«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Werner Schroeter, las potencias de lo falso

He tenido la suerte de leer el libro sobre Werner Schroeter que acaba de publicar Shangrila. Digo suerte porque la literatura cinematográfica, a veces, es una desgracia. A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte no es solo el hermoso título disfrazado de dedicatoria, también es el estilo, es el ánimo y es el contenido. Cuando todo –la admiración, la muerte y la amistad– invita al panegírico, aparece la emoción sincera, resignada y distanciada. Y como la única emoción posible –la biológica y la aristotélica– no consiente la dilatación temporal, se fragmenta.

El libro está compuesto por 74 fragmentos. Tres más que aquella horrible película de Haneke. Nueve más que los 65 años con los que Schroeter contaba en el momento de prolongar su estado natural frente a la muerte. 65 que no parecían 74, sino 105. Fragmentos que terminan siendo más completos y compactos que la habitual retórica analítica. Películas, planos, vivencias y pensamientos reducidos a uno o dos párrafos que ni siquiera buscan –porque no la necesitan– la clave hermenéutica de un cine para el que muchos siempre la han demandado. Brochazos, benditos brochazos  empastados sobre la pared, sobre la página. Entre las grietas, entre las líneas, se aprecian las cerdas caídas en combate. Ojos amoratados, anillos de rubí, botas de cowboy, arias, rock y melodías italianas, putas, drogas y chaperos… el camp y lo estrafalario como transformaciones de lo sublime. ¿Qué me impide juntar estas ruinas de posguera y convertirlas en un palacio? ¿Por qué no agarrar un puñado de estas cenizas y mezclarlas con purpurina? “Es más interesante transformarse que reproducirse”, dirá el cineasta. Lo cierto es que si Goethe regresara de entre los muertos y viera una película de Schroeter, volvería  a decir aquello de la “poesía de hospital”. Azoury se ajusta al cine de Schroeter, que no es de kolinsky y acuarela, sino de brocha –diría que hasta de rodillo– y acrílico.


El fragmento, quizá, como método apropiado para pensar y fijar el desbordamiento, el exilio vital y cinematográfico de este "zorro psicodélico". Cine donde son los fotogramas quienes piden, inflamados de naranja, revestidos de plasma coronal, ser cortados. Cine donde la flor debe abrirse por completo, aun a costa de perder la armonía. Se abre porque debe y no le importa morir. Otro buen ejemplo que revoca el absurdo símil entre literatura fragmentaria y pintura impresionista. Y el todavía más inexacto entre el fragmento y la indeterminación posmoderna. El libro de Azoury, sin temor a exagerar, sin temor a la muerte, es digno representante de la densidad morfológica y semántica del fragmento moderno. Aquel donde naufragar siempre resultaba dulce, aquel donde se ordenaba la escritura del desastre. De Leopardi y Nietzsche a Cioran y Blanchot. Cuenta cada palabra, no hay relajación posible en la sintaxis. Un descuido, un mal verbo y el fragmento deviene refrán o, aun peor, crónica rosa.

Sin más relación que el capricho de mi memoria, la lectura me devolvía a la Amistad (Intermedio, 2012), con mayúscula, de Lubitsch y Raphaelson. Lees a Azoury y te imaginas a Magdalena Montezuma y a Christine Kaufmann desmaquillándose a paladas. Las has visto llorar en pantalla, pero no es lo mismo. Ese rímel desleído, veneno decadente, es demasiado perfecto, pertenece al melodrama. Ahora las vemos quitándose las pinturas de guerra en la ópera del camerino. Frente al espejo, no frente a la cámara, dudando si deben seguir moviendo los labios a ritmo de vinilo craquelado. Sin saber si todavía son divas o clowns. Sigues leyendo y escuchas la psicofonía que se desprende de uno de los fragmentos. Detrás de la cortina y como quien recita a Rilke, Candy Darling ensaya diálogos de Kim Novak mientras sueña con una vagina nueva.

Estoy a años luz de considerarme un experto en el cine de Schroeter y de cualquier otro. Ahora he visto películas suyas que desconocía y quizá recupere otras que en su día no comprendí o malinterpreté. El cine de Schroeter siempre me interesó, pero nunca me entusiasmó. Después de esta lectura seguiré a tientas. Azoury no me ha dicho dónde o cómo debo mirar, y lo ha hecho con la amabilidad que solo se siente en la buena literatura.

BIBLIOGRAFÍA
  • AZOURY, Philippe, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016. Traducción de Mariel Manrique. Primera edición: A Werner Schroeter, qui n'avait pas peur de la mort, Nantes: Capricci, 2011
  • RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Madrid: Intermedio, 2011. Traducción y "Glosario innecesario" de Pablo García Ganga. 
IMAGEN
Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986)