Agua, viento, polvo (Aab, baad, khaak, Amir Naderi, 1989) es
una de las grandes películas postapocalípticas de la historia. Lo es porque nos
cuenta el apocalipsis verdadero: el que no existe. Aunque sería más apropiado
decir que ilustra uno de los muchos apocalipsis que acontecen a diario. Un fin
de los días particular y restringido. El apocalipsis medioambiental y
sentimental que acarrea la pérdida del lugar y de los seres queridos. En la
película de Naderi no vemos las
consecuencias de un catástrofe atómica, ni de una pandemia. Ni siquiera las de
un cataclismo planetario. No hay radiación, no hay patógenos, no hay
meteoritos; hay algo peor: hombres. La suficiencia de los hombres y un puñado
de ruinas naturales y artificiales. Vestigios de lo que bien pudo ser un
jardín.
Decía que “no vemos” y acertaba. Todas las imágenes están
pasadas por el filtro del polvo. Y al no ver hay que sumar el no oír. Todos los
sonidos están condicionados por el viento. La solución vital y cinematográfica a
estos problemas —la única capaz de barrer el grano y templar el grito— era la
gran desaparecida: el agua. El agua arrullaba el oído y limpiaba los párpados. En su ausencia, pozos y campos agostados. Páramo
cuarteado del espanto por el que cruzan los grupos de la diáspora. Siluetas,
cadáveres errantes, dunas en armas. Huesos desordenados como la infancia de un
niño, como la infancia de un fósil. El boqueo baldío del pez, la risa
petrificada del asno. Bueyes tumefactos a medio devorar por los perros, a medio
explotar por los gases. Paisaje y película represaliados.
Agua, viento, polvo
es la película clave de la filmografía de Naderi. La de un desplazamiento
intuido y poco después ejecutado. La de un desastre natural y emocional
correspondido por un desastre cinéfilo. Rehabilitado en diferentes
retrospectivas y homenajes, ¿cuántos se acuerdan de una figura
clave del cine iraní de los años setenta y ochenta? Deberíamos ver o volver a ver sus
películas, no solo las “americanas” o las cosmopolitas. Para lograrlo tenemos
que imitar a sus personajes y buscarnos la vida. Sobreponernos a la
incomprensible ausencia de ediciones comerciales. Buscar en el desierto los
indicios del lago. Vagar sin tino, emprenderla a la palazos hasta que las olas rieguen
la Quinta de Beethoven. Regresar al lugar donde todo ha sido calcinado con la
esperanza de adivinar el comienzo de la estación del frío. Aquella a la que
Farrojzad le tenía tanta fe. Aquel lugar, aquella estación donde todo
desaparece bajo palabra de renacer: «Tengamos fe en las ruinas de los jardines
de la imaginación».