«No
matter what happens,
the sun will rise in
the morning».
Barack Hussein Obama.
Qué felices hemos sido. Y lo mejor de todo, sin saberlo. El
mundo prometió acabarse, nos dio su palabra. Asumido el fin de los días y mientras
se gestionaba el papeleo, quedó al cargo un negro enrollado. Bueno, un
afroamericano. Un amante del jazz,
del soul y del baloncesto. Un zurdo en suspensión. Nos calentábamos las manos
en la taza de café mientras tocaba Miles Davis y cantaba Al Green. Hacíamos
ejercicio, hojeábamos libros de Taschen y nos sentábamos en el parque. Pasábamos
mucho tiempo solos, pero era puro recogimiento. Un acto de humildad para no
presumir, para no provocar celos entre cientos de amistades. Hasta el cine, ese
jeremías centenario, era feliz. Tan feliz que los críticos y gran parte de los
espectadores habían consensuado la nueva mejor película de la historia: Boyhood (Richard Linklater, 2014). Todo
se iba a ir a la mierda, pero con sosiego, con palmadas en la espalda y con Arte.
Regurgitada la flema, el abuelo, el mundo, se retractó: ¡Que no me muero, cojones! Ahora toca posponer
el reparto de la herencia. Un legado que el abuelo deja en fideicomiso a un
primate albino con un angora tiñoso en la cabeza. Y que si queremos ir al
cine, que ahí tenemos la última de Clint Eastwood. No quería escribir esto
porque ni siquiera he visto la película de Linklater, el cual me parece un gran
cineasta. Tampoco la última de Eastwood, que todavía me parece muchísimo más
grande. En ambos casos, he disfrutado tanto con su cine que no he tenido ni
tendré inconveniente en esperar a que el mundo se vuelva a acabar para ver sus
estrenos. Solo espero que, en el ínterin, el cine de Hollywood –incluido
el de los dinosaurios venerables– no vuelva a convertirse en arma arrojadiza. Sobre todo porque durante los años que duró el apocalipsis, tuvimos tiempo y voluntad para rehabilitarlo. Ya no era un cine imperialista, ni un cine hueco y grosero
entregado a la vieja retórica espectacular. Arrepentido de sus pecados, conmovido por
las trompetas que tocaban a juicio, Hollywood había adquirido sensibilidad
estética y moral. Sus imágenes ya no eran estiércol, eran humus caramelizado. Sus
mensajes dejaban de ser unívocos y perversos para adquirir capas y capas de
humanismo. Hollywood volvía a ser susceptible de mise en scène. Secuencias que analizar, minorías que integrar.
No sé si Mad Max.
Furia en la carretera (George Miller, 2015) pertenecía o era Hollywood en términos de producción.
Una parte seguro que sí. El caso es que era lo suficientemente
"universal" y “anglosajona” para que lo pareciera. Mad Max se convirtió en el antichivo
expiatorio. Los discursos sobre la película parecían enunciar la manera estándar de dignificación. El problema es que se trataba de dignificar algo que no lo necesitaba: eso
que algunos llaman con condescendencia cine
popular. Ese mainstream no
necesitaba reivindicación porque siempre –de principio a fin del invento y
solo variando formas y cantidad– ha
entregado películas fantásticas independientemente del punto de vista desde el que
se quieran analizar. En perspectiva, aquella operación resulta cada vez más burda. Empezando por el modelo
propuesto para construir el antichivo de los halagos y terminando por el
desfile de carcas pretendiendo (pos)modernidad. Y el término carca nada tiene
que ver con la edad. En su empleo no hay rastro de metáfora generacional, si
acaso intelectual.
La cuestión es que mi idea era escribir algo sobre el
cineasta sudafricano Richard Stanley. Utilizar su cine, sus ficciones, sus
documentales y sus cortometrajes para intentar imaginar lo brillante que podría
haber resultado Mad Max en sus manos.
Por desgracia, mi habitual dificultad para escribir crece en la ucronía hasta
hacerse insoportable. En su defecto queda esta caricatura. El sesudo texto
sobre Stanley no ha sido y no tengo ni idea de si será.
IMAGEN
Hardware (Richard
Stanley, 1990)