Este libro comenzaba con la profesora Gabi Teichert enfrentándose a un caput mortuum. Su oficio, después de infinitas alquimias metodológicas, se había convertido en la escombrera hacia la que todos volvían la cabeza para escupir. Decadencia y desolación en el edén de la Historia. Clío siempre había sufrido la angustia del método. Unas veces con indolencia, otras con rebeldía, casi siempre con parálisis. Incapaz de cerrar la herida por la que se desangraba un conocimiento empeñado en segregar ciencia y arte, Clío era la musa de la indecisión. A lo largo de estas páginas, mi esfuerzo se ha centrado en sacarla del letargo. Para ello, he encuadernado su libro y he afinado su trompeta. Empeñado en satisfacerla, puse a su disposición nuevos instrumentos. En lugar de vestidos y perfumes, le regalé tiempo, analgésicos y metáforas. Llegados a destino, justo cuando quería presentarla en sociedad como la distinguida dama que es, Clío se había convertido en Vanellope von Schweetz.
Los designios de la evolución son escrutables. Clío era musa; Vanellope, qué duda cabe, es Cenicienta. Pero es una Cenicienta punk. Sabiendo lo banal de codiciar un vergel donde soplar suavemente la trompeta, Vanellope se dedicó a rasgar las cuerdas de su guitarra de caramelo entre las ruinas y el sarro del capitalismo posindustrial. Solo Vanellope podría aparecer entre los intersticios de una película de Derek Jarman vendiendo algodón de azúcar. Vanellope es la patita fea naturalista que debía conducir a las humanidades del siglo XXI hasta la tierra prometida. Pero ella no quiere ejercer de reina y mucho menos de mesías. Abjuró del miriñaque y de la soberanía mientras se ajustaba la faldita tableada y los leotardos asimétricos. Sin más corona que una coleta, sin más cetro que un regaliz, Vanellope proclamó la república del conocimiento, amnistió a los pecadores y legalizó la práctica del insulto cariñoso. Vanellope, pixléxica perdida, convirtió el rancio y caligráfico volumen de la Historia en un código open source. Ante la imposibilidad y la injusticia de prohibir y castigar el error, lo incorporó a los manuales de estética.
Lo mejor de todas estas mutaciones es que Vanellope no terminó convertida en algo sobre lo que añadir el prefijo neo– trans– o pos–. Vanellope es neo en sí misma, en su código abierto y modificado, en sus lógicos saltos espaciotemporales, en su numérico sentimiento. Vanellope no habla del futuro, pero nos conduce hacia él. Lo hace mientras tararea a los Sex Pistols: ♫ No future, no future for you, no future for me ♫
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Cuando Debord dijo que los conocimientos que conformaban el pensamiento del espectáculo estaban sometidos y condicionados desde el mismo momento en que no podían ni querían pensar su propia base material, se equivocaba. También lo hizo cuando extendió ese criterio –sin citarlo, pero en clara referencia al arte conceptual– a la disolución del arte moderno. Para Debord, el sistema espectacular era demasiado taimado para permitirlo.
Revertir esta imposibilidad, pensar y reconsiderar esa base material, tal es mi intención. Pero tampoco quiero dejar de asumir lo sesgado de la cita. Aquella imposibilidad debordiana nunca fue tan pesimista. Sabio y por ende contradictorio, tanto Debord como el resto del proyecto situacionista estaban repletos de placer, de oportunidad y, a su manera, de esperanza. Que la doble autolisis del movimiento y de su cabeza privilegiada no sobredimensione su perfil lúgubre. La Internacional Situacionista, a diferencia de sus tardías y parciales relecturas posmodernas, no postulaba ni la alineación inevitable, ni la imposibilidad crítica. Había que buscar, o en su defecto sembrar, las semillas del albedrío, del deseo y de la emancipación. Sadie Plant, con la “supervivencia entre las ruinas” de Baudrillard en el recuerdo, dijo que el posmodernismo era un buen manual de supervivencia. Efectivamente, precaria y afligida supervivencia que, entre otras renuncias, aceptaba la confusión y la parálisis como metarrelatos de una vida. Sin riesgo, la transformación a la que siempre aspiró la creación de situaciones dejó de existir.
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Mi planteamiento parte de la idea de consiliencia y esto puede llevar al acomodo. Quiero decir, la consiliencia no debe confundirse con consenso y armonía, con un darse la mano y contemplar la puesta de sol. Seguro que en algún momento puedo transmitir esta impresión. La consiliencia que demandan las humanidades es menos amable. Requiere de renuncias, de replanteamientos y de la sincera asunción de los errores. Reconocer que hemos abusado del esoterismo retórico y metodológico. Lo que de ninguna manera requiere es que todos los del gremio nos convirtamos en hombres del Renacimiento, en polímatas del nuevo siglo y en científicos ilustrados. Digo esto porque mi creencia en las humanidades sigue intacta. Escuchad a alguien despreciar las humanidades y tendréis antes vosotros a un terrorista del conocimiento. Quizá solo a un envidioso o a un necio. Su valor y su condición de imprescindibles aumentan cuando los gobiernos de turno, sean del país que sean, amenazan con mutilarlas. Así pues, que uno de los propósitos sea la autocrítica de las humanidades, no implica que mi punto de vista sea el de un renegado o el de un converso resentido.
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La estética en general y la del cine en particular quiso superar el academicismo descriptivo adentrándose en la conspiración. Todos nos hemos entregado alguna vez al delirio, a la paranoia y a una hermenéutica hipocondríaca. Hemos querido ver cosas que nosotros mismos no creeríamos. Vemos códigos brillar en la oscuridad cerca de la puerta de la Iconología. Bipolares, también queremos ver las imágenes como una proyección maléfica del sistema espectacular. Como sedantes que prolongaran nuestro placer modorro. Es una de sus funciones y de sus dimensiones, no se puede negar. Pero la imagen no siempre coincide ni con el discurso de un replicante que parece haber leído a Novalis, ni con el apéndice edulcorado de una matrix ulcerada.
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La última deducción de todo buen hipocondríaco es si se debe medicar la hipocondría. Una vez que el diagnóstico te asegura que no padeces enfermedad alguna, lo aceptas no sin antes pedir algún remedio para ese no padecer. Como decía, el encuentro y la conciliación no deben confundirse con una metodología meliflua y temerosa. Prefiero cometer un error por hipocondría, que por sedación. Descifrar, predecir y hasta inventar códigos forma parte de nuestra naturaleza más preciada. Fue y sigue siendo uno de nuestros mejores mecanismos para la supervivencia. Además, el código implica una actividad fisiológica indisociable de un posterior análisis cultural.
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¿Han sobrevivido la narración y la materia al nuevo siglo? No cabe duda. Lo han hecho –parafraseando el título del filme de Claude Lanzmann– como alguien vivo que pasa. La supervivencia siempre implica resistencia, pero también mutación. Entre ambas, la adaptación. Narración y materia nunca fueron Carlota Valdés y Madeleine Elster. No tuvieron la necesidad de regresar de entre los muertos porque jamás se lanzaron al vacío desde una torre. Cuando Judy Barton apareció vaciada de toda aquella delicadeza, sin una pose de cuadro, sin un bouquet entre las manos, sin un moño en espiral que lubricara nuestra mirada, con el cabello platino venido a cobre, maquillada con vulgaridad y expresándose de manera procaz, el pobre Scottie dudó. Todos hemos sido Scottie en algún momento. Sin embargo, Scottie descubrió que todo era una farsa. Que lo que cayó de la torre era un cadáver, pero también un señuelo. Narración y materia nunca debieron aparecer en las esquelas que nos apresuramos a escribir. Muchos las redactaron por morbo, otros por ignorancia; los más, llevados por la corriente. Algunos tuvieron la decencia y la precaución de colocarlas entre interrogaciones o de cambiarlas por un cartel de se busca. Por fortuna para el ser humano y para el conocimiento científico, la pareja siguió paseando ajena al desprestigio y a los recurrentes intentos de homicidio.
REFERENCIA:
AMABA, Roberto, Narración y materia. Supervivencias de la imagen cinematográfica, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2019, pp. 429-436.
IMÁGENES:
La patriota (Die patriotin) (Alexander Kluge, 1979)
¡Rompe Ralhp! (Wreck it Ralph!) (Rich Moore, 2012)
Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958)