«…cimentaremos en su linda cabecita
todos los principios
del libertinaje;
la haremos arder con
nuestros fuegos».
La filosofía en el tocador (Marqués de Sade, 1795)
La escena dura setenta y cinco segundos y contiene ocho
planos. Cuando me dispongo a escribir sobre el detalle minúsculo que la
clausura, me doy cuenta de que necesito el doble de imágenes que
Howard Hawks para explicarlo. El segundo y decisivo encuentro entre Nellifer y
el capitán de la guardia del faraón, ilustra la capacidad de síntesis que
atraviesa toda la película. Elipsis, fundido, vacío, el guión es el hueco que
aguarda al sillar. Tal vez el sepulcro sin el
cuerpo, esto es, el cenotafio de la imagen. Esta “nada” de Tierra de faraones
(Land of the pharaohs, 1955) se
asemeja a la célebre jarra de Heidegger. Es la cosa en sí, es la historia haciéndose entre imágenes. Tierra de
faraones es película en tanto depósito que acoge un determinado número de
imágenes. Hawks solo tuvo que darle
fábrica al contorno. La película parece remitir a esa técnica de dibujo que
juega con nuestra percepción y, por lo tanto, con nuestros sesgos cognitivos:
no perfiles la silla, hazlo con los huecos que el objeto deja alrededor. Dibuja en
negativo, traza la anti–silla, filma el anti–péplum. Ordenados los vacíos,
emergerá la forma.
En sus aposentos, Nellifer se acicala frente al tocador.
Parece un plano dispuesto para el lucimiento de actriz, producción y dirección
de arte (Alexandre Trauner) cuando, en verdad, está repleto de intenciones
narrativas. La imagen transmite una autenticidad nada habitual dentro del
género. Uno tiene la sensación de que cada utensilio existe y se despliega de
acuerdo a una razón escondida. Pero la condensación dramática carece de
misterio: asistimos a una celebración de la cosmética como prolongación manifiesta
de la perfidia. Nellifer se levanta y apaga la pequeña candela de aceite. La
estancia, antes iluminada, queda en penumbra. Bajo la muselina escarlata, el
cuerpo. Y, sin embargo, Nellifer es ahora como la jarra, vacío, recipiente de
feminidad cuya silueta adquiere la negrura de un arma. Hasta entonces, su rotunda
sexualidad ha sido mostrada con la misma insolencia que su
carácter. Esta doblez permite que, o bien Lee Garmes o bien Russell Harlan,
realicen la transición entre la ceguera por exceso del desierto y la ceguera
por defecto de la alcoba. En plena noche americana, con las palmeras y los
pilonos como escribas del encuentro, Nellifer ofrece una copa de vino. El
capitán la rechaza. Su lealtad al faraón durará treinta segundos de reloj.
En esta revisión pagana y funcional (dos pares de contraplanos)
del universal femenino vinculado al pecado original, la penumbra encuentra un
motivo superior. A la evidente razón secreta del encuentro, es necesario añadir
el contraste de la luz que nace. Muere el plano y, con él, la integridad del
capitán. En rima con la candela sofocada del comienzo, surge otra sobre su
cráneo.
De nuevo la película y los elementos que la pueblan funcionando como recipientes, como senos donde todo acontece. El fuego en sí no le pertenece, la ubicación ni siquiera guarda
relación directa con su trama, pero la combustión neural conspira para narrar.
El fuego fue el colaborador necesario de las narraciones primitivas, siempre ha
caminado a nuestro lado. Aquí, ingerido el vino, arde la imagen. Y, al tratarse
de un encadenado, la geometría de los encuadres nos permite poner en duda la
potencia del azar. El cerebro en llamas, que no el cerebro iluminado, solo admite
un destino: ser calcinado. Más adelante se volverá a jugar con el fuego y la estancia
superior del cuerpo. Se hará a modo de recordatorio, de manera menos directa
porque, lógicamente, estaba todo dicho. El colofón de esta ceremonia ancestral
del fuego que narra, no puede ser otro que una lucha de falos. Nellifer, allí
donde sembró, cosecha la fruición.