No sucedió como lo cuentan. John Ford y Nunnally Johnson planificaron el reencuentro modificando los hechos referidos por Steinbeck. Existía una razón
para el cambio. Y dicha razón fue enunciada mediante una cadena de decisiones cinematográficas.
Me gustaría explicar cuáles fueron y en qué consisten. Pero antes preciso de
una mínima introducción que respete la información del planteamiento y descarte la atribución del cambio a la síntesis del medio.
Director y guionista respetan la peripecia inicial de Tom
Joad. En libertad bajo palabra, Tom vuelve para comprobar que todo sigue igual,
que el paisaje asegura no mentir. Y sin embargo, todo es distinto. La manera de
explicar el cambio del que un determinado sujeto no tiene conciencia, solo es
posible mediante voces interpuestas. Los actores secundarios. Primero la del
exreverendo Jim y, enseguida, la del paisano Muley. Los dos ilustran el tiempo
perdido mediante formas complementarias de enajenación. Jim ha perdido una
vocación que más adelante podrá recuperar mudando la naturaleza de su pastoreo:
de feligreses a camaradas. La pérdida de Muley es irreversible: su granja, su
familia y, con ambas, su mente. Jim es el ánima, la pérdida del aura, lo que el
viento se llevó, el alma que taconeó y que ahora es taconeada. Muley es la
materia, los relejes del buldócer y los tablones rotos, pero también es el
fantasma de una época que, a la luz de una candela, invoca al flashback para comunicar el fin de los
días. Esto es, un tiempo en el que Tom ha estado literalmente fuera de cuadro y
al que vuelve, a lo lejos, sin equipaje, sin saber. Tom regresa a un tiempo y a
un lugar marcados por el después, por la pérdida, por las heridas realizadas
por la Historia, por la tierra cicatrizada. La misma que terminará por
reconfigurar su rostro, es decir, su carácter.
Gracias a este prólogo avanzado, Steinbeck, Ford y Johnson
pueden relatar el reencuentro de Tom Joad con su familia. El escritor lo hace a
través del padre; los cineastas, a través de la madre. Aunque, bien leído,
Steinbeck también conserva el protagonismo femenino. El padre es la conexión,
una suerte de esperma encargado de facilitar y trasladar la vida al interior,
al hogar, al útero. El reencuentro novelesco entre los dos varones era convencional
porque Steinbeck sabía que tenía que guardar la emoción de su escritura para el
reencuentro verdadero. Tal fue la lectura que hicieron Ford y Johnson:
prescindir del padre. Decisión clave que acarrea una de las intenciones
anunciadas: en el cine, o al menos en esta escena, la necesidad de síntesis
puede trascender los criterios de economía narrativa para apelar a motivos
de emoción y estructura. En todo caso, no son aspectos excluyentes.
Así, de la simplificación del reencuentro se derivan dos
nuevas consecuencias. Una inmediata ligada a los afectos y otra aplazada que
enhebra este segundo inicio de la película con su penúltimo final. Eliminado el
padre de la ecuación cinematográfica, queda un sistema canónico de plano–contraplano
como retrato y extensión del linaje. Con ello se crea una identificación y un
vínculo. La madre es la familia y, por ende, la tierra. Gea, el tropo andante,
la figura dramática que engloba por cuerpo: «pesada pero no gorda», y por conciencia: «ancha a fuerza de trabajo y de partos». Ford, ese irlandés misógino,
reciclará el maravilloso discurso de Steinbeck para cerrar la película en clave matriarcal: «El hombre
vive a sacudidas..., un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida...,
compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye,
como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue
adelante». ¿Cabe imaginar una definición más acertada del cine clásico que este
compromiso genético (XX, XY) y aristotélico entre el fluir y la sacudida?
Anotada la identificación, queda el vínculo. Es ahora cuando la intención
cinematográfica aparece en su esplendor.
Ford y
Johnson los dejan a solas para mostrar lo decisivo del reencuentro. Iba a decir
subrayar pero sería incorrecto. No hay énfasis, no hay música que acompañe, no
hay melodrama. Sin intermediarios, hay un pálpito, hay una intuición materna
que, sujeta a una mirada, da pie a una escena. También hay vergüenza y recato. En
el cara a cara, sequedad de tierra y temperamento, un pudor esencialmente
rural, diría que castellano. La madre recién salida del fogón, con el vestido
como el cabello, aceitado. Avergonzada no por tener un hijo presidiario, sino
por ella misma, por su desaliño, por su posible culpa, por esa crianza
imperfecta que toda madre jamás concluye. La madre cuya única preocupación es si
su hijo se ha convertido en alguien peor. Si allí dentro se ha alimentado de
odio y rencor. La madre que, en definitiva, es Madre (Ma) sin nombre pero con
todos los nombres, genérica y (uni)versal. Madre e hijo mantienen la distancia,
no se abrazan, no se besan, solo se miran y lo hacen en plano americano y de
perfil. Sentimientos reprimidos y, no obstante, a flor de piel. Sonríen, se
estrechan la mano.
Pero desandemos
unas décimas de segundo. Antes de situarse frente a frente, antes de invadir el
encuadre por sus respectivos segmentos, la imagen estuvo vacía. A la intención
de la puesta en escena cabe entonces añadir otra intención de montaje. En 1940,
el cuadro vacío que ha de ser habitado ya era un arcaísmo cinematográfico. Un vestigio
silente cuya técnica estuvo más cerca de la comedia o el desenfado que del
drama. De ahí que por efímero y banal que parezca, la acción genere un salto
emocional en el espectador. Apertura del plano, vacío de imagen, ruptura e
invasión, movimiento y encuentro. Emoción contenida, emoción entorpecida por el
cine y sus elementos, incluyendo la viga de un cobertizo que hace las veces de telón.
El conjunto tiene como fin fabricar una demora en la imagen. Robándole unos
versos a Antonio Gamoneda, cada distancia tiene su silencio y cada distancia
tiene su descanso. Aquí han sido cuatro años, una gran depresión y una cárcel que
circulan entre los cuerpos, que se filtran por las rendijas de una imagen que
es «tardía como las sustancias destinadas a la dulzura». La conclusión es doble:
todo reencuentro lleva implícito su tiempo de separación y todo reencuentro
incorpora o reproduce la amenaza de una nueva separación. El problema
cinematográfico es cómo transmitir esta latencia sin caer en el sensiblería o
en la redundancia.
La
trazabilidad cinematográfica es indiscutible. Ford y Johnson hacen una lectura
de Steinbeck que empieza por una reescritura de guion, que continúa por una
puesta en escena marcada por la composición y la dirección de los actores y que
concluye con una técnica particular de montaje. Gracias a esta cadena de
decisiones el final adquiere sentido, o mejor dicho, el final refuerza y perfecciona
el sentido inicial. La imagen del reencuentro contenía una demora marcada por
un vacío porque el reencuentro era un estado transitorio de
las cosas. Madre e hijo vuelven a separarse y lo hacen en rima, como el verso que
se despeña de una estrofa. Repiten la fórmula pero precisando con la palabra
los intervalos de la primera situación. Tom y Madre, conscientes y partícipes
de aquel pudor de pueblo, necesitan expresar el contacto físico: – «Dame la
mano» (…) – «Nunca nos besamos, pero…». He aquí la entrañable manifestación de
un amor condicionado por un tiempo histórico adversativo.
En la
novela existe la petición de mano: el hijo que, encontrado su camino, guía y
consuela a una madre que se aferra a los carpianos. Sin embargo, no hay rastro de esta confesión
de los besos ausentes. Para ser fiel a Steinbeck, el cine tuvo que reescribirlo. El
último plano de Tom nos recuerda que Ford era un hombre de palabra porque era
un hombre de imagen: – «¿Entonces qué, Tom?» – «Entonces no importa. Entonces estaré
en la oscuridad». Mutis.
BIBLIOGRAFÍA
GAMONEDA,
Antonio, “Descripción de la mentira” en Esta
luz. Poesía reunida (1947–2004), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pp.
205, 206 y 212.
RANCIÈRE,
Jacques, Tiempos modernos. Ensayos sobre
la temporalidad en el arte y la política, Santander: Shangrila Textos
Aparte, 2018, p. 106.
STEINBECK,
John, Las uvas de la ira, Barcelona:
Círculo de Lectores, 2001, p. 125 y ss, 606 y 611.