«… labra tu cara,
trabaja tus facciones, ten un rostro
para mirar mi rostro y que te mire,
para mirar la vida hasta la muerte,
rostro de mar, de pan, de roca y fuente,
manantial que disuelve nuestros rostros
en el rostro sin nombre, el ser sin rostro,
indecible presencia de presencias...»
Piedra de sol (Octavio
Paz)
Siento curiosidad por la capacidad que tienen ciertos
oficios, hábitos, sustancias y entornos para modificar las facciones del rostro.
Me refiero a cuestiones morfológicas no asociadas a la vejez y cuyo impacto
resulta más inmediato que el modelado genético y climático. Me interesa saber
si la cultura, entendida como la suma de los factores que acabo de enumerar, es
capaz de modificar el rostro más allá de la cosmética y del canon de una época.
Pondré tres ejemplos y una coda.
Primero. La
flacidez del sacerdote. ¿Por qué sus facciones adquieren la textura de una
gelatina mal procesada? El rostro de muchos sacerdotes converge, sin razón
aparente, en una blandura que no siempre es sinónima de bonhomía. Piel ácima, papadas que
tiemblan por miedo a coagularse, mejillas viscosas de rubor diferente al
campesino. ¿Termina la contrición alterando el rostro? ¿Hasta qué punto influye
el ecosistema de un seminario? ¿Es acaso este el fenotipo mediante el cual se
expresa la vocación?
Segundo. El
deterioro orgánico del drogadicto. Sucede algo similar con el demacrado tan
particular que generan ciertos trastornos mentales. Aquí las razones son
evidentes, pero no deja de resultar llamativo el proceso que lleva al rostro
del heroinómano o del fumador de crack a presentar perfiles parecidos. Personas
con un dimorfismo absoluto convertidas en parientes de lo grotesco. Caricaturas
biológicas, contracción amarilla de Kirchner, ángulos rotos de Schiele. Mandíbula
arratonada, pómulo hundido y labio ulcerado. Delgadez fétida y mellada, delgadez
insana y concentracionaria.
Tercero. La
elasticidad de la actriz pornográfica. Ni siquiera la normalización y el exceso
quirúrgico han camuflado ese deje que remata la comisura de sus labios. La
extensión continuada y en ocasiones forzada de los músculos que rodean la boca,
genera un efecto en cadena. El orbicular pierde la memoria frente a la tracción
de los cigomáticos y del risorio. Una deformidad sutil y para algunos, entre
los que no me encuentro, atractiva. ¿Detecta y traduce el cerebro masculino del
sapiens contemporáneo esta anomalía como señal de sexo accesible? ¿Se puede
considerar erótico un efecto secundario de lo pornográfico?
Coda. El luchador
en reposo (c. IV-III a. C.). Figura empapada en sangre, envuelta y sellada por
el misterio del bronce. Todavía no sabemos quién fue su autor, aunque se apunta
a Lisipo o a su escuela. El rostro congestionado refleja la violencia material,
los cortes –maravillosas incrustaciones en cobre–, el tabique fracturado, el suave aplastamiento generado por la repetición de los
golpes, la oreja de coliflor, el desgaste inconfundible de los arcos
superciliares y de las cavidades orbitarias, restos de arena, cuero y lana del arte de la fistiana. Este naturalismo no obsta para que
los signos queden enmascarados por los significados, por el aire, por la psicología del personaje. El púgil,
además de exhausto y herido, está sonado. El escultor logró captar esta
condición con capacidad pictórica y diagnóstica. La obra nos ofrece la
representación afectiva de una serie de alteraciones neurológicas. Es decir,
comprendemos la razón fisiológica profunda mediante la razón fisonómica
inmediata. Faltan los ojos y los dientes, que a buen seguro habrían ajustado el
pathos.
La escultura es impresionante en su conjunto. La culminación
de un tema muy querido al Mediterráneo desde los frescos minoicos hasta las
cerámicas de pinturas rojas y negras. No conviene subestimar el hecho de que aquí
desaparezca la acción. El espectador debe imaginar el combate. No solo el que
acaba de celebrarse, también los anteriores. Y los síntomas apuntan al
encarnizamiento, a meses y años de trauma y conmoción. Ahora el escultor nos
ofrece la síntesis en forma de secuela, el instante posterior donde se acumula
y se expresa lo anterior. El luchador está literalmente en el rincón y el cuerpo
descansa sobre sí mismo. Fue de esta forma, ejercitando y balanceando la
anatomía, como prosperó la escultura griega del periodo arcaico al clásico y
más tarde al helenístico. De los kuroi al Apoxiomeno de Lisipo pasando de
manera obligatoria por el Doríforo de Policleto y el Efebo de Kritios. La
postura del púgil es la de quien busca relajar los pulmones y los músculos. En
comparación con la escultura erguida, la sedente siempre fue minoritaria.
Sentarse era vulgar, nada noble, abandonar lo que había constituido la dignidad
y la norma escultórica. Esta en concreto recuerda a otra obra de Lisipo: el Hércules
Epitrapezios. Autorías al margen, el luchador es un ejemplo maravilloso de
transición entre periodos. De cómo lo clásico pervive en lo helenísitco, de
cómo el segundo matiza y deforma al primero.
El púgil se gira, vence el cuello, crujen las vértebras y
nos confiesa que Pollitt tenía razón, que todo el arte griego está marcado por
un mismo dilema: «representar lo específico a la luz de lo genérico». Lisipo
fue un maestro que modificó el idealismo precedente mostrando mayor énfasis en
la personalidad del retratado (Alejandro, Sileno, Aristóteles). Introdujo variaciones
en la pose (Apoxiomeno) y en el canon (8 cabezas en lugar de 7), dio prioridad
al realismo óptico sobre la regla geométrica, innovó en lo técnico y renovó los
géneros. El comienzo del Helenismo presenció un hecho común a todas las
civilizaciones: «la polarización entre el sabio y las masas incultas». La diversificación
de la producción y del encargo obligó al artista a satisfacer gustos opuestos.
Por un lado, recompensar a un círculo capaz y predispuesto al relato mitológico
y la alegoría compleja. Por el otro, un público nada instruido y mayoritario
que buscaba ser asombrado. Fue a partir de esta necesidad de donde surgió lo
que el mismo Pollitt llamó «táctica de choque». Esto es, el exceso que acompaña a la decadencia anunciada. A las guerras y al sofista les siguió el colosalismo
del Hércules Farnesio y la teatralidad de la Escuela de Rodas.
BIBLIOGRAFÍA
PAZ, Octavio, El fuego
de cada día, Barcelona: Seix Barral, 1989, p. 100.
POLLITT, J. J., Arte y
experiencia en la Grecia clásica, Bilbao: Xarait Ediciones, 1987, pp.
150-166.
IMÁGENES