He tenido la suerte de leer el libro sobre Werner Schroeter
que acaba de publicar Shangrila. Digo suerte porque la literatura cinematográfica, a veces, es una desgracia. A Werner Schroeter, que
no le temía a la muerte no es solo el hermoso título disfrazado de
dedicatoria, también es el estilo, es el ánimo y es el contenido. Cuando todo –la
admiración, la muerte y la amistad– invita al panegírico, aparece la emoción
sincera, resignada y distanciada. Y como la única emoción posible –la
biológica y la aristotélica– no consiente la dilatación temporal, se fragmenta.
El libro está compuesto por 74 fragmentos. Tres más que
aquella horrible película de Haneke. Nueve más que los 65 años con los que
Schroeter contaba en el momento de prolongar su estado natural frente a la
muerte. 65 que no parecían 74, sino 105. Fragmentos que terminan siendo más
completos y compactos que la habitual retórica analítica. Películas, planos,
vivencias y pensamientos reducidos a uno o dos párrafos que ni siquiera buscan –porque
no la necesitan– la clave hermenéutica
de un cine para el que muchos siempre la han demandado. Brochazos, benditos
brochazos empastados sobre la pared, sobre
la página. Entre las grietas, entre las líneas, se
aprecian las cerdas caídas en combate. Ojos amoratados, anillos de rubí, botas
de cowboy, arias, rock y melodías italianas, putas, drogas y chaperos… el camp y lo estrafalario como transformaciones de lo sublime. ¿Qué me impide juntar estas ruinas de posguera y convertirlas en un palacio? ¿Por qué no agarrar un puñado de estas cenizas y mezclarlas con purpurina? “Es más
interesante transformarse que reproducirse”, dirá el cineasta. Lo cierto es que
si Goethe regresara de entre los muertos y viera una película de Schroeter,
volvería a decir aquello de la “poesía
de hospital”. Azoury se ajusta al cine de Schroeter, que no es de kolinsky y acuarela, sino de brocha –diría que hasta de rodillo– y
acrílico.
El fragmento, quizá, como método apropiado para pensar y fijar el
desbordamiento, el exilio vital y cinematográfico de este "zorro
psicodélico". Cine donde son los fotogramas quienes
piden, inflamados de naranja, revestidos de plasma coronal, ser cortados. Cine
donde la flor debe abrirse por completo, aun a costa de perder la armonía.
Se abre porque debe y no le importa morir. Otro buen ejemplo que revoca el
absurdo símil entre literatura fragmentaria y pintura impresionista. Y el todavía
más inexacto entre el fragmento y la indeterminación posmoderna. El libro de Azoury,
sin temor a exagerar, sin temor a la muerte, es digno representante de la
densidad morfológica y semántica del fragmento moderno. Aquel donde naufragar siempre resultaba dulce, aquel donde se ordenaba
la escritura del desastre. De Leopardi y Nietzsche a Cioran y Blanchot. Cuenta
cada palabra, no hay relajación posible en la sintaxis. Un descuido, un mal
verbo y el fragmento deviene refrán o, aun peor, crónica rosa.
Sin más relación que el capricho de mi memoria, la lectura
me devolvía a la Amistad (Intermedio,
2012), con mayúscula, de Lubitsch y Raphaelson. Lees a Azoury y te imaginas a
Magdalena Montezuma y a Christine Kaufmann desmaquillándose a paladas. Las has
visto llorar en pantalla, pero no es lo mismo. Ese rímel desleído, veneno
decadente, es demasiado perfecto, pertenece al melodrama. Ahora las vemos
quitándose las pinturas de guerra en la ópera del camerino. Frente al espejo,
no frente a la cámara, dudando si deben seguir moviendo los labios a ritmo de
vinilo craquelado. Sin saber si todavía son divas o clowns. Sigues leyendo y escuchas la psicofonía que se desprende de
uno de los fragmentos. Detrás de la cortina y como quien recita a Rilke, Candy
Darling ensaya diálogos de Kim Novak mientras sueña con una vagina nueva.
Estoy a años luz de considerarme un experto en el cine de Schroeter y de cualquier otro. Ahora he visto
películas suyas que desconocía y quizá recupere otras que en su día no
comprendí o malinterpreté. El cine de Schroeter siempre me interesó, pero nunca
me entusiasmó. Después de esta lectura seguiré a tientas. Azoury no me ha dicho
dónde o cómo debo mirar, y lo ha hecho con la amabilidad que solo se siente en
la buena literatura.
BIBLIOGRAFÍA
BIBLIOGRAFÍA
- AZOURY, Philippe, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016. Traducción de Mariel Manrique. Primera edición: A Werner Schroeter, qui n'avait pas peur de la mort, Nantes: Capricci, 2011
- RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Madrid: Intermedio, 2011. Traducción y "Glosario innecesario" de Pablo García Ganga.
IMAGEN
Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986)
Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986)