«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

El barco de la muerte: una impresión lacaniana

I. Bambi
Se escribe sobre cine si te pagan, si te gusta o si tienes un trauma pendiente. Yo soy de los últimos. Escribo sobre cine para ajustarle y ajustarme las cuentas. Uno de mis primeros recuerdos, si no el primero, es en una sala de cine… berreando. Con el tiempo y los testimonios recompuse la escena. Tenía unos tres años y mis hermanos, no sé cuántos o cuáles de los seis restantes, me habían llevado a ver Bambi (David Hand, 1942). En plena proyección no pude soportar una ausencia: la de mi manta. Según me contaron siempre andaba arrastrando una manta por la casa. Apenas recuerdo su imagen, aunque podría ser blanca y celeste. Sin embargo, recuerdo perfectamente su textura. Era suave y utilizaba los bordes para deslizarlos entre los dedos de los pies. A esa peculiar masturbación podal la llamaba hacer hoja.  Aquella sala a oscuras con gente extraña, ciervas muertas e imágenes lejanas me estaba privando de mi fuente de placer. Desde entonces, cada palabra que escribo sobre cine es un intento por recuperar mi manta.  Sé que no me será devuelta, sé que tendré que arrebatársela. Hoy sigo pensando la frase que obre el conjuro.

Mi relación con el cine nunca ha sido, pues, nostálgica, sino neurótica. No hay rastro de placer formativo o de melancolía en la pérdida, solo resentimiento y obsesión. En lugar de adorarlo o añorarlo, me he dedicado a estudiar sus estructuras para poder dinamitarlas. Esta postura tiene muchos inconvenientes, pero una ventaja decisiva: bloquea la idealización. Esto es, todo el cine posterior al que quizá me enfrenté de manera compulsiva para sepultar la experiencia traumática, no consiguió afectarme a la manera de un recuerdo–pantalla (Deckerinnerungen). Millones de pantallas encubridoras no fueron capaces de enterrar la historia de la primera y cruel imagen.

II. Hitler y Gadamer reparten caramelos con droga en la puerta del colegio
Antes de adquirir uso de razón y al margen del sufrimiento de Bambi, apenas conservo otro par de imágenes cinematográficas adscritas al trauma. Si bien, sería más justo decir que ambas ya cabalgaron sobre la fascinación. Lon Chaney lanzando sillares descomunales desde las galerías de Nuestra Señora de París, y un inocente tarro de caramelos. Hace apenas diez años los caramelos salieron a flote. Sabiendo el objeto y recordando el contexto –barco fantasma–, una búsqueda rápida e intuitiva me condujo a una inquietante película canadiense: El barco de la muerte (Death ship, 1980), de Alvin Rakoff. Todo encajaba, los caramelos habían emergido a bordo del tarro y flotaban a la deriva junto a ese armazón de hierro y huesos.

Ya no tenía edad para caramelos, pero los nuevos visionados me proporcionaron otra golosina para adultos: fragmentos fugaces de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, Leni Riefenstahl, 1936). Siempre que veo una imagen de Hitler me entran ganas de profanar la tumba Gadamer. Ves a Hitler y no puedes limitarte a decir: este es Hitler. Su imagen convierte una hipotética fusión de horizontes hermenéuticos en un único e interminable horizonte de sucesos. Una nueva demarcación que, como diría el filósofo, “va remontando su frontera hacia las profundidades de la tradición”. Y quien dice tradición dice tiempo. Acercarse a una imagen del Führer es caminar sobre el borde de un agujero negro. Asomarte a ella te compromete a recontar la historia de un tiempo que se ralentiza sin llegar a detenerse.


La secuencia no está protagonizada por hombres, sino por imágenes que se han emancipado del proyector y de la pantalla. Un proyector que, a pesar de ser destrozado por uno de los personajes, continúa esculpiendo las calles góticas de Núremberg. Un proyector espiritual y espiritista que ha culminado el mito del cine total y el del cine de la mente vanguardista. Es decir, un proyector capaz de leer la inscripción neural en lugar de la fotográfica. Un proyector roto que funciona a la perfección. Luz acumulada en una singularidad lista para expandirse. Igual que el proyector, la pantalla es agredida por el otro personaje. Desquiciado, arranca capa tras capa encontrando siempre un paradójico plus ultra, el más acá donde anida el mal: su propio cuerpo, pecera transparente de la evolución, carne alanceada por el saludo romano.


Este infantil enfrentamiento de los hombres con la tecnología esconde enseñanzas que superan el tópico de lo sobrenatural al que pertenece el género de la película. Primera, su comprensible acceso ludita ciega su entendimiento. Como el ludismo implica cierta dosis de animismo y de humanismo moralizante, olvidan que tanto el bien como el mal son asuntos que no conviene abordar desde presupuestos demasiado humanos. Segunda, la escisión encadenada entre tecnología, imagen e historia. En palabras de Dubois, “se puede agredir la pantalla (…), pero no por ello se llegará a la imagen”. La imagen y la historia preexisten y sobreviven. Lo hacen en ausencia de cultura, en la barbarie primigenia y en la que ha de venir.

III. Una impresión lacaniana
La historia y la imagen prosiguen –es su naturaleza– más allá de los velos. Lo consiguen porque el velo siempre termina ilustrando la ausencia. En términos lacanianos: “al estar presente la cortina, lo que se encuentra más allá como falta tiende a realizarse como imagen (…) Sobre el velo se dibuja la imagen”. En esta secuencia de El barco de la muerte, la premisa lacaniana se cumple al pie de la letra: sobre el velo, sobre la pantalla, se hace visible la ausencia, aparece y resplandece (phanein) la ancestral etimología del fantasma. Es en ese punto de supuesta indeterminación donde florece la estética. La conclusión a extraer sobre esas imágenes nos la proporciona Blanchot: la estética está ligada a la idea de ausencia. De ahí que la manera de recuperar o de materializar dicha ausencia, relacione la temporalidad del arte con la materia y con “la repetición eterna”. Series casi infinitas articuladas sobre variaciones más o menos sensibles. El arte, allende la mímesis, convertido en fantasía –o en rutina– patológica que busca desentrañar la vivencia primordial.

El esfuerzo por suspender y extirpar la imagen tiene como finalidad la represión: seguir mirando amables recuerdos–pantalla. Superficies que detengan el trayecto hacia el sufrimiento y el mal primordial. Aunque los personajes de El barco de la muerte hubieran tenido éxito en su destrucción de los dispositivos, la historia y la imagen habrían encontrado acomodo en el huevo de la serpiente. La cáscara convertida en nueva pantalla que respira, que intercambia alientos con su interior. Cáscara viva y porosa, pantalla en potencia que, lejos de permanecer en su blanca neutralidad y como bien escribía el colega Aarón Rodríguez, “amenaza con mostrar algo en cualquier momento”. La cáscara, nuevo velo que aglutina y que convierte en instante el curso de la memoria. De esta forma la cáscara es pantalla y es, también, fotograma. La imagen estática que aun tenemos por confortable pero que se reproduce, vibra y se inflama de sentido. Ante el fotograma, ante la imagen congelada sucede que:
… se detiene de pronto en un punto, inmovilizando a todos los personajes. Esta instantaneidad es característica de la reducción de la escena plena –significante, articulada entre sujeto y sujeto– a lo que se inmoviliza en el fantasma, quedando éste cargado con todos los valores eróticos incluidos en lo que esa escena había expresado.
Y donde Lacan dice valores eróticos caben, sin duda, los valores pavorosos. El barco, cascarón metonímico preservado por el tiempo ralentizado. El barco, fantasma cargado de fantasmas, alberga en su interior la irreprimible cadena del lenguaje y de la historia.

IV. Lecturas del árbol
Estamos ante un problema de morfología y de fisiología de las imágenes. Un dilema similar al eterno conflicto entre naturaleza y cultura. Nunca se resolverá, pero siempre habrá una certeza: el nexo, el nudo biológico. Una continuidad disfrazada de discontinuidad, un repliegue que resulta ser una extensión. La imagen como superficie o como máscara de los procesos. Las cortezas de Didi–Huberman frente a la memoria vegetal, frente al corte y al barrido interno de Dubois. Quizá no frente, sino junto a. Es necesario establecer una continuidad y una flexibilidad siquiera metodológica. Lo contrario nos llevaría a coleccionar estampas o a triturar entrañas.


Esto último es lo que hizo, martillo y cincel en mano, Fred Leuchter. El documental del gran Errol Morris sigue siendo una lección impagable en este aspecto. Leuchter,  a sueldo negacionista y dispuesto a demostrar si las cámaras de gas de Auschwitz habían servido para tal propósito, arrancó piedras, lodos y ladrillos en busca de restos de cianuro. Los análisis de las muestras no devolvieron residuo alguno de gases, luego, aquellas habitaciones nunca pudieron ser cámaras de gas. El estrafalario ingeniero, al margen de no pensar como un historiador –ni siquiera como un químico o un arqueólogo, nunca supo que el cianuro, además de la obvia degradación, apenas tiene capacidad de penetración en los materiales. En este caso y como pura metáfora, la respuesta estaba en la corteza de los abedules, no en el vientre del cemento.

BIBLIOGRAFÍA
  • BLANCHOT, Maurice, La risa de los dioses, Madrid: Taurus, 1976.
  • DIDI–HUBERMAN, Georges, Cortezas, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
  • DUBOIS, Philippe, Fotografía&Cine, Oaxaca de Juárez: Ediciones Ve, 2013.
  • GADAMER, Hans-Georg, Verdad y método I, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1999.
  • JUNG, Carl Gustav, Formaciones de lo inconsciente, Barcelona: Paidós, 1990.
  • LACAN, Jacques, El seminario 4. La relación de objeto, Buenos Aires: Paidós, 2008.
  • RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, Espejos en Auschwitz. Apuntes sobre cine y Holocausto, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.

IMÁGENES
El barco de la muerte (Death ship, Alvin Rakoff, 1980)
Mr. Death: The rise and fall of Fred A. Leuchter, Jr. (Errol Morris, 1999)

La asombrosa historia de Tom Doniphon y Ramson Stoddard

«Lo esencial, sin embargo, permanece oscuro».
"El libro que vendrá" (Maurice Blanchot)

«A menos que nuestros amores permanezcan
en este mediodía, proyectaremos
nuevas sombras hacia el lado opuesto.
Como las primeras, que fueron para cegar a los demás,
estas sombras obrarán sobre nosotros».
“Una conferencia sobre la sombra” (John Donne, 1572-1631)

En La maravillosa historia de Peter Schlemihl (Adelbert von Chamisso, 1814), el protagonista ha perdido su sombra. Lo ha hecho a conciencia tras pactar con el hombre de gris, émulo del Mefisto que acababa de dictar páginas a Goethe. Nunca hay que subestimar la maldad de un hombre de gris. Es probable que, con su aparente indolencia, termine vagando por una letra de Joaquín Sabina. El relato de von Chamisso parece un cuadro amable y hasta sentimental cuando es, en realidad, una sátira terrible. Von Chamisso termina reciclando a su antihéroe en naturalista de siete leguas. Aquellos días, en pleno romanticismo alemán, era inconcebible darle una segunda oportunidad a tu Quijote. Seguir viviendo y hacerlo con inquietud intelectual y ascetismo, era reír frente a la dignidad y la redención del suicidio y la locura. En lugar de pasear bajo los tilos, Schlemihl viaja a grandes e incontroladas zancadas. A su paso, desdibuja los paisajes sublimes de sus contemporáneos mientras ridiculiza a los enamorados de sienes palpitantes. Todo sin la necesidad de una caligrafía histérica o de una imagen escabrosa. E. T. A. Hoffmann llegó a sentir tanta admiración por el muchacho que lo invitó a La noche de San Silvestre. El propósito era  que Schlemihl y Spikher formaran una sociedad simbiótica abocada al fracaso. Como Erasmo Spikher había perdido su reflejo en un trance similar, Peter compartiría con él su reflejo y Erasmo le devolvería el favor compartiendo su sombra.

Gracias a su pacto con el hombre de gris, Schlemihl gozaba de una posición social inmejorable. Hasta el punto de ser confundido con nobles y príncipes. A cambio de su sombra, había recibido una pequeña bolsa de la que podía sacar monedas de oro sin fin. Sin embargo, debía vivir cautivo so pena de revelar su carencia. ¿Por qué habría de molestar a la gente que el bueno de Peter no tuviera sombra?  El inapreciable drama se genera a partir de esa idea, de la reacción de los otros al comprobar que Peter carece de sombra. Todos le dan la espalda, no conciben que alguien huelle el mundo sin hacerlo junto a su sombra. Un descuido imperdonable. Von Chamisso desliza con suavidad una premisa hobbesiana entre la plebe: desconfiad de quien asegure carecer de instintos, animalidad y maldad. No puede haber cuerpo más oscuro que el formado por carne traslúcida, ni mente más depravada que la iluminada desde el cielo. Nada más peligroso que un humano cuya decencia alcanza fronteras donde llega su sombra.

Este verano recordé a Peter Schlemihl mientras volvía a ver El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962). Solo pude acordarme después de sufrir el llanto habitual durante los primeros quince minutos de película. No existe ninguna relación entre ambas historias, pero, ya sin lágrimas, me surgió un conflicto plástico y narrativo con las sombras. La maravillosa historia de aquel, era la asombrosa historia de estos. No me queda más remedio que recurrir a Jung. No pretendo dar una conferencia porque, entre otros motivos, me falta competencia –y cinismo– para hacerlo sin caer en la parodia. Los tópicos sobre el arquetipo de la sombra hablan, grosso modo, de lo no–reconocido y de lo reprimido por desagradable o indeseable. En todo caso, la sombra siempre concierne a la individualidad. Sin embargo, su habitual uso peyorativo tiende a esconder su función y su trascendencia tanto para el conocimiento como para la moral del yo y del nosotros. La necesidad de hacer visible –que no de iluminar– la oscuridad es ese proceso complejo y denostado que von Chamisso formuló con su “fábula”. Entrecomillo fábula porque su enseñanza contradice la naturaleza del género. En La maravillosa historia de Peter Schlemihl el mensaje no se obtiene aportando luz, sino reivindicando las zonas de umbría. En esto es profundamente romántico. Andar a tientas, errar el golpe, abrir la boca y masticar cristales de oscuridad.

Tom Doniphon y Ramson Stoddard tienen dos maneras muy distintas de gestionar sus respectivas sombras. El primero es consciente de ella y, por lo tanto, se halla en lucha constante. El segundo, un idealista, no la concibe como algo propio, la ignora y solo la aprecia como proyecciones en los demás. Doniphon airea su sombra mofándose del paleto de ciudad y le da rienda suelta ejecutando a Liberty Valance. El emplazamiento estético para la ejecución es doble y es apropiado: la elipsis y el callejón a oscuras. La elipsis: lo no–visto, lo reprimido por un relato necesitado de un héroe. El callejón oscuro: la extensión lógica y material del hábitat de la sombra. Doniphon no se arrepiente, volvería a hacerlo. El sacrificio, la acción por el bien de una colectividad que incluye el de su rival en el cortejo, nace del juicio propio. En el caso de Stoddard, por el contrario, descubrir su sombra le supone, en palabras de Jung, un “considerable dispendio de decisión moral”. Tanto que es incapaz de asumirlo. Será en la convención política donde asimile –de nuevo con palabras apropiadas de Jung– su nuevo estatus de oficial en detrimento del de aprendiz. Stoddard digiere una sombra que, a diferencia de Schlemihl, es vitoreada por el resto del pueblo. Cómo no fiarse de un hombre que ha tenido agallas para matar. Este detalle de la sombra como atributo de poder es un concepto a tener muy en cuenta. Más porque choca con su opuesto, con la luz como simulacro del poder moderno: de Luis XIV a las democracias contemporáneas.


La manera en la que John Ford ilustró este conflicto es sutil, casi subliminal. Stoddard solo comienza a vislumbrar su sombra después de que Peabody haya sido vapuleado. El periodista borrachín le había enseñado el camino unos minutos antes, justo antes del altercado. Stoddard regresa del Shinbone Star con la pesada y burlesca sombra de Peabody a cuestas. La sombra ha dejado de ser cosa de otros para convertirse en un asunto personal. Ford elude el trayecto y corta a la cocina donde espera Hallie, que ya no ve a Ramson, sino a su sombra. La sombra precede al hombre y no al revés, esto es decisivo. Consciente del cambio, Hallie da un paso atrás. La sombra de Stoddard es todo lo compacta que permite su toma de conciencia. Y es así, tiene esa forma que le otorga la iluminación de un estudio y no otra, porque en su vida consciente apenas estaba encarnada. Enfrentarse a la sombra no es un evento borroso, sino diáfano. Todo adquiere sentido. La sombra no es una masa informe, sino el dibujo exacto que completa la personalidad. Es ahí donde el perfil clandestino emerge, donde se incorpora a la conciencia y donde esta reinicia su lucha para volver a enterrarlo.

El caso de Doniphon era más delicado, y Ford lo sabía. Doniphon convivía con la sombra, era capaz de verla y de dotarla con un valor instrumental. Gracias a ello había trascendido el inconsciente personal, pero no era suficiente. La sombra, siempre insatisfecha, no se detiene y anhela vivir por su cuenta. Dentro o fuera del interesado, aun a costa de convertirse en algo distinto y peor. Consumado el éxito que es al mismo tiempo un fracaso, la sombra de Doniphon se desgaja del cuerpo para derramarse sobre el muro: el sitio exacto desde donde disparó. La sombra desfigurada contrasta con la sombra nítida de Stoddard. Doniphon pierde su sombra para hacer frente a otro tormento: el ánima. Esto es, su relación –¡su fantasía!– íntima, cohibida y vergonzosa con lo femenino: “una ordalía del fuego para las fuerzas (…) del hombre”. John Wayne, qué duda cabe, era el hombre. La masculinidad arquetípica que debe sufrir, como en en el quinto soneto sagrado de John Donne, la ordalía de fuego que calcina su destino. Un hogar aplazado, dos mecedoras nunca llenadas. Cuando la opuntia se alce sobre las tablas, Stoddard, Hallie y el espectador sabrán que “falta su sombra noble ya en la vida”.* 


«Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo; no estás solo».
“Niño muerto” (Luis Cernuda, 1902-1963)

En el momento del duelo, Valance –que conocía bien a los de su especie– invitaba a Stoddard a salir de la sombra. Stoddard cumple, pero la luz solo alcanza a descubrir medio rostro. Tal era la nueva y dual disposición anímica del lavaplatos. Fue el cine clásico de Hollywood un cine de sombras antes incluso de que la tecnología se lo permitiera. Y cuando esta lo facilitó, no dejó de dibujarlas. Atrás quedaron la iluminación cenital y los techos abiertos. Ford, Hawks, Borzage y el resto de técnicos y profesionales de la Fox convertirían el plató de Amanecer (Sunrise. A song of two humans, F. W. Murnau, 1927) en tierra santa. Nunca escondieron su admiración por aquel príncipe de las tinieblas recién llegado de una Europa sobre la que Mefisto extendía su capa; negro arcaico, nubes fétidas, abismo de ultramar. El cine anterior a Murnau comenzó a ser apreciado como un cine con demasiada luz. La brusca, la horrorosa crueldad de la luz que convierte el acto de ver en algo espantoso. Luz que obliga a mirar, luz que sirve para cegar. La locura de la luz, la de Blanchot y la de Johnny Barrett en Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963).


BIBLIOGRAFÍA
  • ABRAMS, Jeremiah; ZWEIG, Connie (eds.), Encuentro con la sombra. El poder del lado oculto de la naturaleza humana, Barcelona: Kairós, 1993.
  • CERNUDA, Luis, La realidad y el deseo, Madrid: Alianza, 2000.
  • DONNE, John, Poesía completa, Barcelona : Ediciones 29, Edición bilingüe, 1986.
  • JUNG, Carl Gustav, Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo, Barcelona: Paidós, 1997.
  • JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona: Paidós, 2003.
  • BLANCHOT, Maurice, La locura de la luz, Madrid: Tecnos, 1999.
  • BERRIATÚA, Luciano, Los proverbios chinos de F. W. Murnau. Etapa americana, Madrid: Filmoteca Española, 1990.
  • von CHAMISSO, Adelbert, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, Madrid: Anaya, 1982.
  • * Verso de Luis Cernuda extraído del poema dedicado a la memoria de André Gide.
IMÁGENES
El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962)
Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963)



Primera persona del plural

«Cada uno hace su oficio, unos aran,
otros vendimian, y yo hago el oficio de blasfemar».
"El queso y los gusanos" (Carlo Ginzburg)

La comuna del texto, la hermenéutica del pueblo. Una democracia para lo bueno y para lo malo, sin pelusas ni jerarquías. Sin embargo, el nosotros resultó ser una utopía y, por lo tanto, un fracaso. El nosotros solo era el disfraz del yo cobarde e inseguro. El yo cuya obsesión era esconder lo mucho que no sabía. El yo con miedo al rechazo. El deseo de estar solo y el miedo a conseguirlo. El yo que ante la pesadilla de una multitud grotesca que le señala con el dedo, se une a ella. Todas las décadas han tenido su nosotros. Tras mayo del 68 el yo se convirtió en otro insulto cualquiera. Daney, el peregrino, se agobiaba entre tanta gente.
— Durante ese periodo de los setenta, el nosotros predomina en tu discurso y en tus escritos, un nosotros ligeramente sacrificial. Digamos que no era tu estilo…  
— Era un horror, un superyó, una gratificación nula, todo eso junto.
Ahora giro la cabeza a un lugar más cercano, miro hacia la cama y veo un peluche. Es otro peregrino, un halcón. Le pregunto si, en pleno 2016, él es también nosotros. Arisco como su dueño, masculla de pico para adentro. Sé que tengo que acariciarle el obispillo para que hable. Algo cansado emite su reclamo y me confirma que él no es nosotros, y que ni siquiera es un halcón, sino el halcón de Roberto. Algo parecido a este diálogo con mi halcón de peluche parlanchín, me sucedió con un cineasta. Intercambiábamos correos electrónicos donde sus palabras y sus imágenes discutían mi texto. Nunca al revés. En plena conversación, le embestí con un plano. Poseído por el espíritu de Diógenes, pensaba que este plano era la imagen alumbrada.


Continué con una sentencia no por habitual menos pomposa: su cine era esta imagen. Y no solo eso, también que su cine estaba en ese libro. Nada más y nada menos que El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg. Libro maravilloso, lectura de iniciática de tantos universitarios. La historia de aquel molinero del siglo XVI, herético y cabezota que construye su propia visión del mundo partiendo de lo único que conoce. La blasfema primera del singular haciendo frente al nosotros inquisitorial. ¿Qué es el cine y qué es el mundo?, ¿una industria mastodóntica llena de grandes relatos y de dioses, o la historia fragmentaria y minúscula de unos trabajadores descastados? ¿Libaciones de ambrosía o de vino y miel? El queso, además, enlazaba la cosmogonía de Menocchio con la ataraxia epicúrea. Sobre el sucio terrazo de una casucha del Rosellón, los jornaleros de la vendimia utilizaban el libro para cortar una raya de cocaína. Una raya blanca que el grano fotoquímico del subestándar, convenientemente molido, convertía en gusano. Libro, droga y anélido eran la nueva trinidad pagana, la desacralización rampante de la imagen. En la uña encarnada del temporero brillaba la misma roña inmaculada de los santos y las vírgenes de Caravaggio. El tropo había dejado el juicio listo para sentencia. Si el cineasta me confirmaba que aquello estaba puesto en escena, escribiría un lúcido artículo sobre esta pequeña historia de la filosofía cinematográfica.

A mi pregunta sobre la epifanía del símbolo, su respuesta fue concluyente: era la primera vez que reparaba en ese libro. Por curiosidad y tras preguntar a su compañera, supo que aquel libro –solo el libro, no la raya– era de ella y que el atrezo de la escena fue pura casualidad. Me río y le confieso lo que el resto del mundo sabe: que los hermeneutas somos unos charlatanes que vendemos símbolos en lugar de crecepelo. Me consuela diciendo que la película solo es el punto de partida, un impulso para la literatura. Le respondo que el problema es cuando todo se convierte en literatura. Una literatura donde, bajo el paraguas del nosotros, emitir juicios sumarios. Donde el error deja de ponerme en evidencia, donde la mentira a sabiendas y la ignorancia quedan impunes y hasta se recompensan. Una literatura del nosotros que exime de la responsabilidad individual para, como Diógenes, buscar el sentido de la imagen.

BIBLIOGRAFÍA
  • DANEY, Serge, Perseverancia, Santander: Shangrila Textos Apartes, Santander, 2016.
  • GINZBURG, Carlo, El queso y los gusanos, Barcelona: Muchnik Editores, 1997.

IMAGEN
La dernière année (Peter Hoffmann, 2011)

Anís de tus muslos blancos

«No hay altruismo en el deseo»
(John Berger)

¿Cómo hablar de la representación de los muslos femeninos? ¿Cómo hacerlo sin levantar sospechas entre la policía de género? ¿Cómo explicar la transustanciación de la carne? ¿Qué método utilizar cuando la imagen supera el saber fisiológico? ¿Cuál es el modo adecuado para iniciar un relato donde no se concibe el hueso? Donde el fémur claudica frente a la carne laminada de la imagen. Donde lo visual queda condicionado por lo háptico. Quizá lo más prudente sea acudir al paradigma biocultural. El arquetipo paleolítico nos ofrece forma y función. La primera casi definitiva, la segunda todavía enigmática. Me atrevería a decir que solo en los últimos cincuenta años –y  solo en ciertas representaciones– hemos asistido a la revocación del culto a la fertilidad. Al triunfo del osario, a muslos desmaterializados que celebran la estética del exterminio. Aquel curso alto del río, aquel lecho donde el amnios vertía sus aguas, convertido en tierra cuarteada.

Hubo un día en el que el muslo dejó de ser barro, asta o piedra sin desbastar para convertirse en mármol. El mármol fue la única reencarnación posible del ser. Carne abstracta de la modernidad cicládica, carne púdica praxiteliana, carne dibujada bajo las túnicas de Fidias, carne arrebatada por el tiempo a la Ménade de Escopas, carne atlética de Artemisa, carne helicoidal –diría que cinética– de la Afrodita de Rodas, carne pentélica de cariátide. Sin aquel mármol primitivo jamás habrían existido los muslos de Proserpina, la contorsión de la danaide, las órbitas de Brancusi o la lordosis de Paulina Bonaparte. En ese querer ser del mármol, en esa congelación mórbida del movimiento, está implícito otro paradigma: el psicoanalítico. Muslos masculinos que al apretarse despojan del sexo. Muslos capaces que asombran y mutilan al niño durante su exploración lúdica de la sexualidad. Muslos femeninos contradictorios, hipersensibles y al tiempo paralizados por la histeria. La intimidad de la cara interna del muslo, siempre asociada al placer inminente, convertida en fuente de angustia, en madriguera del trauma. Los muslos como nostalgia. Pilastras que señalizan el nostos uterino. Muslos que admiten y conviven con la vieja prostética, pero que se resisten a participar de las utopías sexuales. Muslos donde además del trauma anida el cáncer: el sabio –amputado– muslo de Vivian Sobchack clamando contra la mendacidad posmoderna.

Si atendiendo a la lógica moderna –y por lo tanto neurótica– de la fragmentación, el deseo ligado al muslo –y a sus atuendos– es considerado fetichismo, ¿qué decir del deseo ligado a su imagen? Esto parece trivial, pero es complejo. El muslo y su imagen, a pesar de su clara demarcación anatómica, trascienden el fetiche. En su recorrido, el muslo no solo invita a la mirada, también al lenguaje. En estático o en movimiento, su formato panorámico instaura una narración. El muslo y su imagen son el érase una vez del deseo. El motivo a partir del cual dejamos de ceñirnos al objeto de deseo para ampliarlo al deseo en sí. Es decir, cuando el fetiche queda trascendido como medio, se adquiere la conciencia del deseo. Insaciable, que no se agota en la fragmento, que quiere el todo y que quiere más. En este sentido, el muslo –por toda su carga biológica y estética ancestral– es un generador único de dicha conciencia. Tomemos la imagen del muslo, entonces, como celebración, como emblema dionisiaco y como refutación de las censuras monoteístas.

Con esto presente, ¿Buñuel sería un cineasta del objeto o del deseo? No son términos excluyentes, pero si ha de prevalecer uno me inclino por el segundo. ¿Sería Hitchcock –otro verdugo del muslo– el del objeto? Quién sabe. Que Buñuel sea un cineasta del deseo puede argumentarse gracias a lo opuesto: a su insistencia en castrarlo. También reparando en otra una de sus obsesiones: la necrofilia. Del cuerpo muerto y certificado brota un deseo, un abismo de pasión que no sabe de candados. Un deseo de doble dirección, sin género: raso blanco de novicia, mármol puro de Tavera. Tristana acerca su rostro al del Cardenal envidiando su carne; algún día mi rostro será tan lívido como el suyo. El muslo ausente de Tristana, como el de Sobchack, pondrá en valor el resto de muslos encuadrados –amputados– por el director. ¿Planos de viejo verde o topografías del deseo? Cada uno exigiría una respuesta específica. No es lo mismo el muslo de Susana que el de Ewie. Filmar un muslo puede ser amparo de la inocente o respaldo del diablo. Nunca será, eso seguro, una imagen imparcial. De ahí que prefiera considerar los muslos buñuelianos como una herramienta de conocimiento. Pondré un ejemplo detrás de la cámara. Un tarde en Cadaqués, otros muslos femeninos le confesaron lo que había sospechado desde el principio, que Gala era una pedorra:
«Por el camino, hablábamos de cosas sin importancia y yo dije —Gala iba a mi lado— que lo que más me repugna de una mujer es que tenga los muslos separados. Al día siguiente, vamos a bañarnos y observo que los muslos de Gala son como los que yo había dicho detestar. De la noche a la mañana, Dalí ya no era el mismo. Toda concordancia de ideas desapareció entre nosotros».
Cuando preguntaba qué método me permitiría hablar del muslo no con corrección política, sino científica, omití el principal. El que es todos y ninguno al mismo tiempo: la poesía. Cierto que ni siquiera ella escapa al juicio moral, pero al menos puede refugiarse en su ambigüedad natural. Los muslos, antes de filmarlos, Buñuel los escribía. El Buñuel poeta, crítico y boxeador se arrepentía entre rimas. En “El arco iris y la cataplasma”, pieza de su poemario Un perro andaluz (1927), encontrábamos el siguiente verso: «¿Me constiparé en los muslos de mi amante?». Hoy siguen siendo maravillosas la castidad –¡el pánico!– de la interrogación y la libertad semántica –fantasmal– del verbo. Más si acudimos a la coda de otro de sus poemas de juventud titulado “Me gustaría para mí”:
«¿En qué puede pensar una doncella
cuando el viento le descubre los muslos?»
Buñuel pudo escribir estos dos últimos versos moralmente constipado. Una versión anterior del poema revelaba su salud primigenia:
«¿Es inocente una doncella
cuando el viento le descubre los muslos?»
En este elocuente pentimento –¡en esta castración!– se puede leer gran parte de su cine. Max Aub notó la diferencia:
«La primera redacción es la que descubre el pensamiento de Buñuel a través de tantas imágenes repetidas de muslos de "doncellas” (…) de sus películas. A quien acusa no es a quien ve, sino a la doncella, al demonio».
Quiero concluir regresando al comienzo, al título de la entrada. «Anís de tus muslos blancos» es uno de los versos de la “Serenata” lorquiana. El pobre Lorca que durante uno de sus enfados con el bruto aragonés se dio por aludido –igual que Juan Ramón con el Platero putrefacto– como el perro andaluz. Ese verso es, de hecho, la excusa para escribir estas líneas. No vi en la letra del poeta aquella blanca inquietud del muslo consagrado en leche. Más bien aprecié la sinestesia propia de la imagen como licor: su secreción, su engañosa transparencia, su calentura, su gusto beato, su timbre de campana. A mi lengua vino el sudor de un muslo macerado en el reflejo lunar.

En conclusión, los muslos pueden hablarnos sobre el cine de Buñuel tanto como los insectos, las armas y los sueños.

01. Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929)

02. La edad de oro (L’âge d’or, 1930)

03. Gran Casino (1947)

04. Los olvidados (1950)

05. Susana (1951)

06. Subida al cielo (1952)

07. El bruto (1953)

08. La ilusión viaja en tranvía (1954)

09. Ensayo de un crimen (1955)

10. La fiebre sube a El Pao (La fièvre monte à El Pao, 1959)

11. La joven (The young one, 1960)

12. Viridiana (1961)

13. El ángel exterminador (1962)

14. Diario de una camarera (Le journal d'une femme de chambre, 1964)

15. Simón del desierto (1965)

16. Bella de día (Belle de jour, 1967)

17. La Vía Láctea (La voie lactée, 1969)

18. Tristana (1970)

19. El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972)

20. El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974)

21. Ese oscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977)


BIBLIOGRAFÍA
  • AUB, Max, Conversaciones con Buñuel, Madrid: Aguilar, 1985.
  • BUÑUEL, Luis, Mi último suspiro, Barcelona: Ediciones de bolsillo, 2001, p. 109.
  • BUÑUEL, Luis, Obra literaria, Zaragoza: Ediciones Heraldo de Aragón, Introducción y notas de Agustín Sánchez Vidal, 1982.
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Blancas inquietudes, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • FREUD, Sigmund, “La «fausse reconnaissance» en el curso del trabajo psicoanalítico” en Sigmund Freud. Obras completas, XIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1991, p. 203.
  • FREUD, Sigmund, Estudios sobre la histeria, Barcelona: RBA, 2002, p. 75 y ss.
  • GARCÍA LORCA, Federico, Antología poética, Madrid: Orbis Fabbri, 1997, p. 35.
  • GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Escenas fantasmáticas. Un diálogo secreto entre Alfred Hitchcock y Luis Buñuel, Granada: Centro José Guerrero, 2011.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid: EDAF, 2000, p. 118.
  • SOBCHAK, Vivian, Carnal thoughts. Embodiment and moving image culture, Los Angeles: University of California Press, 2004.

Olores de una noche de verano

«En este mundo,
encima del infierno
viendo las flores».
(Kobayashi Issa, 1762-1829)

Carezco del talento necesario para escribir sobre un aroma sin resultar cursi. Lo sé porque hasta los más dotados han fracasado en sus intentos de escritura perfumada. Mi única ventaja es que soy consciente de ello. Por lo tanto, no tengo más remedio que acudir a terceros para expresarme. El análisis es el lugar donde nos refugiamos los cobardes, donde manteamos al pelele y prendemos fuego al hombre de paja. El análisis es, también, el consuelo de los torpes. De ahí que lo más prudente sea asumir esa torpeza a la manera de Raphaelson, esto es, como «el pasaporte de un hombre honesto». No obstante, ni la cursilería, ni la cobardía, ni la torpeza me impiden realizar la siguiente pregunta: ¿sabrías identificar el olor a madreselva? Si has contestado que no, deberías reconsiderar algunas de tus prioridades.

Las noches de verano son agradables en Caulfield.
Huelen a heliotropo y a jazmín. A madreselva y a trébol.
La brisa que agita las cortinas es suave y agradable.
Reina el silencio. La quietud de la paz y de la seguridad.
Oh, sí. Las noches de verano son agradables en Caulfield.
Pero no para nosotros. No para nosotros…

Mentira latente, No man of her own, Mitchell Leisen, 1950

Así comienza Mentira latente (No man of her own, Mitchell Leisen, 1950), con la voz en off de Barbara Stanwyck acompasando un apacible travelling lateral. He realizado una traducción literal porque el doblaje padece un principio de anosmia. Para él solo hay una «fragancia de jazmín, madreselva y menta». Este arranque es el de una película y el de toda una década de electrodomésticos y césped recién cortado. En plena posguerra feliz, florecieron las urbanizaciones. Vestíbulo de la neurosis atómica, la vida suburbana de los cincuenta se recoge en el jardín. De cuantas conozco, Mentira latente es la última gran película de Leisen. Pero dicho así suena condescendiente. Mentira latente no es solo un brillo terminal, sino otro igual de limpio que los de sus años junto a Sturges, Brackett y Wilder. Más allá de la figura de Stanwyck, existe un pulso común entre su clausura de los treinta y la de los cuarenta, entre Recuerdo de una noche (Remember the night, 1940) y Mentira latente. Entre ambas, Leisen ha tenido tiempo de rastrillar la maleza del sendero que conducía a Manderley.

Cuando tengo ocasión, siempre explico las deformaciones de Asger Jorn con la serenidad de Cecilia Giménez y las mañanas de Lumberton con las noches de Caulfield. Lo hago a través del concepto biológico de latencia. Lo difuso de sus límites a la hora de enunciar, lo tenue de sus formas a la hora de mostrar. Si antes enmendé el doblaje, ahora debo aplaudir la libérrima traducción del título. El relato está enfermo, pero aún no lo sabe. La palabra quiere expresarlo, pero nadie la escucha. En ausencia de pápulas, la imagen tersa disimula. El diagnóstico debe discriminar los primeros síntomas mientras incorpora el contexto histórico, la letra, el tono de voz, el ángulo de la cámara y la iconografía. La voz en off se transforma en canción, los olores en imágenes, la cadencia del travelling en ralentí y las adversativas en comparativos de superioridad. Lo que era cuento se convierte en videoclip. No se trata solo de Leisen y Lynch, también de Woolrich y Vinton. Lynch plagia a Leisen pero no pasa nada, está legitimado por la posmo.

Leisen y Lynch hacen aflorar la latencia desde el mismo prólogo. La muy cinematográfica figura del regador aparece discreta en el horizonte de Caulfield. En Lamberton, su manguera se retuerce en plano detalle con la tensión propia del accidente vascular. La cámara desciende entre la grama, lecho de hormigas, albergue de orejas putrefactas. La inmediatez de Lynch es la del cielo azul y la pintura blanca, la de las rosas y la de los tulipanes. El color sobre el olor, la imagen y el tacto sobre el perfume. La paciencia –el rastreo– de Leisen responde a la interrogación del olfato. En cualquier caso, ambos quieren explicar que lo bello, en no pocas ocasiones, nace de lo macabro. Podría decir que lo bello esconde lo macabro, pero sería incorrecto. Para revelar el lenguaje de las flores –el audiovisual y el olfativo– es necesario comprender que lo bello arraiga en lo siniestro. Esto ya lo planteó con intensidad Georges Bataille, Didi–Huberman lo ha desarrollado a lo largo de su obra y yo, con matices, lo reconsideré en un texto inédito.

Blue velvet, Terciopelo azul, David Lynch, 1986

Bataille se revolvía contra el ideal humano de la flor. La imagen y el aroma de la flor eran aspectos normativos de la belleza. Amor y empalago, afrodisíacos culturales y sintéticos que olvidaban la sustancia, la materia primigenia: el humus, las inmundicias y el trauma. En su insolencia cromática y fragante la flor no hace más que manifestar su propia –que es la nuestra– decadencia, el símbolo reprimido y la basura doliente. Pétalos de vanidad, aroma incensado en las letrinas de Sade. En palabras del profeta Isaías (40. 6.), sicut flos: «que toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del prado».

La madreselva, en tanto planta y flor de reciclaje, no hace más que convertir el hedor en perfume. La madreselva huele dulce, pero Auschwitz o Belzec, según el día, también adquirían el olor dulce y cargante de la grasa torrefacta. En la primavera de 1944, Walter Neff todavía no podía percibir la aurora roja y almizclada sobre los abedules. Su olfato se conformaba con una sorpresa menor: el asesinato olía a madreselva. Neff hablaba por boca de Chandler y de aquel guionista cansado de que un figurinista –no estoy nada seguro de que fuera esta la palabra que Wilder utilizó para menospreciar a Leisen– estropeara su trabajo. El olor a madreselva junto a la vieja mansión de los Dietrichson era la estructura del cadalso. La soga, una esclava en el tobillo de, faltaría más, Barbara Stanwyck. La noche en la que todo ocurrió, el olor se hizo insoportable. Cuando sol deja de incordiar, la madreselva, como los maleantes, inicia la purga. En un verso de Keats encontrábamos a «las sombras de la noche besando a madreselvas». Qué duda cabe de que la naturaleza de ese beso era la misma que la de Phyllis Dietrichson. Beso taimado y alevoso que se dibujaba en el mismo título del poema inacabado: “Welcome joy, and welcome sorrow”.

En el original Keats utilizaba woodbine en lugar del más común honeysuckle. Desconozco las razones del uso, quizá sea más propio del inglés británico que del americano o quizá solo sea una cuestión de estilo o de siglo. En todo caso, ilustra con justicia la complejidad de una planta dual y sinestésica como pocas. Recia y maleable, frondosa y enjuta, de las que florecen con indolencia para luego practicar el estajanovismo. De las que lloran de pena y alegría por los sarmientos. Flor a la que cantaba Buson y que, dos siglos más tarde, tapizaba nuestros descampados. El maestro japonés insistía en su belleza melancólica: caen los pétalos de la madreselva y, en el silencio, escuchamos la voz de los mosquitos. Miguel Hernández, casi por las mismas fechas que Bataille, olfateaba el viento del pueblo mientras hurgaba en la belleza aterradora: «estiércol padre de la madreselva». ¿Quién era el estiércol padre?, el cadáver ausente pero nutricio de Lorca.

BIBLIOGRAFÍA
  • BATAILLE, Georges, “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929–1939, Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2003, pp. 21–28.
  • DIDI–HUBERMAN, Georges, Cortezas, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
  • DWORK, Debórah; VAN PELT, Robert Jan, Holocausto. Una historia, Madrid: Algaba, 2004.
  • HERNÁNDEZ, Miguel, Viento del pueblo, Madrid: Cátedra, 2006.
  • ISAÍAS, “La profecía de Isaías” en Sagrada Biblia, Zaragoza: UNALI, p. 667.
  • KARASEK, Helmut, Nadie es perfecto, Barcelona: Mondadori, 2001.
  • KEATS, John, Poesía. Antología bilingüe, Madrid: Alianza, 2016.
  • RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Barcelona: Intermedio, 2012, p. 23.
  • WEISS, Jack, Memories, dreams, nightmares. Memories of a holocaust survivor, Calgary: University of Calgary Press, 2005.
  • YOSA, Buson, En un sueño pintado, Gijón: Satori, 2016.

IMÁGENES
  • Mentira latente (No man of her own, Mitchell Leisen, 1950)
  • Terciopelo azul (Blue velvet, David Lynch, 1986)
  • Perdición (Double indemnity, Billy Wilder, 1944)