«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Nosotros, el pueblo

No sucedió como lo cuentan. John Ford y Nunnally Johnson planificaron el reencuentro modificando los hechos referidos por Steinbeck. Existía una razón para el cambio. Y dicha razón fue enunciada mediante una cadena de decisiones cinematográficas. Me gustaría explicar cuáles fueron y en qué consisten. Pero antes preciso de una mínima introducción que respete la información del planteamiento y descarte la atribución del cambio a la síntesis del medio.

Director y guionista respetan la peripecia inicial de Tom Joad. En libertad bajo palabra, Tom vuelve para comprobar que todo sigue igual, que el paisaje asegura no mentir. Y sin embargo, todo es distinto. La manera de explicar el cambio del que un determinado sujeto no tiene conciencia, solo es posible mediante voces interpuestas. Los actores secundarios. Primero la del exreverendo Jim y, enseguida, la del paisano Muley. Los dos ilustran el tiempo perdido mediante formas complementarias de enajenación. Jim ha perdido una vocación que más adelante podrá recuperar mudando la naturaleza de su pastoreo: de feligreses a camaradas. La pérdida de Muley es irreversible: su granja, su familia y, con ambas, su mente. Jim es el ánima, la pérdida del aura, lo que el viento se llevó, el alma que taconeó y que ahora es taconeada. Muley es la materia, los relejes del buldócer y los tablones rotos, pero también es el fantasma de una época que, a la luz de una candela, invoca al flashback para comunicar el fin de los días. Esto es, un tiempo en el que Tom ha estado literalmente fuera de cuadro y al que vuelve, a lo lejos, sin equipaje, sin saber. Tom regresa a un tiempo y a un lugar marcados por el después, por la pérdida, por las heridas realizadas por la Historia, por la tierra cicatrizada. La misma que terminará por reconfigurar su rostro, es decir, su carácter.

Gracias a este prólogo avanzado, Steinbeck, Ford y Johnson pueden relatar el reencuentro de Tom Joad con su familia. El escritor lo hace a través del padre; los cineastas, a través de la madre. Aunque, bien leído, Steinbeck también conserva el protagonismo femenino. El padre es la conexión, una suerte de esperma encargado de facilitar y trasladar la vida al interior, al hogar, al útero. El reencuentro novelesco entre los dos varones era convencional porque Steinbeck sabía que tenía que guardar la emoción de su escritura para el reencuentro verdadero. Tal fue la lectura que hicieron Ford y Johnson: prescindir del padre. Decisión clave que acarrea una de las intenciones anunciadas: en el cine, o al menos en esta escena, la necesidad de síntesis puede trascender los criterios de economía narrativa para apelar a motivos de emoción y estructura. En todo caso, no son aspectos excluyentes.


Así, de la simplificación del reencuentro se derivan dos nuevas consecuencias. Una inmediata ligada a los afectos y otra aplazada que enhebra este segundo inicio de la película con su penúltimo final. Eliminado el padre de la ecuación cinematográfica, queda un sistema canónico de plano–contraplano como retrato y extensión del linaje. Con ello se crea una identificación y un vínculo. La madre es la familia y, por ende, la tierra. Gea, el tropo andante, la figura dramática que engloba por cuerpo: «pesada pero no gorda», y por conciencia: «ancha a fuerza de trabajo y de partos». Ford, ese irlandés misógino, reciclará el maravilloso discurso de Steinbeck para cerrar  la película en clave matriarcal: «El hombre vive a sacudidas..., un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida..., compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante». ¿Cabe imaginar una definición más acertada del cine clásico que este compromiso genético (XX, XY) y aristotélico entre el fluir y la sacudida? Anotada la identificación, queda el vínculo. Es ahora cuando la intención cinematográfica aparece en su esplendor.


Ford y Johnson los dejan a solas para mostrar lo decisivo del reencuentro. Iba a decir subrayar pero sería incorrecto. No hay énfasis, no hay música que acompañe, no hay melodrama. Sin intermediarios, hay un pálpito, hay una intuición materna que, sujeta a una mirada, da pie a una escena. También hay vergüenza y recato. En el cara a cara, sequedad de tierra y temperamento, un pudor esencialmente rural, diría que castellano. La madre recién salida del fogón, con el vestido como el cabello, aceitado. Avergonzada no por tener un hijo presidiario, sino por ella misma, por su desaliño, por su posible culpa, por esa crianza imperfecta que toda madre jamás concluye. La madre cuya única preocupación es si su hijo se ha convertido en alguien peor. Si allí dentro se ha alimentado de odio y rencor. La madre que, en definitiva, es Madre (Ma) sin nombre pero con todos los nombres, genérica y (uni)versal. Madre e hijo mantienen la distancia, no se abrazan, no se besan, solo se miran y lo hacen en plano americano y de perfil. Sentimientos reprimidos y, no obstante, a flor de piel. Sonríen, se estrechan la mano.

Pero desandemos unas décimas de segundo. Antes de situarse frente a frente, antes de invadir el encuadre por sus respectivos segmentos, la imagen estuvo vacía. A la intención de la puesta en escena cabe entonces añadir otra intención de montaje. En 1940, el cuadro vacío que ha de ser habitado ya era un arcaísmo cinematográfico. Un vestigio silente cuya técnica estuvo más cerca de la comedia o el desenfado que del drama. De ahí que por efímero y banal que parezca, la acción genere un salto emocional en el espectador. Apertura del plano, vacío de imagen, ruptura e invasión, movimiento y encuentro. Emoción contenida, emoción entorpecida por el cine y sus elementos, incluyendo la viga de un cobertizo que hace las veces de telón. El conjunto tiene como fin fabricar una demora en la imagen. Robándole unos versos a Antonio Gamoneda, cada distancia tiene su silencio y cada distancia tiene su descanso. Aquí han sido cuatro años, una gran depresión y una cárcel que circulan entre los cuerpos, que se filtran por las rendijas de una imagen que es «tardía como las sustancias destinadas a la dulzura». La conclusión es doble: todo reencuentro lleva implícito su tiempo de separación y todo reencuentro incorpora o reproduce la amenaza de una nueva separación. El problema cinematográfico es cómo transmitir esta latencia sin caer en el sensiblería o en la redundancia.

La trazabilidad cinematográfica es indiscutible. Ford y Johnson hacen una lectura de Steinbeck que empieza por una reescritura de guion, que continúa por una puesta en escena marcada por la composición y la dirección de los actores y que concluye con una técnica particular de montaje. Gracias a esta cadena de decisiones el final adquiere sentido, o mejor dicho, el final refuerza y perfecciona el sentido inicial. La imagen del reencuentro contenía una demora marcada por un vacío porque el reencuentro era un estado transitorio de las cosas. Madre e hijo vuelven a separarse y lo hacen en rima, como el verso que se despeña de una estrofa. Repiten la fórmula pero precisando con la palabra los intervalos de la primera situación. Tom y Madre, conscientes y partícipes de aquel pudor de pueblo, necesitan expresar el contacto físico: – «Dame la mano» (…) – «Nunca nos besamos, pero…». He aquí la entrañable manifestación de un amor condicionado por un tiempo histórico adversativo.


En la novela existe la petición de mano: el hijo que, encontrado su camino, guía y consuela a una madre que se aferra a los carpianos. Sin embargo, no hay rastro de esta confesión de los besos ausentes. Para ser fiel a Steinbeck, el cine tuvo que reescribirlo. El último plano de Tom nos recuerda que Ford era un hombre de palabra porque era un hombre de imagen: – «¿Entonces qué, Tom?» – «Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad». Mutis.



BIBLIOGRAFÍA
GAMONEDA, Antonio, “Descripción de la mentira” en Esta luz. Poesía reunida (1947–2004), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pp. 205, 206 y 212.
RANCIÈRE, Jacques, Tiempos modernos. Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2018, p. 106.
STEINBECK, John, Las uvas de la ira, Barcelona: Círculo de Lectores, 2001, p. 125 y ss, 606 y 611.