«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Una tarde en la alameda del fin del mundo

Querido Miguel:

He pasado una tarde en la alameda del fin del mundo; solo una. Podría decirte que la he recorrido entera y, sin faltar a la verdad, estaría mintiendo. La lectura, no digo la reflexión, sigue haciéndose mientras escribo. Vienen nuevas tardes y arraiga la idea de que el libro es exactamente eso, la lectura perpetua establecida por el compromiso entre letra y veladura, entre presencia y ausencia, entre pérdida y recuperación, entre dolor y canto. Lo que se quitan y lo que se dan las unas a las otras. Con generosidad, sin deudas aplazadas, sin favores interesados. El polvo acumulado bajo el caballete, la humilde viruta que, entre arabescos, consiente y la piedra que, recién desbastada, termina formando su propia obra en el suelo de la memoria. El reciclaje estético que precisa del cognitivo, ese que debe enfrentarse a la imposibilidad de materializar los ideales generados por el cerebro. Durante mi visita he descubierto que la alameda no se transita a la manera de un jardín formal y que esta no-carencia reafirma su estructura. El paseo lo he cumplido entre craqueladuras y desconchones, entre poros volcánicos y desfiladeros donde el conjunto adquiere la consistencia y el movimiento de un sistema tectónico. Tranquilo pero arrollador, tímido como el inicio de un terremoto. La paradoja de una fuerza bruta privada de estridencia que, simplemente, ha de ser. El paseo, esa actividad contemplativa y lúdica asociada al placer moderado y adulto, termina en fiebre y agitación, en deriva, colisión y afloramiento. En viaje melesiano a través de lo posible.

Sentí el frescor del aire con el pasar de las hojas y fui consciente de que esta no era su función. La respiración entre páginas resultó ser un parpadeo, un instante de blancor, una mecánica que incorporaba un fin: impulsar un cortejo de imágenes supervivientes. Densas y viejas como cratones, efectivamente venidas de lejos, de historias primigenias, de nuestra propia evolución. Arcaísmos que asoman entre pinceladas y cristales, entre limaduras y sales de plata, entre pliegues de bulevar y tajos de eras geológicas. Imágenes que saben, que se dan a ver y que, como dijeron Octavio Paz y Serge Daney, establecen una relación con el espectador donde mirar es ser mirado. Imágenes que surgen sin deudas de estilo, que son necesidades a expresar, imperativos biológicos, voluntades de signos heredados, mutaciones del azar. La alameda también está atravesada por una constante diría que de eternidad pompeyana, de cuerpo cicatrizado, de especie y de espacio a medio (des)vestir, de lo que aguarda a ser nombrado, de trabajo pendiente, de la vida engañando a la muerte.

Sillares de cera y gotas de mármol, ojos almendrados y cuencas vacías colmadas de visión, heridas abiertas que suplican por nuestros dedos, robles que, pretendiendo la luz, fingen ser figuras de Lichtenberg, tierras raras que habrán de integrase en circuitos millones de veces más complejos que los de un procesador de 128 núcleos. Deformidad figurada, desafío de una plasticidad que emparenta a piedra y neurona. “Carne de las cosas”, materia cuidadosamente truncada, armonías del desastre y amores convalecientes que parecen clamar por la plenitud de las ruinas. Anatomías tullidas pero dionisíacas, hijas legítimas de la Ménade de Escopas, sábanas pétreas del fantasma de Leopardi. Grisallas, acrílicos, calotipos, aguadas de tinta y grafitos que, fuera de su tiempo, nos advierten de la locura de la luz. Códigos que nos guían al inframundo fotográfico, aquel donde anidan las esperas, las renuncias y la angustia de la bilis negra. La superficie abisal de un plano que acoge el universo calcinado. Recuerdo y pentimento de los dioses y de los cráneos que, cansados de los hombres, se marcharon. Y sin embargo, una latencia cromática, una cura, un pulso helicoidal, un origen y una promesa de creación. Una puesta y un nacimiento de sol, un destino de imagen y de abismo al otro lado de la alameda del fin del mundo.

Coloqué el volumen en una repisa sabiendo que no respetaría el descanso al que aspiran todos los libros muertos. El movimiento del brazo, por alguna razón arcana, me hizo pensar en una revista de decoración, en concreto, en una de sus ineludibles mesas de centro. Sobre ellas siempre aparecen libros de gran formato relacionados con el arte. La composición suele presentar una aspecto irreprochable, su geometría y sus colores lucen en sintonía, y sin embargo, transmiten una sensación de fraude, de gallina huera. Son muebles, no libros. Ese tipo de imagen afecta a mi organismo como el olor a vómito. Náusea estética que intento paliar como solo los pobres podemos hacerlo: riendo y bailando sobre la necesidad. Ojalá un tiempo y un lugar donde los libros de mesa se convirtieran en alamedas. En prósperas continuidades de esa fronda compuesta por atlas, por museos imaginarios y por todos aquellos inventarios donde poder ramonear.

En su interior dejé testimonio de mi vagar. Tracé la ruta con un grafito menos virtuoso y menos afilado que el tuyo. Era necesario hacerlo porque, a pesar de la enunciación individual que implica todo ejercicio de memoria, es una cartografía abierta, colaborativa. Una invitación al desconocerse conscientemente de Pessoa. Tiré flechas para saber perderme, insinué identidades de obras y de personas a las que consideré oportuno invocar. Sin hilo de Ariadna pero repleto de hipervínculos mentales, doblé puntas y dejé caer puntos siguiendo las lecciones de Garbancito. Dibujé cronologías que alcanzaban decenas de miles de años y, por último, levanté numerosas uves asimétricas –emocionadas como hojas de agapanto–, de esas que ahora hemos decidido denominar, con nuestra cursilería tecnológica habitual, como checks.

Atentamente, Roberto.
Salamanca, otoño de 2019.


PS.: En mi tierra no se estila el término alameda, es más común el de chopera. Somos gente recia, poco dada a la poesía. Lo lamento y hasta lo envidio, porque esa insinuación fonética, ese aleteo primitivo y alveolar es, además de apropiado, emocionante. En cualquier caso, todo queda en anécdota si acordamos que la chopera esté formada por una especie concreta, la única capaz de provocar este temblor de la mirada, del tiempo y de la imagen: el Populus tremula.

IMAGEN: fotografía particular.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA:
BORREGO, Miguel, La alameda del fin del mundo. Memoria y extravíos, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2019.
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