«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

¿Acaso no matan a los elefantes?


Las gárgolas se han escapado, los humores me ahorcarán. Grietas, coágulos de luz, llegó el final. En la derrota de los fajones, la última mirada del claristorio. Bajo agujas, ménsulas y ojivas, mi letra sobre el atrio de la muerte. Hoy es el día de las sogas de algodón y los cadalsos apaisados. De las vidrieras ciegas y los sillares vacíos. Derrame en la pleura de los arcos mellados. Nervio, estrago y crucería. Domo de pergamino, pulcra y honrada altanería.


Tumores yermos, papilomas de la modernidad, escoliosis y fatiga. Pliegues de la existencia, vuestras sábanas por mi vida. El catre es recto, ahora es víctima. Ser vosotros me destruirá. Humana, decúbito supino, tal es mi voluntad. Renuncio al aguafuerte, rindo el rostro, asalto el sueño, pongo a dormir el lamento. El gris es manso, mullido como el vellón de este cordero. Qué grato estar tendido al carboncillo.


El ruido de la porcelana era azul. La sustancia turbia de las cinco me ungió de cobre el paladar. La lengua entumecida, la saliva fermentada y, sin embargo, venteo la madreselva. ¿Seguirán creciendo los árboles? ¿Acaso no disparan a los elefantes? Cuando las bestias aprendan a llorar, cuando el ogro se adentre fuera de la cueva, el aleteo cóncavo de las palomas desolladas.


Que nadie prenda el incienso, creo en el teatro y en la educación. Nada desaparece, versículos recitados, tuétano fosilizado, huesos transidos de calcio. La madre temblaba en la intimidad de los esponsales. Dolor custodio, Locasta insomne, amor que habita en una tierra deforme. Fuera del marco ternura, el suave espanto de un cielo estrellado.

IMÁGENES
El hombre elefante (The elephant man, David Lynch, 1980)