«Cada uno hace su oficio, unos aran,
otros vendimian, y yo hago el oficio de blasfemar».
"El queso y los gusanos" (Carlo Ginzburg)
— Durante ese periodo de los setenta, el nosotros predomina en tu discurso y en tus escritos, un nosotros ligeramente sacrificial. Digamos que no era tu estilo…
— Era un horror, un superyó, una gratificación nula, todo eso junto.
Ahora giro la cabeza a un lugar
más cercano, miro hacia la cama y veo un peluche. Es otro peregrino, un halcón.
Le pregunto si, en pleno 2016, él es también nosotros. Arisco como su dueño, masculla de pico para adentro. Sé
que tengo que acariciarle el obispillo para que hable. Algo cansado emite su
reclamo y me confirma que él no es nosotros,
y que ni siquiera es un halcón, sino el halcón de Roberto. Algo parecido a
este diálogo con mi halcón de peluche parlanchín, me sucedió con un cineasta.
Intercambiábamos correos electrónicos donde sus palabras y sus imágenes
discutían mi texto. Nunca al revés. En plena conversación, le embestí con un
plano. Poseído por el espíritu de Diógenes, pensaba que este plano era la imagen alumbrada.
Continué con una sentencia no por
habitual menos pomposa: su cine era esta imagen. Y no solo eso, también que su
cine estaba en ese libro. Nada más y nada menos que El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg. Libro maravilloso,
lectura de iniciática de tantos universitarios. La historia de aquel molinero
del siglo XVI, herético y cabezota que construye su propia visión del mundo
partiendo de lo único que conoce. La blasfema primera del singular haciendo
frente al nosotros inquisitorial. ¿Qué es el cine y qué es el mundo?, ¿una
industria mastodóntica llena de grandes relatos y de dioses, o la historia
fragmentaria y minúscula de unos trabajadores descastados? ¿Libaciones de
ambrosía o de vino y miel? El queso, además, enlazaba la cosmogonía de
Menocchio con la ataraxia epicúrea. Sobre el sucio terrazo de una casucha del
Rosellón, los jornaleros de la vendimia utilizaban el libro para cortar una
raya de cocaína. Una raya blanca que el grano fotoquímico del subestándar,
convenientemente molido, convertía en gusano. Libro, droga y anélido eran la
nueva trinidad pagana, la desacralización rampante de la imagen. En la uña
encarnada del temporero brillaba la misma roña inmaculada de los santos y las vírgenes
de Caravaggio. El tropo había dejado el juicio listo para sentencia. Si el
cineasta me confirmaba que aquello estaba puesto
en escena, escribiría un lúcido artículo sobre esta pequeña historia de la
filosofía cinematográfica.
A mi pregunta sobre la epifanía
del símbolo, su respuesta fue concluyente: era la primera vez que reparaba en ese
libro. Por curiosidad y tras preguntar a su compañera, supo que aquel libro
–solo el libro, no la raya– era de ella y que el atrezo de la escena fue pura
casualidad. Me río y le confieso lo que el resto del mundo sabe: que los
hermeneutas somos unos charlatanes que vendemos símbolos en lugar de crecepelo.
Me consuela diciendo que la película solo es el punto de partida, un impulso
para la literatura. Le respondo que el problema es cuando todo se convierte en
literatura. Una literatura donde, bajo el paraguas del nosotros, emitir juicios sumarios. Donde el error deja de ponerme
en evidencia, donde la mentira a sabiendas y la ignorancia quedan impunes y
hasta se recompensan. Una literatura del nosotros
que exime de la responsabilidad individual para, como Diógenes, buscar el
sentido de la imagen.
BIBLIOGRAFÍA
- DANEY, Serge, Perseverancia, Santander: Shangrila Textos Apartes, Santander, 2016.
- GINZBURG, Carlo, El queso y los gusanos, Barcelona: Muchnik Editores, 1997.
IMAGEN
La dernière année (Peter Hoffmann, 2011)