuada y rigurosa para acercarse al cineasta. Lo es por su simple forma lingüística, por su cercanía temática y geográfica, por su capacidad para relacionar ciencia y sentimiento, y sobre todo, por albergar la certeza de una quimera a la que el ser humano, como el niño de San Agustín, no se resigna: vaciar el mar con una concha. Pensar, sentir y comunicar aquello que, carente o difuminado en sus límites, no alcanzamos a comprender en su totalidad. El siguiente texto no tiene pues como objetivo validar una hipótesis. Más modesto en su aspiración, quiere dejar constancia de diferentes modos de elaboración y de percepción. De los cambios, pero también de las constantes estéticas y biológicas entre tiempos históricos. De cómo Jean Epstein permanece al margen de los juegos cinéfilos y de cómo regresar a su obra en los tiempos del sensacionalismo, obra la redención de la imagen.

Escritos sobre cine, de Jean Epstein

El deseo de Jean Epstein era filmar la existencia de las cosas, la vida de todo aquello que habíamos dado y tenido por muerto. Y hacerlo de frente, con el sol en la cara, en primer plano, de la manera más visible y exaltada posible: al ralentí. Ese animismo incurable, esa enfermedad infantil del pensamiento, hizo que el movimiento, por mínimo que fuera, continuara reinando en la enfermedad, en la agonía y en la muerte. Dilatando su llegada, sublimando el gesto, acercando el rostro al orificio por el que se escapaba el aliento, la imagen quiso desafiar cualquier tipo de cierre. En esos segundos sin fin, en esa vida que se resistía a partir, su cámara acertó a fijar la eternidad. Epstein nos entregó la salvación gracias al registro del desastre. Y al mismo tiempo que lo filmaba, sobre cabrilleos, nubes y velos que hoy nos siguen pareciendo nuevos, intentó escribirlo. Lo hizo a salto de mata, en libros y textos salidos de madre, heterodoxos y, con el tiempo, iterativos. Su escritura se deslizó hacia otra suerte de ralentí, el de la letra, donde la repetición no fue tan grácil como en la imagen. Es esta marejada escrita, la dificultad del párrafo nudoso, de la idea replicada y de la palabra trabada la que ahora me interesa.

Écrits sur le cinéma fue publicado entre 1974 (primer tomo) y 1975 (segundo tomo) por Ediciones Seghers. Desde entonces y hasta el año 2020 se ha mantenido como el libro de referencia a la hora de localizar sus artículos más dispersos y furtivos. También aquellos que, por diferentes razones, nunca llegaron a ser publicados en vida o de manera póstuma. Los cuarenta y seis años que separan ambas fechas, al margen de cuestiones logísticas y coyunturales, hablan de la vigencia de la publicación original y de un período donde el poeta no gozó de la misma fama que luce en la actualidad. Primero a partir de 2014, y más tarde desde enero de 2019 hasta el aciago marzo de 2020, Nicole Brenez, Joël Daire y Cyril Neyrat han renovado y dirigido el proyecto de una obra integral que, bajo el título Écrits complets, asoma como definitiva. Los volúmenes publicados hasta el momento, con recursos de facsímil cuando el original lo requiere y con prólogos, notas e introducciones de diferentes expertos, se iniciaron de manera acronológica con el tercero y el quinto en Éditions Independencia, para ir completándose un lustro después con el primero, el segundo y el sexto en Éditions de L’oeil.

Y sin embargo, cuando esta puesta al día del legado escrito parecía convertir en obsoleto el antiguo trabajo de Seghers, este reverdece y se mantiene como lo que es: un pionero, un clásico apenas esbozado diez años antes por Pierre Leprohon para la colección Cinéma d’Aujourd’hui de la misma editorial. En el esbozo y en su forma final estamos ante un libro imperfecto por naturaleza, construido a partir de retales que, a la manera del monstruo, se desliga de su creador y adquiere conciencia propia. Carne revenida y carne fresca sometida a una serie de fracturas, de insinuaciones, de tornillos mal apretados, de ausencias, de repeticiones y de cicatrices que se perciben a la manera de una vieja ley de la Gestalt. Écrits sur le cinéma es el libro que retiró las piedras del campo, el que desbrozó las hierbas, abrió el surco y esponjó la gleba. El mismo que guarda y nos ofrece una fertilidad que no se detiene en los años setenta, sino en los inicios del siglo pasado. Una lectura adecuada mientras, desde el jardín, vemos arder el molino. Una suerte de colofón más que de epígono de aquel asalto francés a la Bastilla de la modernidad. Es decir, de todo lo que suponía pensar y escribir el cine.

Y ese todo era mucho. Un camino retorcido, jamás acumulativo, con tonos de búsqueda prehistórica y por lo tanto infinita que había sido anticipado en la Belle Époque por la filosofía de Henri Bergson. Un tranco de imágenes en y del movimiento advertido y divulgado por Canudo, Fescourt, Baroncelli, Lionel Landry, Léon Moussinac, Arroy Juan, Paul Ramain, Louis Delluc, Germaine Dulac, Gance, Grémillon, Chomette, L’Herbier y continuado al galope, entre alucinaciones e impulsos neurales, por Antonin Artaud. Más tarde, cuando el cine ya se había consolidado como lugar de encuentro de poetas (Desnos, Apollinaire, Aragon, Cendrars), artistas, músicos, historiadores y escritores, aparecieron los textos y los libros del citado Leprohon, de Georges Sadoul, Jean Cocteau, André Bazin, Roland Barthes, Joseph-Marie Lo Duca, André Malraux y, sobre todo, Christian Metz y Jean Mitry.

Jean Epstein brilló y hasta escandalizó, pero no lo hizo solo. Como complemento imprescindible a la intensa actividad de prensa y editoriales, de revistas y cineclubes, Écrits sur le cinéma se conserva como otro hito de la literatura cinematográfica francesa y europea. Una compilación que funcionó a partes iguales como desagravio y como reconocimiento tardío. Henri Langlois, en un memorable artículo en Cahiers du Cinéma, se lamentaba que hasta aquella primavera de 1953, el mismo momento de su muerte, nadie le hubiera prestado la atención que merecía. En el lamento y en el reproche se aludía de manera implícita a quienes, desde aquellas mismas páginas, al calor de su rancia política de autores, no tuvieron a bien atenderle. Hoy el libro debe ser leído con varias condiciones en mente. No es mi intención ser normativo con las lecturas de nadie, ni siquiera con la mía, pero parte de esta reseña se centrará en explicar cuáles son dichas condiciones, por qué motivos existen, cuánto nos enseñan y de qué forma condicionan nuestra mirada y nuestra lectura.

I. Actualidad de Jean Epstein

La visibilidad de Epstein en la época de Internet ha sido un proceso firme pero desigual cuyo inicio, difuso y caprichoso, podría quedar situado en el centenario de su nacimiento: 1997. Apenas dos años después de otro cumplesiglos insigne, el del propio cine, el documental Jean Epstein Termaji (Mado Le Gall, 1997) pareció recordar la efeméride. En 1998, un libro colectivo coordinado por Jacques Aumont y editado por Las Belles Lettres, quiso reanimar el pulso de la letra. Jean Epstein. Cinéaste, poète, philosophe nos dejaba a las puertas del nuevo milenio cuando, en pleno efecto 2000, el culto creciente se asentó gracias al inventario y a la apertura de los documentos entregados por su hermana Marie Epstein a la Cinemateca Francesa. A partir de entonces, de Estocolmo (Svenska Filminstitutet, 2001) a Nueva York (Anthology Film Archives, 2012) y de Chicago (Universidad de Chicago, 2008) a Bolonia (Il Cinema Ritrovato, 2009) y París (Cinémathèque Française, 2014), no han dejado de programarse, analizarse y restaurarse sus películas. Con las imágenes resucitadas, con la mansión Usher volviendo sobre sus cimientos en un alarde de lo que su creador habría ensalzado como la urgente reversibilidad del tiempo, se multiplicaron las publicaciones en torno a su figura así como las reediciones de algunos de sus textos.

Que en el siglo XXI Jean Epstein se ha convertido en, como se dice con cursilería no disimulada en determinados ambientes académicos, sujeto de estudio transnacional, lo demuestra la siguiente recopilación de estudios originales, de compilaciones y de traducciones parciales al italiano, al inglés y al alemán. L’essenza del cinema. Scritti sulla settima arte, supervisado por Valentina Pasquali (Marsilio, 2002); Jean Epstein, cinéaste des îles, de Vincent Guigueno (Jean-Michel Place, 2003); Avantgarde, Experiment & Underground. Jean Epstein: Das sichtbare im ungesehenen, de Nina Gülicher (Strzelecki Books, 2009); Jean Epstein: Critical essays and new translations, de Sarah Keller (Amsterdam University Press, 2012); Jean Epstein. Corporeal cinema and film philosophy, de Christophe Wall-Romana (Manchester University Press, 2013); Bonjour cinéma und andere schriften zum kino, de Nicole Brenez y Ralph Eue (Austrian Film Museum, 2014); Jean Epstein. Une vie pour le cinéma, de Joël Daire (La Muse Celluloid, 2014); Jean Epstein. Actualité et postérités, coordinado por Roxane Hamery y Eric Thouvenel (Presses Universitaires de Rennes, 2016); Le corps et la machine. La pensée de l'image cinématographique chez Jean Epstein et Maurice Merleau, de Ken Slock (Mimesis, 2016); De la photogénie du réel à la théorie d'un cinéma au-delà du réel. L’archipel Jean Epstein, de Chiara Tognolotti y Laura Vichi (Kaplan, 2020).

En español, desde el espacio dedicado por la revista Archivos de la Filmoteca en su número 63 (2009), con textos de Daniel Pitarch, Ángel Quintana, Stuart Liebman, Laura Vichi y traducciones de Buenos días, cine y El cinematógrafo visto desde el Etna, siempre ha figurado la referencia para A propósito de algunas condiciones de la fotogenia. Un artículo que, tal vez por esa ausencia previa de traducciones, ha sido mal asimilado como único y concluyente escrito sobre el tema. Una versión que aparecía recogida en el valioso volumen Textos y manifiestos del cine, de Romaguera i Ramió y Alsina Thevenet (Cátedra, 1998). Más tarde, con mejor (Intermedio, 2014) o peor suerte y sustento legal (Cactus 2014, 2015, 2019), aparecieron las traducciones de Buenos días, cine, El cine del diablo, La inteligencia de una máquina y La lirosofía, respectivamente. Amén de un ensayo demasiado sintético y de carácter divulgativo escrito por servidor para Ártica Editorial en la primera entrega de Ojos sin rostro (2014). Atrio y preludio del libro que ocupa esta reseña, Shangrila editó en mayo de 2020 Jean Epstein. Cine, poesía, filosofía, un volumen coordinado por Pasión Rivière, con guiño en su título al citado de Aumont, que contaba con textos de Joël Daire, Alberto Ruiz de Samaniego, Nicole Brenez, Josep M. Català, Roberto Amaba, Christophe Wall-Romana, Érik Bullot, Daniel Pitarch y Mariel Manrique.

II. El libro

La edición primigenia de Seghers constaba de dos partes distribuidas de la siguiente manera: un primer tomo de 436 páginas que abarcaba el intervalo 1921-1947, y un segundo tomo de 352 páginas para los años comprendidos entre 1946-1953. El principal cambio en esta edición a cargo de Shangrila, número 35 de su colección Contracampo, es la reducción de la obra a un único tomo de 694 páginas. Cada lector tiene sus preferencias y sus manías al respecto, pero como mis gustos y mis fobias carecen de interés, solo diré que, siendo voluminoso, se ha mostrado robusto. Ha resistido las alegrías y los disgustos de una lectura larga y de un trajín intensivo de subrayados, aperturas, manoseos y separaciones no siempre cuidadosas sin mostrar las costuras. Es, por lo tanto, un libro que dentro de su tamaño resulta obediente y manejable (16 x 23 cm.).

El otro cambio respecto del original es la ausencia de ilustraciones, si bien en aquella edición eran muy escasas y en su mayoría anecdóticas. Solo se echan en falta las relativas a Buenos días, cine, así como un par de portadas de época y tres notas manuscritas. Se pierden, además, los índices onomásticos del final. En cuanto a la traducción, firmada por Mariel Manrique y Hernán Marturet, no puedo ejercer mayor juicio que el de un lector que, aun habiendo leído con anterioridad a caballo entre el francés y el inglés casi toda la producción escrita de Epstein, carece de la competencia profunda en lengua francesa para valorar como se merece un trabajo cuyas dimensiones y dificultad tienden a lo hercúleo. Sí puedo detectar que se mantiene la coherencia en las ideas y en la fidelidad a los conceptos, incluidos los más técnicos y complejos. Y que allí donde la prosa de Epstein siempre me pareció de enorme brillantez literaria, aquí conserva su calidad y fluidez. A mayores, está a salvo de erratas y solventa el fárrago eventual al que Epstein no fue ajeno.

Es esta, entonces, la primera traducción al español de la histórica edición de Seghers. Nos lo recuerda la nota tras los créditos y el sumario. Un breve sobre negro que avisa del respeto a la integridad de una obra original, incluidas las notas a pie de página, la filmografía, la bibliografía y el primer tratamiento (1951) para el remake sonoro de La caída de la casa Usher,  absolutamente descatalogada. Una obra que fue el devenir de un mar rizado, un trabajo en constante desarrollo a lo largo de los años y de las décadas cuyas constantes repeticiones no han sido enmascaradas porque, lejos de entorpecer su comprensión, “iluminan el método intelectual de Jean Epstein”. A fe que lo hacen, pero esta virtud acarrea un posible defecto que puede apreciarse como conclusión adelantada: a pesar de su organización cronológica, el libro no se muestra amigo de una lectura continuada y progresiva. Vástago de la modernidad, cuerpo unitario levantado sobre variaciones y fragmentos, vacila y se inclina hacia una lógica de la rayuela. En esta oscilación, en este sentido de un llegar solo para volver, el libro se acerca a la estructura y a la función de una obra de consulta. Casi a un diccionario y hasta a una etimología vital de sus letras, de su tiempo y de sus imágenes. Traicionando una de sus metáforas favoritas, se resiste a formar un mundo fluido carente de límites. Al igual que la lava del Etna, los párrafos y los textos se abren a una dualidad diría que magmática entre lo frío y lo caliente, entre lo líquido y lo sólido. Es aquí donde resulta innecesario trazar juicios morales y literarios con el fin de dilucidar qué es virtud y qué es defecto. En todo caso, el hijo escrito que ansiaba la posmodernidad, no pudo renegar de su linaje moderno.

Esta última línea, nacida de una lectura completa y acotada en el tiempo, me ha refrescado maldades que quizá puedan ser compartidas. Una incide en la señalada actualidad de Epstein, en por qué su recepción ha calado en un ahora digital que ha redescubierto aquellas espumas invertidas, las facciones desenfocadas, las sobreimpresiones y los ralentís plenos de cadencia y afecto. Seré escueto: primero, algunas de sus ideas contenían el germen de una posmodernidad magreada sin decoro por los teóricos y las universidades contemporáneas; segundo, el retorno y el triunfo del animismo, del pensamiento mágico y del desiderativo; tercero, la etiqueta, esa comodidad del pensamiento sintetizada en una tag; cuarto, el hábito y la pereza de heredar ideas, de eliminar el impuesto de sucesiones, de citar sin leer y de copiar y pegar. Creo que no exagero si puedo imaginarme un párrafo de Epstein reconvertido en canción que, pocos días después, sería saludada por algún crítico cultural como el último sampleo del espíritu de la generación centennial. Quinto, la recuperación y el auge del cine detenido, del frenesí del fotograma y de las estéticas efímeras. Sexto y más importante, gran parte de las reflexiones de Epstein confirman la capacidad humana para perpetuar creencias. De seguir utilizando como nuevas ideas viejas y en ocasiones perniciosas. Es parte de nuestra naturaleza más cándida, necesitamos seguir creyendo que lo bonito es bueno y que además de bueno es verdad. Anhelamos el predominio de los sentimientos sobre la razón.

En mi caso, releer a Epstein ha supuesto un ejercicio maravilloso para enfrentarme a lo incómodo. Esto es, a posturas con las que no estoy de acuerdo o que considero directamente equivocadas e improductivas. Porque, séptimo, a lo anterior hay que añadir que nuestra sociedad algorítmica se orienta más que se rige por el sesgo de confirmación. Mi postura intelectual se ha ido formando sobre los opuestos defendidos por Epstein, lo cual no obsta para apreciar su atrevimiento y lucidez. Es más, necesito acercarme a reflexiones que me cuestionen, que me hagan dudar, y Epstein lo consigue. Aprecio cada artículo porque conozco su contexto y sé que allí poseían un valor histórico y estético hoy desvirtuado o vaciado de sentido. Cuando a lo largo de esta reseña he utilizado el término “poeta”, no lo he hecho de manera retórica, sino científica. Epstein fue más un poeta que un teórico. Pero, ¿son términos excluyentes? No, y de ahí nació otro de sus libros más felices: La lirosofía. Un bosquejo de tercera cultura que, sin llegar a abandonarlo, fue perdiendo intensidad en sus escritos sucesivos.

Epstein se tomó en serio la disciplina y, en el trance, se agostó. Suele suceder cuando se quiere incrementar a toda costa el rigor, que se pierde. En el combate y en la quiebra de todas las normas, incuba el dogma. Como diría Pasolini, allí donde todo es transgresión, desaparece el peligro. Su adhesión a las ciencias en boga, amén de proporcionarle una grandilocuencia naif, afectó a su prosa y al conjunto de sus cada vez más restringidas ideas. Queriendo ampliar el mundo de lo más grande y de lo más pequeño, se contrajo. Queriendo desmaterializar la existencia hasta hacer de ella un espacio etéreo y ubicuo (transeuclidiano), a punto estuvo de amustiarse. Sus ideas entraron en bucle, en una espiral enfática que, lejos de la majestuosidad de un Maelstrom, devino remolino de bañera. Toda aquella “frivolidad” de sus comienzos, aquel desenfado técnico y poético de los años veinte y de inicios de los treinta, se desvaneció. Queriendo rasgar los límites del universo conocido para declarar el reino de una libertad no sujeta a la razón, el Epstein que pretendió la maleabilidad perpetua del tiempo, de las magnitudes y de los valores humanos, se almidonó como un alzacuellos.

Estas últimas razones hacen que comprendamos mejor por qué Escritos sobre cine se resiste a entregarnos una lectura placentera de principio a fin.

III. Teórico del cine

En la introducción del primer volumen (Las estructuras) de Estética y psicología del cine (Editions Universitaires, 1963), Jean Mitry invistió a Epstein como primer teórico de cine. ¿Lo fue? Es probable. Sin embargo, no es necesario responder a la pregunta porque, ¿alguien ha sido o es teórico del cine? ¿Existe tal profesión? ¿Es una rama del conocimiento operativa y real fuera de la burbuja académica? De todo aquel tejido cultural parisino al que llegó desde sus primeros pasos en Lyon, tal vez fuera el único que mereció semejante distinción. De la lectura de este libro se desprenden argumentos a favor y en contra. A favor, generó y cultivó un corpus de ideas; muchas originales y otras recicladas y adaptadas de diferentes saberes. En contra, careció de un sistema que superara el voluntarismo y que consintiera el empirismo más elemental. La introducción de Pierre Leprohon (p. 16) nos deja una oración decisiva para comprender esta faceta de su vida: “No se trata de teorías que Epstein enuncia, sino de conceptos que infiere”. A continuación, el mismo Leprohon vuelve a declararlo como el primer filósofo del cine. El prefacio de Henri Langlois se cierra con otra advertencia sobre el relieve auténtico del libro: “Estos escritos son la clave de su obra”. Lo son, y el principal motivo es el mismo hecho de su existencia. Quiero decir, justo cuando filmar estuvo más cerca de pintar y de representar, Epstein reivindicó y practicó la importancia y la cohabitación de la filmación, en tanto acto independiente liberado del resto de las artes, y de la escritura.

Olviden la fotogenia, por favor. Desconfíen de términos como impresionismo y tengan mucho cuidado a la hora de mentar la vanguardia. Es solo un humilde consejo. Lean el libro y comprueben que, amén de no pertenecerle, la fotogenia es una idea pobre y estéril. No hace falta escribir tratados para desestimarla, aunque estos existan y sean recomendables (Doubting Vision. Film and the revelationist tradition). Tampoco conviene buscar aquellos conceptos que, a modo de presagio, hicieron fortuna en la posmodernidad. Convertir a Epstein en un posmoderno, en un adelantado a Las extensiones del ser humano, en padre putativo de Deleuze, en un solipsista y en un transhumanista avant la lettre, es el peor favor que podemos hacerle. El mejor homenaje es leerlo, disfrutarlo, discutirlo y enfadarse con él porque seguro que él lo haría con nosotros. Intuir cómo toda la luz inicial parece cubrirse de brumas y muselinas una vez pasada la Segunda Guerra Mundial. Escrutar entre renglones la angustia de un homosexual con ascendencia judía capturado y puesto en libertad. El tormento latente, la tempestad que se cierne para, una vez superada, soñarla, invocarla y revertirla.

Porque este libro nos permite disfrutar de algunos de los pasajes más bellos escritos sobre cine. Buenos días, cine no ha perdido valía y frescor a pesar de que, un lustro después (p. 105), parecía renegar de él. Su deliciosa lirosofía, su “ciencia avanzada”, fue un proyecto más cabal y acertado que sus travesuras junto al diablo, la máquina y el alcohol. En la publicación de Seghers, supongo que por razones legales, solo aparecía como fragmento. El entusiasmo y la diversión que transmiten sus memorias inconclusas, su ojo perspicaz en la disección del cine llegado de otros países, su acercamiento a Auguste Lumière, sus trabajos y aventuras como secretario raso del mundo editorial, el valor y el conflicto con sus ilustres amistades, su admiración por Abel Gance y Marcel L’Herbier o su peripecia en el primer largometraje sobre la vida de Pasteur. Allí, justo en aquel instante donde él mismo se definía como “un aprendiz (…) poseído por teorías bizarras”, empezó su obsesión por la revelación de una verdad superior mediante la fotografía de las formas y los objetos. Filmando una simple probeta que el supervisor se empeñaba en colocar recta porque “una probeta tiene que parecer siempre una probeta”. A lo que el cineasta en ciernes le contestaba que los espectadores debían percibir en ella “algo que jamás han visto todavía”. Este atrevimiento, este ingenio y este anhelo sin saciar no de una imagen sino de la imagen, era el alimento preferido de Jean Epstein.

El poeta no perdió su capacidad autocrítica. Se pudo tornar enmarañado, pero no mostró signos de egolatría; no cedió a esa vanagloria a la que parece empujar el invento. Lo demuestra cada uno de sus textos finales donde, al poner en crisis todo el sistema racional, él queda incluido. Ofrece su cabeza despeinada como exvoto, como forma de romper con las tiranías que, según su sentir, ahogaban al hombre moderno. Las declaraciones recogidas sobre sus propias películas también nos instruyen sobre esta exigencia.

Cuántos lamentos por el metraje desaparecido. Lágrimas de glicerina por un caudal de reflejos perdidos. Pero las palabras se cargan de sentido, se inflaman de imagen y, sin llegar a sustituirlas, somos capaces de entrever la grandeza de todo lo que una vez fue encuadrado. El cinematógrafo visto desde el Etna, uno de sus textos más afortunados desde el punto de vista literario, empieza  de esta forma: “¡Sicilia! La noche era un ojo lleno de mirada. Todos los perfumes gritaban a la vez” (p. 109). Qué hermosa sinestesia, qué exclamación tan clara y a la vez tan misteriosa. Porque así eran sus imágenes, imposibles hasta que él las forjó, paradójicas como el mármol fundido, densas como el vapor y relucientes como el cieno. Planos colmados de una claridad esotérica. Difícil encontrar mejor introducción para aquel viaje junto a un tomavistas que empezaba a ejercer como “máquina de confesar de almas” y como “medio más poderoso de poesía”. Herzog pudo filmar la nada en La Soufrière (1977), Epstein consigue que entendamos qué significa esa nada cuando el fuego asoma, los gases braman y las cenizas, las manos y las rocas declaran el advenimiento de un panteísmo universal.

Tenía Epstein una sensibilidad especial para describir lugareños y paisajes. No puede extrañarnos que luego los filmara con idéntica distinción. Sin idealizar, con respeto y fidelidad a la severidad del clima y del carácter. Personajes zafios y huraños criados en la inclemencia que, de repente, aparecían dóciles y hermosos en manos del cineasta; del domador de tempestades. Toda su experiencia en las islas de Bretaña está recogida de manera virtuosa en párrafos salteados (aprox. p. 154-187), zarandeados más que mecidos por las olas. Fragmentos indispensables no tanto para descifrarlas como para volver a disfrutar estas películas irrepetibles. Textos clave para la historia del cine como El cinematógrafo continúa… Ideas lanzadas sin perspectiva, en tiempo real, sobre la transición del silente al sonoro. Sobre el balance del periodo recién concluido y los avances por venir. Ese futuro nada oscuro para el poeta, sino cargado de certeza que recoge La inteligencia de una máquina (p. 204) –el artículo de 1935, no la obra de 1946–. En él, Epstein desarrollaba su concepción del cine del ahora y del mañana como herramienta para trascender el cuerpo, como instrumento para superar nuestros límites y carencias fisiológicas.

Es a partir de 1935, una vez publicado La fotogenia de lo imponderable, cuando se puede trazar la línea que delimita sus dos grandes fases como teórico o escritor cinematográfico. A partir de la posguerra, a pesar de la belleza episódica, de las metáforas coloristas, de su eterna vehemencia, del arrojo inextinguible, de la perseverancia crítica y de las numerosas fulguraciones de estilo y de contenido que encontramos en La inteligencia de una máquina (p. 218), El cine del diablo (p. 282), Espíritu de cine (p. 376) y el inédito hasta 1975 Alcohol y cine (p. 534), abandona aquella suerte de élan vital del que hizo bandera en la primera parte para hacer de la segunda una etapa más ácida y hasta desabrida. Ahora ya no se trata de una mejora eventual o duradera de nuestras capacidades cognitivas, sino de convertir el cine en un cerebro auxiliar, en órgano descentralizado de una inteligencia creciente. En el camino para revertir todas las leyes y todas las normas sociales y morales. En la ayuda definitiva para poner fin al vector unidireccional del tiempo, prescindir de las coordenadas cartesianas del espacio e invertir el proceso aprendido entre las causas y los efectos. Con él se abrazaba la incertidumbre que llegaba desde la nueva física. Abolía las verdades, las intermedias y las finales, hasta convertir la realidad en una suposición. Ahora se podía discernir partiendo de la subjetividad más pura. Proclamar la relatividad como nuevo paradigma global, empezando por la razón. Guerra a los absolutos, movimiento perpetuo, tiempo flotante, transformación y complejidad. El pecado sobre la virtud, el cine y la imagen sobre el libro y la palabra. Elogio de la diferencia, quiebra de todo equilibrio, sondeo de la inestabilidad, pérdida de la materia. Desaprender, sentir, contravenir, adorar. Triunfo de la pasión y del instinto, de la intuición sobre la lógica y del símbolo sobre el signo. Fin de la represión y de la cordura. Insensatez benigna, delirio, herejía y disidencia.

IV. Coda

En tiempos de pandemia, cuando todavía rastreamos su influencia en cineastas tan diferentes como Bill Viola, Artur Aristakisian, Lois Patiño, Leighton Pierce, Teresa Villaverde, José Luis Guerin, Leos Carax, Guy Sherwin, Philippe Grandrieux y en el último estudiante graduado en la ECAM, Epstein nos avisa de las neurosis endémicas del modelo socioeconómico dominante y de las restricciones instauradas por la razón. Igual que un patógeno, el –según su punto de vista– obsoleto y cruel racionalismo “configura a todos sus integrantes de acuerdo a una sola personalidad”. En estos mismos tiempos de histeria sensacionalista, de moralismo mezquino y castrante, fatigados de imagen y de belleza, necesitados de doctrinas que piensen y digan por nosotros, orgullosos de no saber, Epstein nos ofrece lecciones de lo inmoral y lo amoral como actos de rebeldía, de vigor y de un cuestionamiento del que solo podemos sentir nostalgia.

Cuando lean algún disparate en un libro de teoría cinematográfica, es probable que, a pesar de no aparecer citado, este ya hubiera sido expresado por Jean Epstein. Como leer algo brillante en esos mismos lugares en bastante menos frecuente, Escritos sobre cine ofrece múltiples oportunidades para hacerlo. El agradecimiento deberá remitirse a un cineasta inimitable, al fundador de un pensamiento visionario que, haciendo gala del nombre, lo instauró de facto mucho antes de ser decretado por Paul Adams Sitney. Al armador del mundo fluido de la pantalla, al marino encargado de dotar a la cámara, a la lente y a la emulsión de un sistema propio, insólito y emotivo de maravillas. Al amante de la velocidad que, gracias a sus escritos, se sitúo en el mismo espacio que la editorial que ahora lo acoge: fuera de cuadro.


LIBRO

Enlace a la ficha de la editorial: https://shangrilaediciones.com/producto/escritos-sobre-cine-1921-1953/

IMÁGENES

Jean Epstein. Écrits sur le cinéma (Seghers, 1974-1975)

Finis Terrae (Jean Epstein, 1929)

Le tempestaire (La tempesta) (Jean Epstein, 1947)

L'or des mers (El oro de los mares) (Jean Epstein, 1932)

Óleo en el tiempo, tedio en los ojos

En una de sus prosas armenias, Ósip Mandelstam recuerda una pintura. Lo hace por analogía con un paisaje de las dachas moscovitas. A ambos lados de la carretera, durante un trayecto por el alfoz, el poeta contempla cómo las «bombas de col» se amontonan con exceso semejante al de una «aburrida pintura de Vereshchaguin». Mandelstam utiliza La apoteosis de la guerra (1871) como pretexto, como coartada intelectual para despreciar la realidad objetiva. Una realidad que es la del paisaje, la de su tierra dura, monocorde y arisca; pero también la de sus dirigentes, la de su mezquindad arenosa y sombría. Poco después, en el siguiente párrafo, el poeta enfrenta este paisaje ruso con otro armenio. Uno bien distinto en Seván, de una fertilidad ancestral, regado de siglos y sangre. Una pradera con la hierba sobre la cintura, o como diría Tolstói, de vegetación lujuriante. Allí donde la tierra se vuelve indistinguible de la piel de la amada, crece una «hoguera escandalosa de amapolas», una multitud de «mariposas incandescentes de boca vacía» que provoca «dolor quirúrgico». Sin mencionarlo, Mandelstam nos está remitiendo al tema de otro de sus textos: la pintura francesa.


Esta dialéctica del paisaje ilumina el tipo de pensamiento por el que Mandelstam terminaría siendo ajusticiado por el régimen estalinista. No es necesario explicar el conflicto subyacente entre estética y productividad, entre centro y periferia, entre la prosa y el verso, entre la sensualidad y el mandamiento. En este punto, cuando apenas se vislumbra el conflicto, lo que más me interesa es el adjetivo elegido por el escritor. ¿Puede una pintura ser aburrida? El aburrimiento es un estado del ánimo que no se comprende sin tres factores: el tiempo, la ausencia y la repetición. Existen otros como el patrón rítmico, pero su análisis requiere de factores pertenecientes al orden de la complejidad. Mi pensamiento inicial es que un cuadro puede ser anodino e insípido, pero no aburrido. El espectador no consiente el aburrimiento frente al cuadro, lo abandona antes de que aparezca. El cuadro es un sorbo visual que apuramos o repudiamos según se comporten nuestras papilas neurales. El lienzo y la tabla pueden tener una temporalidad inherente, pero actuamos, nos movemos, la ignoramos. Si perseveramos es porque existe interés o sospecha, no aburrimiento. Y sin embargo, Mandelstam tenía razón. Hay cuadros aburridos y pinceladas de tedio que empastan los ojos, hay pinturas que hastían la mente por exceso o por falta de estímulo. Hay cuadros aburridos porque hay vidas aburridas, como la soviética o como pudo serlo la mía.

Volvamos a mirar con estos ojos la obra de Vereshchaguin. Si eliminamos su lado tétrico y moral, ¿qué nos queda? La retórica. Los significados se amontonan como los huesos. No hay contrapunto, no hay variedad. Sí, unas calaveras gritan y otras ríen, pero todos los trazos tocan a muerto. El osario denso, inconmovible en su énfasis piramidal, el páramo del espanto, los árboles secos, los grajos y los tajos de sable. El caos y la barbarie se expresan mediante el orden y la serenidad. El pintor da forma al pasado, dibuja una ausencia. Al fondo ruinas orientalizantes, estepas baldías del Asia central que parecen sacadas de la fortaleza de Dino Buzzati. Cielo sin nubes y nidos sin huevos. El sol acaba de cruzar el mediodía y cruje el rastrojo. Ha dejado de oler a podrido, ya no hay carne descompuesta en los recovecos del vómer. Los grajos vuelven a picar el calcio. En medio de un paisaje momificado, el único aroma permitido es el del ozono, el de un aire yermo y rarefacto.

El cuadro de Vereshchaguin, con su contraste interno entre grandilocuencia bélica y moraleja animal, resulta sugerente desde un plano puramente histórico y estético. Podría decirse que ejerce una función ambivalente frente al surrealismo. Por un lado, espejo; por otro, agujero. La apoteosis de la guerra horada el paisajismo surrealista de Dalí, mientras establece una relación especular entre la relectura romántica de la vanitas de La belle Rosine (Antoine Wiertz, 1847) y las figuras oníricas y estilizadas de Paul Delvaux. Estasis, melancolía del futuro, mirada suspendida, devenir de la carne, histéresis, ofrenda entre dos tiempos: «hoy ángel, mañana gusano en la tumba».


IMÁGENES

La apoteosis de la guerra (Vasily Vereshchagin, 1871)

La belle Rosine (Antoine Wiertz, 1847)


BIBLIOGRAFÍA

Mandelstam, Ósip: Armenia en prosa y en verso, Barcelona: Acantilado, 2011.

Tolstói, Lev: Anna Karénina, Barcelona: Alba Editorial, 2010.

Nota sobre la pintura cinematográfica (Pandora y el holandés errante)

Agradecer una vez más a los compañeros de Transit. Cine y otros desvíos por abrirme las puertas de su casa y encontrarme un hueco entre las publicaciones. Es un texto breve sobre el uso de la pintura en la película Pandora y el holandés errante (1951), del director Albert Lewin.

Se puede acceder a su lectura mediante este enlace: http://cinentransit.com/la-pintura-en-pandora-y-el-holandes-errante/