«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Pasados citados por Jean–Luc Godard

El último párrafo de Pasados citados por Jean–Luc Godard (Santander: Shangrila Textos Aparte, 2017) contiene el motivo y el interés, el método, la tesis y el corolario del resto del libro. Apenas una docena de líneas encabezadas con un adverbio de duda (“Quizá”) y rematadas con uno de los sintagmas abiertos por excelencia: “discurso artístico”. Cuando Georges Didi–Huberman rinde cuentas, renuncia al modo categórico. Y es así porque tal es su deseo, no porque la brillante práctica de su profesión se lo impida. El historiador es consciente de la disputa entre incertidumbre y absoluto que ha desencadenado a lo largo de doscientas páginas. Afirmar las dudas que generan toda hipótesis de futuro y todo discurso artístico, no es un acto de cobardía. Mucho menos entregarse al relativismo. Es decir, cuando el lector concluye la lectura, sabe que la ausencia de argumento de autoridad es la principal enseñanza.


Firmado en septiembre de 2013, el texto se despedía esperando otro adiós. La despedida, igual que el saludo, es un acto que solo adquiere sentido y función en la correspondencia. Aquí el enunciador aguarda que su adiós coincida con el que su interpelado prometió ofrecerle al lenguaje. Es por esto que Didi–Huberman, además de por sano principio de método, es incapaz de dictar sentencia. Depende de ese gran otro al que no cabe concebir como enemigo, ni siquiera como asesino en serie de la imagen no sujeto a reinserción. Cuando Jean–Luc Godard anunció su Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014), Didi–Huberman no tenía nada claro si el cineasta lo haría apoyado en el quicio de esa cinemateca universal que hizo establecer en su moviola. Y cuando Didi–Huberman vislumbra ese Adiós, despierta su Quizá: «Se atreverá realmente (…) a dejar de hablar en voz alta, a sostener un lenguaje de verdad vendido exclusivamente de sí mismo». Esto que parece el último intercambio de golpes o el penúltimo regateo intelectual en la distancia es, en rigor, una esperanza en versal. Del choque entre lo áspero y lo suave o del, en definitiva, montaje dialéctico entre lo robusto de un adiós y lo grácil de un quizá, nace la tercera imagen del libro. Aquella que todo lector debe recoger resolviendo o dilatando las interrogantes. Porque, en conclusión, ninguna de las preguntas que GDH realiza sobre la persona y la actividad de JLG «quitan nada a su arte, que es inmenso. Solo a su arte de sentar cátedra».

En este cierre precavido, que no es cierre pero que tampoco es apertura, que no es sino batir de hojas y de alas, se intuye el mariposeo característico del historiador. El quizá, el reñir entre una imagen y la imagen, entre el peso de los procesos y la volatilidad del producto, entre larva informe e insecto majestuoso, entre repulsión y fascinación. El revoloteo de una de las 17.000 especies diferentes de falenas. Aquella «energía invisible» por la que preguntaba en otra de sus obras si somos capaces de saber mirar. El mariposeo del que reconoce –con humor– ser acusado por ciertos colegas habita en la variedad temática, pero también en la elegancia de su letra y, sobre todo, en esa energía invisible que nos hace raspar la esquina de cientos y cientos de hojas. Que no son hojas, que son alas. El historiador ha diversificado sus intereses sin perder profundidad, Didi–Huberman mueve las alas y se desata un tifón en determinadas sentinas de la academia. En lo que se refiere a su oficio, ha hecho del mariposeo una coherencia.

El libro se divide en seis apartados que podrían quedar reducidos a cuatro. Primero, el arte de la cita: el hecho mismo, su escritura, la sustancia intelectual y la sustancia formal, su implicación histórica y su repercusión autoral. Segundo, el problema judío: el establecimiento y la función de un campo–contracampo mediante dos tipos de montaje. Los excesos y la confusión de un hipotético arrepentimiento vychista. Lo arriesgado de equiparar antisionismo con antisemitismo. ¿Son los palestinos de hoy los judíos del ayer? La identificación del Godard niño con el icono infantil de la redada en Varsovia, el careo judío–musulmán de Nuestra música (Notre musique, 2004) y la imposible convivencia de Hitler y Golda Meir en Aquí y en otro lugar (Ici et ailleurs, 1976) mediante recomposición, serán ejemplos recurrentes de esta embarazosa política del contracampo. Tercero, la construcción del espacio (i)lógico, unitario y común que impone el ejercicio de la cita. De la tradición de los atlas de imágenes a los museos virtuales. Y cuarto, la relación entre el cine y la poesía a la que conduce. Un tránsito godardiano en el que el director de El desprecio (Le mépris, 1963) pasa de citar a los románticos del siglo XIX a comportarse como uno de ellos.


El volumen será de interés para todos aquellos interesados en los problemas derivados de una concepción del archivo como forma viva, de las teorías del fragmento, de las temporalidades de la historia y de las distancias de la estética. Es más, será de su agrado porque en ningún caso vuelve sobre las corrientes habituales del fenómeno. Me refiero a que Didi–Huberman enreda en las potencias del archivo de manera bien distinta a como lo hacen o hicieron Rosellini, Sekula, Weinrichter, Wees o Derrida. Didi–Huberman parece dar por sentada esa concepción de la imagen y de la palabra reutilizadas como generadoras de nuevos significados. Sin duda parece más preocupado por el paso ulterior, por la paradoja que supone enunciar de manera categórica la explosión poética que acontece en pleno montaje. Ese lugar donde el cineasta es cualquier cosa menos un arconte derridiano que fija, cierra y da esplendor. Sin mencionarlo, Didi–Huberman echa en falta la presencia serena de ese mal de archivo, de ese afuera inminente, de esa posibilidad cierta de revolverse contra sí mismo, de esa pudrición y de esa muerte que JLG pretende afirmar y negar al mismo tiempo. Huyendo de todos los tópicos ligados al intertexto y al pastiche de la posmodernidad, Didi–Huberman hurga en los afectos de la imagen y de la palabra. En él, como en las vanguardias auténticas, prevalecen los relatos sobre la técnicas. Tomando el título de otro de sus libros, nos invita a remontar el tiempo padecido.

Para ello, hace una lectura inteligente de los dos momentos que marcan esta peripecia. Un primer instante (1956) donde el montaje godardiano es su hermosa preocupación (Montage, mon beau souci). Lugar de fulguración y de «fecundidad heurística», ámbito de producción de sentidos y de posibilidades de puesta en escena. El espacio y la acción corporal donde todo acontece: el rácord sobre una mirada. Opción poética que será reconducida por un giro ideológico (1967). Es entonces cuando el montaje abandona la libre asociación y el flujo de deseo para convertirse en un «fusil ávido de conclusión». JLG transita de un modelo centrífugo a otro centrípeto donde los poemas se recitan como consignas. Entre la regla y el azar, el montaje nunca dejará de ser un juego, pero para Didi–Huberman resulta obligatorio indicar cuándo se presenta como un juicio.


Traspasado el umbral de los sesenta, Didi–Huberman recoge los efectos secundarios de aquella transformación. Lo hace examinando las Historia(s) del cine (Histoire[s] du cinéma, 1988) y otros ensayos audiovisuales como The old place (2000). Pensar la forma para obtener la forma que piensa. Llegado el caso, que lo hace y bien pronto, Didi–Huberman distingue entre la imagen que aflora como arqueología de una supervivencia de otra que, bendecida por Godard, regresa como teología de una resurrección. Cuando el vibrante caminar del Ángel de la Historia (JLG como ente benjaminiano que, según Serge Daney, iba «de adelante hacia atrás, con la mirada vuelta hacia aquello de lo que se aleja») se convierte en un deambular torturado y vicioso, se genera un lamento en el historiador. Dentro de las posibilidades que ofrecen las diferentes duraciones de la historia, Godard optó por una dialéctica demasiado unilateral o demasiado ambivalente. Su autoridad de autor comenzó a llegarnos demasiado a menudo de manera autoritaria.
Esta autoridad es equívoca porque reivindica la libertad del poeta para no tener que entrar en una discusión sobre la verdad histórica de la que, sin embargo, pretende convencernos. (p. 160)
La principal víctima del suceso (POÈTE/JE/SUIS) no fue Godard, sino el propio cine, ciertos teóricos y no pocos aficionados. En el apogeo de la paradoja, JLG se colocó en el centro de esa radicalidad ambivalente. Encendió un habano, carraspeó, inhaló el cine y, tras espirar figuras palatinas, fue erigido maestro, jefe y líder. Amo creador de un estatuto donde el cine, como el humo, marchaba hacia lo puro por lo impuro. Para Didi–Huberman JLG no es tan único ni tan inimitable como muchos aseguran, sino que se inscribe dentro de una extensa tradición donde el humanismo (sí, por misantrópico que pueda o quiera parecer) y las arte liberales impugnaron a Platón para dejar de oponer imágenes sensibles y verdades inteligibles (p. 134). Es así como Godard, en tanto artista y pensador, debe situarse ante la Historia y no solo, «como es asunto de los cinéfilos», en la historia del cine.

Hace justo un año, después de leer un artículo sobre la labor crítica de Jean–Luc Godard, envié un correo electrónico a su autor. Apenas lo conocía y carecía de confianza, pero algunos ya sabrán de estos mensajes espontáneos donde el miedo a molestar termina superado por la necesidad de reconocimiento y gratitud. Allí le decía que había expresado una idea que siempre compartí, una idea fundamental y en cierto grado trágica: la incapacidad no tanto de Godard como de su entorno para trascender el cine. Esa «pesadez ontológica», ese metalenguaje asfixiante, esa autorreferencialidad sadomasoquista a las que hace referencia el propio Didi–Huberman. También le decía que pensaba en Pasolini como su envés. Entonces no había leído este libro y ahora me agrada encontrar en su última parte esta misma discusión. JLG y PPP: «dos hermanos en las antípodas» (p. 189).

Muchas veces sigo pensando en Godard como una de esas estatuas de bronce a la que beatas y turistas han pulido una parte de su anatomía. El resto de su cuerpo yace o se yergue al abrigo de la pátina mientras los pies, el seno, la mejilla o la mano presentan una lustre improcedente. Pasados citados por Jean–Luc Godard no ha hecho más que refrescarme esta imagen de un Godard broncíneo cuyas gafas de pasta han perdido el verdín depositado por la historia. Y quien dice historia dice polución. Unas gafas godardianas que la corte de beatas ha dejado radiantes a base de besos, lágrimas y empellones. Sinceramente, creo que podríamos haberle ahorrado tanto agasajo, tanta cita efusiva y tanta caricia intempestiva. Yo he sido el primero en acudir al besagafas cuando podría haber acudido al de Vertov, al de Kluge o al del Homo antecessor. La comodidad, esto es, la mala costumbre de citar al que cita en lugar de entrenar la genealogía de la idea.

Los detractores del cineasta tienen en este libro una magnífica oportunidad para matizar su postura, para cambiar su, a mi entender, equivocada e injusta percepción. Para dejar a un lado fobias y pesadillas, para apreciar muchas de las razones que hacen de JLG uno de los grandes creadores vivos. Por su parte, los corifeos darán más de un respingo durante la lectura. Harán bien en no tomarlo como una afrenta personal porque es, de suyo, una oportunidad para el aprendizaje y la eventual apostasía.

BIBLIOGRAFÍA
DIDI–HUBERMAN, Georges, Pasados citados por Jean–Luc Godard. El ojo de la historia 5, Santander: Shangrila Textos Aparte, traducción de Mariel Manrique y Hernán Martutet, 2017. Primera edición: Passés cités par JLG. L’oeil de l’histoire, 5, París: Les Éditions de Minuit, 2015.
DIDI–HUBERMAN, Georges, Falenas. Ensayos sobre la aparición 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, traducción de Julián Mateo Ballorca, 2015.
DIDI–HUBERMAN, Georges, Remontajes del tiempo padecido. El ojo de la historia 2, Buenos Aires: Biblos, traducción de Marina Califano 2015.

IMÁGENES
Nuestra música (Jean–Luc Godard, 2004)
Un oeil, une histoire, 1 (Pascale Bouhénic, Marianne Alphant, 2015)
Nuestra música (Jean–Luc Godard, 2004)
Aquí y en otro lugar (Jean–Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Anne-Marie Miéville, 1976)
The old place (Jean–Luc Godard, Anne-Marie Miéville, 2000)

¿Acaso no matan a los elefantes?


Las gárgolas se han escapado, los humores me ahorcarán. Grietas, coágulos de luz, llegó el final. En la derrota de los fajones, la última mirada del claristorio. Bajo agujas, ménsulas y ojivas, mi letra sobre el atrio de la muerte. Hoy es el día de las sogas de algodón y los cadalsos apaisados. De las vidrieras ciegas y los sillares vacíos. Derrame en la pleura de los arcos mellados. Nervio, estrago y crucería. Domo de pergamino, pulcra y honrada altanería.


Tumores yermos, papilomas de la modernidad, escoliosis y fatiga. Pliegues de la existencia, vuestras sábanas por mi vida. El catre es recto, ahora es víctima. Ser vosotros me destruirá. Humana, decúbito supino, tal es mi voluntad. Renuncio al aguafuerte, rindo el rostro, asalto el sueño, pongo a dormir el lamento. El gris es manso, mullido como el vellón de este cordero. Qué grato estar tendido al carboncillo.


El ruido de la porcelana era azul. La sustancia turbia de las cinco me ungió de cobre el paladar. La lengua entumecida, la saliva fermentada y, sin embargo, venteo la madreselva. ¿Seguirán creciendo los árboles? ¿Acaso no disparan a los elefantes? Cuando las bestias aprendan a llorar, cuando el ogro se adentre fuera de la cueva, el aleteo cóncavo de las palomas desolladas.


Que nadie prenda el incienso, creo en el teatro y en la educación. Nada desaparece, versículos recitados, tuétano fosilizado, huesos transidos de calcio. La madre temblaba en la intimidad de los esponsales. Dolor custodio, Locasta insomne, amor que habita en una tierra deforme. Fuera del marco ternura, el suave espanto de un cielo estrellado.

IMÁGENES
El hombre elefante (The elephant man, David Lynch, 1980)