«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Un libro, un fotograma [1x10]




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REFERENCIAS

PINKER, Steven, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Barcelona: Paidós, 2003.
Del revés (Inside out) (Pete Docter, Ronnie del Carmen, 2015)

SONTAG, Susan, Ante el dolor de los demás, Barcelona: Círculo de Lectores, 2003.
Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma) (Pier Paolo Pasolini, 1975)

WEES, William C., Light moving in time. Studies in the visual aesthetics of Avant-Garde film, Berkeley: University of California Press, 1992.
2001: una odisea del espacio (2001: A space odyssey) (Stanley Kubrick, 1968)

PARAÍSO, Isabel, Psicoanálisis de la experiencia literaria, Madrid: Cátedra, 1994.
Crimen y castigo (Raskolnikow) (Robert Wiene, 1923)

MaCDONALD, Scott, The garden in the machine. A field guide to independent films about place, Berkeley: University of California Press, 2001.
Naves misteriosas (Silent running) (Douglas Trumbull, 1972)

PLANT, Sadie, El gesto más radical. La Internacional Situacionista en una época postmoderna, Madrid: Errata Naturae, 2008.
Mishima. Una vida en cuatro capítulos (Mishima: A life in four chapters) (Paul Schrader, 1985)

DIDI-HUBERMAN, Georges, Fasmas. Ensayos sobre la aparición 1, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
Master & Commander. Al otro lado del mundo (Master and Commander: The far side of the world) (Peter Weir, 2003)

MORIN, Edgar, El cine o el hombre imaginario, Barcelona: Paidós, 2001.
El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr.) (Buster Keaton, 1924)

BERUETE, Santiago, Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, Madrid: Turner, 2016.
Primavera tardía (Banshun) (Yasujiro Ozu, 1949)

GONZÁLEZ QUIRÓS, José Luis, El porvenir de la razón en la era digital, Madrid: Síntesis, 1999.
En presencia de un payaso (Larmar och gör sig till) (Ingmar Bergman, 1997)

La filosofía en el tocador

«cimentaremos en su linda cabecita
todos los principios del libertinaje;
la haremos arder con nuestros fuegos».
La filosofía en el tocador (Marqués de Sade, 1795)

La escena dura setenta y cinco segundos y contiene ocho planos. Cuando me dispongo a escribir sobre el detalle minúsculo que la clausura, me doy cuenta de que necesito el doble de imágenes que Howard Hawks para explicarlo. El segundo y decisivo encuentro entre Nellifer y el capitán de la guardia del faraón, ilustra la capacidad de síntesis que atraviesa toda la película. Elipsis, fundido, vacío, el guión es el hueco que aguarda al sillar. Tal vez el sepulcro sin el cuerpo, esto es, el cenotafio de la imagen. Esta “nada” de Tierra de faraones (Land of the pharaohs, 1955) se asemeja a la célebre jarra de Heidegger. Es la cosa en sí, es la historia haciéndose entre imágenes. Tierra de faraones es película en tanto depósito que acoge un determinado número de imágenes. Hawks solo tuvo que darle fábrica al contorno. La película parece remitir a esa técnica de dibujo que juega con nuestra percepción y, por lo tanto, con nuestros sesgos cognitivos: no perfiles la silla, hazlo con los huecos que el objeto deja alrededor. Dibuja en negativo, traza la anti–silla, filma el anti–péplum. Ordenados los vacíos, emergerá la forma.



En sus aposentos, Nellifer se acicala frente al tocador. Parece un plano dispuesto para el lucimiento de actriz, producción y dirección de arte (Alexandre Trauner) cuando, en verdad, está repleto de intenciones narrativas. La imagen transmite una autenticidad nada habitual dentro del género. Uno tiene la sensación de que cada utensilio existe y se despliega de acuerdo a una razón escondida. Pero la condensación dramática carece de misterio: asistimos a una celebración de la cosmética como prolongación manifiesta de la perfidia. Nellifer se levanta y apaga la pequeña candela de aceite. La estancia, antes iluminada, queda en penumbra. Bajo la muselina escarlata, el cuerpo. Y, sin embargo, Nellifer es ahora como la jarra, vacío, recipiente de feminidad cuya silueta adquiere la negrura de un arma. Hasta entonces, su rotunda sexualidad ha sido mostrada con la misma insolencia que su carácter. Esta doblez permite que, o bien Lee Garmes o bien Russell Harlan, realicen la transición entre la ceguera por exceso del desierto y la ceguera por defecto de la alcoba. En plena noche americana, con las palmeras y los pilonos como escribas del encuentro, Nellifer ofrece una copa de vino. El capitán la rechaza. Su lealtad al faraón durará treinta segundos de reloj.


En esta revisión pagana y funcional (dos pares de contraplanos) del universal femenino vinculado al pecado original, la penumbra encuentra un motivo superior. A la evidente razón secreta del encuentro, es necesario añadir el contraste de la luz que nace. Muere el plano y, con él, la integridad del capitán. En rima con la candela sofocada del comienzo, surge otra sobre su cráneo.






De nuevo la película y los elementos que la pueblan funcionando como recipientes, como senos donde todo acontece. El fuego en sí no le pertenece, la ubicación ni siquiera guarda relación directa con su trama, pero la combustión neural conspira para narrar. El fuego fue el colaborador necesario de las narraciones primitivas, siempre ha caminado a nuestro lado. Aquí, ingerido el vino, arde la imagen. Y, al tratarse de un encadenado, la geometría de los encuadres nos permite poner en duda la potencia del azar. El cerebro en llamas, que no el cerebro iluminado, solo admite un destino: ser calcinado. Más adelante se volverá a jugar con el fuego y la estancia superior del cuerpo. Se hará a modo de recordatorio, de manera menos directa porque, lógicamente, estaba todo dicho. El colofón de esta ceremonia ancestral del fuego que narra, no puede ser otro que una lucha de falos. Nellifer, allí donde sembró, cosecha la fruición.




Los ojos verdes (Rachael mitocondrial)

«...un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos».
Los ojos verdes (Gustavo Adolfo Bécquer, 1861)

Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017) participa de algo que siempre me ha interesado: la naturaleza de las narraciones. Un día llegué a escribir que todos nuestros programas vitales están sostenidos por narraciones. Aquel día sigue siendo este día. El primer impulso me lleva a pensar en la secuencia donde K y Joi repasan la información genética en crudo. Los datos que hacen un ser. Todo con cuatro signos, se maravilla Joi. Ella, de triste y desvaída carnalidad, solo cuenta con dos. La mitad, pero el doble de elegante, le replica su compañero. También la razón de su inconstancia y de su dependencia. Joi, binaria de nacimiento, ha sustituido la melancolía por el glitch. La escena, no obstante, es un anzuelo. La verdadera naturaleza de la narración se encuentra detrás de la pantalla, en las razones y en los modos utilizados para dar continuidad a un pasado del futuro. Es ahí, en la manera de dotar al guión de un tiempo histórico, donde se aprecian los trazos de una primera supervivencia narrativa: el apócrifo.


El apócrifo es una de las formas de continuidad estándar para conservar las ascuas del mito. No basta con producir –o robar- el fuego, es necesario conservarlo. Cuando el mito se convierte en relato troncal, la formación de las nuevas ramas queda restringida. La institución pertinente se encargará de regular cuándo y cómo pueden brotar. La gran ventaja con la que ha contado Villeneuve reside en la clausura de un Blade Runner (Ridley Scott, 1982) original que, como todo buen mito, ya había adquirido forma gracias a las aportaciones de diferentes apócrifos. Su clausura, acto decisivo para conceder oficialidad al relato, flaqueó. Los remontajes hicieron que el mito nunca accediera al dogma, ni siquiera cuando se cerró la puerta del ascensor. Demasiado tarde para el final cut. A lomos del unicornio plateado, el apócrifo volante había germinado entre fotogramas. Deckard no sabía cuánto duraría aquella huida, un poco y un mucho a lo Thoreau, con el bosque y la artesa glaciar a sus pies.

Así, de la misma manera que el mito requiere del apócrifo para recobrar la continuidad, el apócrifo necesita de otra fórmula que habilite su expresión. En este caso se trata de una segunda supervivencia: la redención. Se continúa, primero, por una necesidad de conocimiento y, a continuación, por una restitución. Hasta el momento, la cadena narrativa se compone de mito, de apócrifo y de redención. Falta la manera de hilar esta trinidad. Es aquí donde Villeneuve introduce el conflicto: el principio arqueológico y filológico siguen rigiendo como métodos. La ciencia y la Historia, la investigación, la recuperación y la interpretación de los datos perdidos, fragmentados y corrompidos. En definitiva, asistimos a la eterna paradoja de la ciencia ficción: elaborar relatos posibles pero improbables a partir de pautas narrativas ancestrales. Este enfrentamiento va más allá de las estéticas retro tan amigas del género. No se trata de encontrar los ecos del aleteo de un Cadillac en las molduras de una nave espacial. Me refiero a un acto estructural del pensamiento, no a la cosmética, no a la cinefilia.

Wallace tiene un propósito: invadir el Edén, recuperarlo. Le sobran medios, pero carece del sustrato real para conseguirlo. Con la pulpa bíblica velándole los ojos, asistimos a la síntesis del lugar sagrado: Edén, Arca, Templo de Salomón y Calvario. Todos desaparecidos y, sin embargo, presentes. ¿Cuál es la ruina inmediata del Edén? El esqueleto de un árbol, solo su leña; los trozos de gleba, solo su tierra. Junto a los plásticos de una granja de proteína animal, el árbol del conocimiento ni siquiera se yergue por sí mismo, una sirga lo apuntala. También a sus pies, custodiado por alhelíes y raíces de otro tiempo, un osario que fue último y, de manera simultánea, primigenio. Del Génesis a la genética, del Antiguo al Nuevo Testamento, Villeneuve solo puede contar el futuro a partir del pasado. De uno concreto pero nunca verificado por el canon de la propia confesión. Cuando Cristo clamó desde el madero, lo hizo con la calavera de Adán a sus pies. Cráneo regado de sangre: fertilidad, renovación y elevación del mundo. La calavera de Adán, etimología, forma y símbolo del Gólgota, guardaba bajo su lengua ausente las semillas del árbol que sirvió para tallar la Cruz. Renovación, pero también continuidad, descendencia y perpetuación.


Esto es importante: el relato no muere porque los restos sobre los que trabaja no son vestigios, esto es, materia que ha perdido su función; sino ruinas, materia precaria pero mínimamente operativa, esto es, supervivencias. Una estrategia narrativa que, atendiendo al medio donde acontece, también es comercial y social: la saga cinematográfica y el tímido discurso de género. Es así como funciona el relato apócrifo, mediante el ligero desvío de la ortodoxia, mediante suaves transgresiones que la hagan más seductora. ¿Por qué restringir tus fuentes a la Biblia cuando puedes explorar la Cueva de los Tesoros?

El árbol y los huesos o el árbol como hueso. Una idea brillante para el encadenamiento orgánico de la historia. Haríamos bien en emparentar las grietas de su tronco con las de la pelvis femenina sajada por el bisturí. En ausencia de savia y de médula: desecación, fractura y corte. Tejido doliente, cicatriz, rúbrica del parto. Es aquí donde Rachael ejerce de nueva Eva mitocondrial y de nueva Lucy. En la estructura de su pelvis, en su prometedora pero insuficiente humanidad. Allí donde el acetábulo de Lucy alumbró la bipedestación, Rachael hace lo propio con la nueva concepción. Se cumple una máxima biológica y arqueológica: antes que en el cerebro, la humanidad arraigó en la pelvis.

Asistimos al desenlace definitivo de esta continuidad mediante un término que es la acción y la parte del cuerpo blando desaparecido: la excavación. Exhumado el esqueleto, la obstetricia forense verifica el suceso acaecido en la excavación pélvica de la replicante. Pero he dicho desenlace definitivo y quizá me he precipitado. De aquel canal de parto, de aquel canal cinematográfico, nació el eslabón perdido de la evolución. La vida de aquella muerte es presentada de manera indirecta a través de la vegetación. La Doctora Ana Stelline ya no es la individualidad del árbol, es la colectividad del bosque. Ya no se trata del espécimen (el pasado), sino de la especie (el futuro). Ella misma es un apócrifo interpuesto y redactado por el síndrome de gálatas. Disturbios genéticos que quieren disimular la epístola del converso: «Dios envió a su hijo, nacido de mujer» (4:47). El hijo, bajo el signo de los tiempos donde el cráneo de Adán devino cráneo de Eva, es hija.



Con todo, la gran ironía de esta peripecia es más terrenal. Diría que es hasta simpática. En medio del discurso casi siempre mojigato sobre el juego de los dioses, la profanación del lugar sagrado y de la vida sigue claudicando, como en la leyenda de Bécquer, ante los ojos verdes. Rachael, fuego fatuo, amasijo de fósforo, de sales y de calcio, fantasma diegético digno de una película de Mankiewicz, mantiene el guión iluminado. Toda la película se sostiene gracias a esta declaración de amor al fantasma… hasta su aparición. La acartonada celebración del aura acarrea que su gran virtud –la elipsis, el sacrificio, la unicidad y el ascendiente- se desmorone. Ella tenía los ojos verdes, balbucea Deckard. Lo peor de la escritura no es la cursilería, tampoco la deducción (quien sabe si voluntaria o accidental) sobre la impotencia digital, ni siquiera la obviedad de los ojos verdes como paraíso perdido y trasunto edénico del alma, sino su manifiesta imperfección. El Apagón arruinó los datos, apenas quedan números rotos, tarjetas de voz y, oh fortuna, un escombro visual del Voight-Kampff. Un plano detalle de su ojo con la pupila negra, la esclerótica blanca y el iris… verde.


Kino Delirio. En presencia de una imagen


«¡Ahí tienen mis defectos y mis errores,
mi delirio, mi falta de gusto, mi confusión, mis lágrimas,
mi vanidad, mi estar escondido como un búho, mis contradicciones!»
La gaya ciencia, 311 (Friedrich Nietzsche, 1882)

Mi agradecimiento al equipo de Shangrila Textos Aparte, a los lectores que un buen día rondaron por Kino Delirio y, en general, a cualquiera que se dé por aludido. La mayoría de los libros que edita Shangrila -y otras editoriales admirables- son locuras de cuerdo en el panorama actual. No estoy seguro si esta es un poquito más o menos delirante que el resto. No tanto por la logística (más de cuatrocientas páginas con ilustraciones a color), como por el formato primigenio y, por qué no decirlo, el autor. Seleccionar textos de un viejo blog ya desaparecido escrito por alguien que no crea tendencias y que ni siquiera participa en un medio de manera habitual. Reitero las gracias mientras celebro en la intimidad -dónde si no- no haberme convertido en una caricatura 2.0 de mí mismo.

Este libro es una alegría y, en parte, una tristeza. Tiene algo de ese destino que le espera a determinados contenidos producidos en Internet. Primero la irrelevancia; luego, la extinción. Una buena cantidad se perderá y algo, poco, será musealizado. Con toda la carga funeraria que esto conlleva. Me refiero, lógicamente, a los contenidos que en términos situacionistas no han sido ni pueden ser recuperados. En los últimos quince años, he visto desaparecer más del 90% de los blogs y de los foros que visitaba. La tasa de reposición, como la de docentes y sanitarios, ha sido nula. Aquella forma de hacer merecía y merece algo más que un recuerdo. Merece seguir practicándola.

Existe un paralelismo evidente entre ciertos discursos surgidos bajo la coartada de una crisis y una Red devaluada. Habría que analizarlo porque el registro temporal y el retórico lo avalan. Los medios de comunicación y las industrias audiovisuales vieron peligrar su posición y quisieron remediarlo. Qué duda cabe, lo han conseguido. Volver a promover y hasta alardear de la marginalidad es un error. Por supuesto que Internet continúa siendo algo más que una herramienta única y maravillosa donde puedes seguir jugando con gente amable en un rinconcito del salón. El problema es que ese rincón fue, hace nada, la mansión. La variedad, el compañerismo, la disputa sana y el aprendizaje van dejando paso a la vulgaridad, a la histeria, a la represalia y al gregarismo. Hoy has decidido qué comida hacer, tal vez qué ropa vestir, pero ¿has hecho lo propio con los temas y las informaciones que gobiernan tu día?






Jean Epstein: el sol, la lente, el grano


Six et demi, onze (1927) fue restaurada por la Cinemateca Francesa en el año 2013. Pocos meses antes, durante el verano de 2012, escribí y entregué un ensayo sobre Jean Epstein. Nunca llegué a ver la película en condiciones. Tras su brillante periodo en la Albatros, Epstein fundó su propia compañía. Six et demi, onze, vista ahora en su integridad, con su final original y la imagen saneada, redefine aquella etapa. A Mauprat (1926), la más lacia de cuantas hizo para su productora, le siguieron El espejo de las tres caras (La glace à trois faces, 1927), la citada Six et demi, onze y La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928). A finales de ese mismo año y comienzos del siguiente, inició su etapa bretona con Finis Terrae (1929). Que Six et demi, onze continúe siendo una semidesconocida solo se entiende a partir de esta información. Si la restauración hubiera tenido lugar con anterioridad, la película habría sido considerada como lo que es: la más reflexiva, desencantada y compleja de su periodo independiente. Six et demi, onze reapareció 86 años después para hacer todavía más hermoso aquel incomparable 1927.

Basada en una historia de su hermana Marie, parte de la crueldad y de la tristeza parece venir de su firma. Marie, justiciera lisiada en Corazón fiel, terminaría adaptando y codirigiendo La maternal (La maternelle, 1933). La capacidad visual de Epstein siempre trascendió el melodrama, ya fuera de su hermana, de Morand, de otra fémina como Sand y hasta del mismísimo Poe. Epstein buscaba el melodrama, no lo despreciaba pero tampoco lo exaltaba. Se limitaba a filmarlo en clave de abstracción. Lo cual conducía a sus personajes a una doble tragedia: la del sentimiento enajenado y la de una sensación creciente de fatalidad. En la plenitud de la imagen, cuando el director era consciente del placer indiscutible del ojo, se las ingeniaba para que el espectador intuyera la desgracia. En Six et demi, onze, como en buena parte de su filmografía, cada plano es un presagio. La pasión, profunda pero efímera, existe como preludio de su desaparición. La imagen melodramática deviene, tarde o temprano, imagen neurasténica.

Epstein, eterno contradictorio, maestro práctico y teórico, materialista y animista, defensor de la máquina y del hombre evolucionado, de la unidad del conocimiento y de la disolución de los contrarios. En esta ocasión, se cuidó de otorgar a la lente y al sol créditos como personajes de pleno derecho. Dos años después de escribirlo, Epstein declaraba la independencia de la óptica, la de “un ojo dotado con propiedades analíticas no humanas (…) sin prejuicios, sin moral, libre de influencias”. La imagen que ha de ser y que ha de verse. Destino y revelación, élan vital, ingenio y diablo que canaliza las pulsiones. La imagen colmada de belleza que el sol y la lente ayudaron a fijar, te destruirá. Es así, de la misma manera que sobrevolaba el melodrama, como Epstein se superpone a lo bello. Lo encuentra, lo fabrica, lo ilumina y lo registra solo para destruirlo. Epstein sabía que lo bello, si persevera, termina siendo lo cursi. Belleza fatal, azar revelado que, de inmediato, es impugnado. Sobre la belleza, siempre, la locura. Sobre el orden, el desastre.

¿Qué era Epstein? Tal vez un moderno, quizá un vanguardista, puede que un visionario; seguro, un poeta. Aquello que fuera, cualquier género y concepto que practicara, siempre adquiría un aire al sesgo. En determinadas vanguardias experimentales de posguerra, un recurso habitual para trabajar la idea estructural del soporte no era la acción directa, sino la indirecta. Esto es, técnicas como el single framing y la composición interna de motivos que, bien mediante formas orgánicas, bien mediante patrones geométricos y ritmos de luz, generaban una descomposición aparente. Epstein no se limitó a prefigurar la acción indirecta sobre la emulsión fotoquímica, sino que prefiguró el paso siguiente: la estática, el ruido blanco de una imagen electrónica que ya vislumbraba en su cabeza. Una imagen que habría encantado a los Fluxus y a los generativos.









Esta serie de imágenes cumple dos máximas estéticas. La primera es más un verso que un aforismo de Brakhage: «Los planos con agua remiten al grano». La segunda reafirma la tesis de Vernet sobre la fórmula visual predilecta que adquiere una sobreimpresión o una disolución: la suma de uno o de varios rostros sobre un paisaje. Epstein nunca se cansó de practicarla. En este caso (antes, obviamente, estaba exagerando), el cineasta no prefiguraba el ruido electrónico, pero sí tenía en mente la descomposición del medio fotográfico como elemento decisivo del relato. Justo en el apogeo del romance, Epstein enjuaga la imagen en lejía y la viste de blanco angelical para picarla de viruela. El resultado parece la culminación del amor, un exceso de emoción repeinada que, sin embargo, anuncia la catástrofe. Los haluros se reproducen, la epidemia violenta el encuadre, el grano adquiere la consistencia de una pústula y el espectador asume que tanta luz los enloquecerá. En la siguiente secuencia el enamorado comprará un cámara fotográfica, el arma simbólica. La pistola real abatirá a un hombre; la figurada, cargada con la luz del sol, destruirá a cuantos salgan a su paso.