«En este mundo,
encima del infierno
viendo las flores».
(Kobayashi Issa, 1762-1829)
Carezco del talento necesario para escribir sobre un aroma sin resultar cursi. Lo sé porque hasta los más dotados han fracasado en sus intentos de escritura perfumada. Mi única ventaja es que soy consciente de ello. Por lo tanto, no tengo más remedio que acudir a terceros para expresarme. El análisis es el lugar donde nos refugiamos los cobardes, donde manteamos al pelele y prendemos fuego al hombre de paja. El análisis es, también, el consuelo de los torpes. De ahí que lo más prudente sea asumir esa torpeza a la manera de Raphaelson, esto es, como «el pasaporte de un hombre honesto». No obstante, ni la cursilería, ni la cobardía, ni la torpeza me impiden realizar la siguiente pregunta: ¿sabrías identificar el olor a madreselva? Si has contestado que no, deberías reconsiderar algunas de tus prioridades.
Las noches de verano son agradables en Caulfield.
Huelen a heliotropo y a jazmín. A madreselva y a trébol.
La brisa que agita las cortinas es suave y agradable.
Reina el silencio. La quietud de la paz y de la seguridad.
Oh, sí. Las noches de verano son agradables en Caulfield.
Pero no para nosotros. No para nosotros…
Así comienza Mentira latente (No man of her own, Mitchell Leisen, 1950), con la
voz en off de Barbara Stanwyck
acompasando un apacible travelling lateral. He realizado una traducción literal
porque el doblaje padece un principio de anosmia. Para él solo hay una «fragancia
de jazmín, madreselva y menta». Este arranque es el de una película y el de
toda una década de electrodomésticos y césped recién cortado. En plena
posguerra feliz, florecieron las urbanizaciones. Vestíbulo de la neurosis
atómica, la vida suburbana de los cincuenta se recoge en el jardín. De cuantas
conozco, Mentira latente es la última
gran película de Leisen. Pero dicho así suena condescendiente. Mentira latente no es solo un brillo
terminal, sino otro igual de limpio que los de sus años junto a Sturges,
Brackett y Wilder. Más allá de la figura de Stanwyck, existe un pulso común
entre su clausura de los treinta y la de los cuarenta, entre Recuerdo de una noche (Remember the
night, 1940) y Mentira latente. Entre
ambas, Leisen ha tenido tiempo de rastrillar la maleza del sendero que conducía
a Manderley.
Cuando tengo ocasión, siempre
explico las deformaciones de Asger Jorn con la serenidad de Cecilia Giménez y las
mañanas de Lumberton con las noches de Caulfield. Lo hago a través del concepto
biológico de latencia. Lo difuso de sus límites a la hora de enunciar, lo tenue
de sus formas a la hora de mostrar. Si antes enmendé el doblaje, ahora debo
aplaudir la libérrima traducción del título. El relato está enfermo, pero aún no
lo sabe. La palabra quiere expresarlo, pero nadie la escucha. En ausencia de pápulas,
la imagen tersa disimula. El diagnóstico debe discriminar los primeros síntomas
mientras incorpora el contexto histórico, la letra, el tono de voz, el ángulo
de la cámara y la iconografía. La voz en off
se transforma en canción, los olores en imágenes, la cadencia del travelling en
ralentí y las adversativas en comparativos de superioridad. Lo que era cuento
se convierte en videoclip. No se trata solo de Leisen y Lynch, también de
Woolrich y Vinton. Lynch plagia a Leisen pero no pasa nada, está legitimado por
la posmo.
Leisen y Lynch hacen aflorar la latencia desde el mismo prólogo. La muy cinematográfica figura del regador aparece discreta en
el horizonte de Caulfield. En Lamberton, su manguera se retuerce en plano detalle
con la tensión propia del accidente vascular. La cámara desciende entre la grama,
lecho de hormigas, albergue de orejas putrefactas. La inmediatez de
Lynch es la del cielo azul y la pintura blanca, la de las rosas y la de los
tulipanes. El color sobre el olor, la imagen y el tacto sobre el perfume. La paciencia –el
rastreo– de Leisen responde a la interrogación del olfato. En
cualquier caso, ambos quieren explicar que lo bello, en no pocas ocasiones,
nace de lo macabro. Podría decir que lo bello esconde lo macabro, pero sería
incorrecto. Para revelar el lenguaje de las flores –el audiovisual y el
olfativo– es necesario comprender que lo bello arraiga en lo siniestro. Esto ya lo planteó con intensidad Georges Bataille,
Didi–Huberman lo ha desarrollado a lo largo de su obra y yo, con matices, lo reconsideré en un texto inédito.
Bataille se revolvía contra el
ideal humano de la flor. La imagen y el aroma de la flor eran aspectos
normativos de la belleza. Amor y empalago, afrodisíacos culturales y sintéticos
que olvidaban la sustancia, la materia primigenia: el humus, las inmundicias y
el trauma. En su insolencia cromática y fragante la flor no hace más que
manifestar su propia –que es la nuestra– decadencia, el símbolo reprimido y la
basura doliente. Pétalos de vanidad, aroma incensado en las letrinas de Sade.
En palabras del profeta Isaías (40. 6.), sicut
flos: «que toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del prado».
La madreselva, en tanto planta y
flor de reciclaje, no hace más que convertir el hedor en perfume. La madreselva
huele dulce, pero Auschwitz o Belzec, según el día, también adquirían el olor
dulce y cargante de la grasa torrefacta. En la primavera de 1944, Walter Neff
todavía no podía percibir la aurora roja y almizclada sobre los abedules. Su
olfato se conformaba con una sorpresa menor: el asesinato olía a madreselva.
Neff hablaba por boca de Chandler y de aquel guionista cansado de que un figurinista
–no estoy nada seguro de que fuera esta la palabra que Wilder utilizó para
menospreciar a Leisen– estropeara su trabajo. El olor a madreselva junto a la
vieja mansión de los Dietrichson era la estructura del cadalso. La soga, una
esclava en el tobillo de, faltaría más, Barbara Stanwyck. La noche en la que
todo ocurrió, el olor se hizo insoportable. Cuando sol deja de incordiar, la
madreselva, como los maleantes, inicia la purga. En un verso de Keats encontrábamos
a «las sombras de la noche besando a madreselvas». Qué duda cabe de que la
naturaleza de ese beso era la misma que la de Phyllis Dietrichson. Beso taimado
y alevoso que se dibujaba en el mismo título del poema inacabado: “Welcome joy,
and welcome sorrow”.
En el original Keats utilizaba woodbine en lugar del más común honeysuckle. Desconozco las razones del
uso, quizá sea más propio del inglés británico que del americano o quizá solo
sea una cuestión de estilo o de siglo. En todo caso, ilustra con justicia la complejidad
de una planta dual y sinestésica como pocas. Recia y maleable, frondosa y
enjuta, de las que florecen con indolencia para luego practicar el
estajanovismo. De las que lloran de pena y alegría por los sarmientos. Flor a
la que cantaba Buson y que, dos siglos más tarde, tapizaba nuestros descampados. El maestro japonés insistía en su belleza melancólica: caen los pétalos de la madreselva y, en el silencio, escuchamos la voz de los
mosquitos. Miguel Hernández, casi por las mismas fechas que Bataille, olfateaba
el viento del pueblo mientras hurgaba en la belleza aterradora: «estiércol
padre de la madreselva». ¿Quién era el estiércol padre?, el cadáver ausente pero
nutricio de Lorca.
BIBLIOGRAFÍA
- BATAILLE, Georges, “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929–1939, Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2003, pp. 21–28.
- DIDI–HUBERMAN, Georges, Cortezas, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
- DWORK, Debórah; VAN PELT, Robert Jan, Holocausto. Una historia, Madrid: Algaba, 2004.
- HERNÁNDEZ, Miguel, Viento del pueblo, Madrid: Cátedra, 2006.
- ISAÍAS, “La profecía de Isaías” en Sagrada Biblia, Zaragoza: UNALI, p. 667.
- KARASEK, Helmut, Nadie es perfecto, Barcelona: Mondadori, 2001.
- KEATS, John, Poesía. Antología bilingüe, Madrid: Alianza, 2016.
- RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Barcelona: Intermedio, 2012, p. 23.
- WEISS, Jack, Memories, dreams, nightmares. Memories of a holocaust survivor, Calgary: University of Calgary Press, 2005.
- YOSA, Buson, En un sueño pintado, Gijón: Satori, 2016.
IMÁGENES
- Mentira latente (No man of her own, Mitchell Leisen, 1950)
- Terciopelo azul (Blue velvet, David Lynch, 1986)
- Perdición (Double indemnity, Billy Wilder, 1944)