El último párrafo de Pasados citados por Jean–Luc Godard (Santander: Shangrila Textos Aparte, 2017) contiene
el motivo y el interés, el método, la tesis y el corolario del resto del libro.
Apenas una docena de líneas encabezadas con un adverbio de duda (“Quizá”) y
rematadas con uno de los sintagmas abiertos por excelencia: “discurso artístico”.
Cuando Georges Didi–Huberman rinde cuentas, renuncia al modo categórico. Y es
así porque tal es su deseo, no porque la brillante práctica de su profesión se
lo impida. El historiador es consciente de la disputa entre incertidumbre y
absoluto que ha desencadenado a lo largo de doscientas páginas. Afirmar las
dudas que generan toda hipótesis de futuro y todo discurso artístico, no es un
acto de cobardía. Mucho menos entregarse al relativismo. Es decir, cuando el
lector concluye la lectura, sabe que la ausencia de argumento de autoridad es la
principal enseñanza.
Firmado en septiembre de 2013, el texto se despedía
esperando otro adiós. La despedida, igual que el saludo, es un acto que solo
adquiere sentido y función en la correspondencia. Aquí el enunciador aguarda que
su adiós coincida con el que su interpelado prometió ofrecerle al lenguaje. Es
por esto que Didi–Huberman, además de por sano principio de método, es incapaz
de dictar sentencia. Depende de ese gran otro
al que no cabe concebir como enemigo, ni siquiera como asesino en serie de la
imagen no sujeto a reinserción. Cuando Jean–Luc Godard anunció su Adiós al lenguaje (Adieu au langage,
2014), Didi–Huberman no tenía nada claro si el cineasta lo haría apoyado en el
quicio de esa cinemateca universal que hizo establecer en su moviola. Y cuando Didi–Huberman
vislumbra ese Adiós, despierta su Quizá: «Se atreverá realmente (…) a dejar de hablar en voz alta, a
sostener un lenguaje de verdad vendido exclusivamente de sí mismo». Esto
que parece el último intercambio de golpes o el penúltimo regateo intelectual
en la distancia es, en rigor, una esperanza en versal. Del choque entre lo
áspero y lo suave o del, en definitiva, montaje dialéctico entre lo robusto de
un adiós y lo grácil de un quizá, nace la tercera imagen del libro. Aquella que
todo lector debe recoger resolviendo o dilatando las interrogantes. Porque, en
conclusión, ninguna de las preguntas que GDH realiza sobre la persona y la
actividad de JLG «quitan
nada a su arte, que es inmenso. Solo a su arte de sentar cátedra».
En este
cierre precavido, que no es cierre pero que tampoco es apertura, que no es sino
batir de hojas y de alas, se intuye el mariposeo
característico del historiador. El quizá,
el reñir entre una imagen y la imagen, entre el peso de los procesos y la
volatilidad del producto, entre larva informe e insecto majestuoso, entre repulsión
y fascinación. El revoloteo de una de las 17.000 especies diferentes de
falenas. Aquella «energía invisible» por la que preguntaba en otra de sus obras
si somos capaces de saber mirar. El mariposeo
del que reconoce –con
humor– ser acusado
por ciertos colegas habita en la variedad temática, pero también en la elegancia
de su letra y, sobre todo, en esa energía invisible que nos hace raspar la
esquina de cientos y cientos de hojas. Que no son hojas, que son alas. El
historiador ha diversificado sus intereses sin perder profundidad, Didi–Huberman
mueve las alas y se desata un tifón en determinadas sentinas de la academia. En
lo que se refiere a su oficio, ha hecho del mariposeo
una coherencia.
El libro se divide en seis apartados que podrían quedar reducidos
a cuatro. Primero, el arte de la cita: el hecho mismo, su escritura, la
sustancia intelectual y la sustancia formal, su implicación histórica y su
repercusión autoral. Segundo, el problema judío: el establecimiento y la
función de un campo–contracampo mediante dos tipos de montaje. Los excesos y la
confusión de un hipotético arrepentimiento vychista.
Lo arriesgado de equiparar antisionismo con antisemitismo. ¿Son los palestinos
de hoy los judíos del ayer? La identificación del Godard niño con el icono
infantil de la redada en Varsovia, el careo judío–musulmán de Nuestra música (Notre musique, 2004) y
la imposible convivencia de Hitler y Golda Meir en Aquí y en otro lugar (Ici et ailleurs, 1976) mediante recomposición,
serán ejemplos recurrentes de esta embarazosa política del contracampo. Tercero,
la construcción del espacio (i)lógico, unitario y común que impone el ejercicio
de la cita. De la tradición de los atlas de imágenes a los museos virtuales. Y
cuarto, la relación entre el cine y la poesía a la que conduce. Un
tránsito godardiano en el que el director de El desprecio (Le mépris, 1963) pasa de citar a los románticos del siglo
XIX a comportarse como uno de ellos.
El volumen será de interés para todos aquellos interesados
en los problemas derivados de una concepción del archivo
como forma viva, de las teorías del fragmento, de las temporalidades de la
historia y de las distancias de la estética. Es más, será de su agrado porque
en ningún caso vuelve sobre las corrientes habituales del fenómeno. Me refiero
a que Didi–Huberman enreda en las potencias del archivo de manera bien distinta
a como lo hacen o hicieron Rosellini, Sekula, Weinrichter, Wees o Derrida. Didi–Huberman
parece dar por sentada esa concepción de la imagen y de la palabra reutilizadas
como generadoras de nuevos significados. Sin duda parece más preocupado por el
paso ulterior, por la paradoja que supone enunciar de manera categórica la
explosión poética que acontece en pleno montaje. Ese lugar donde el cineasta es
cualquier cosa menos un arconte derridiano que fija, cierra y da esplendor. Sin
mencionarlo, Didi–Huberman echa en falta la presencia serena de ese mal de archivo, de ese afuera inminente, de esa posibilidad
cierta de revolverse contra sí mismo, de esa pudrición y de esa muerte que JLG
pretende afirmar y negar al mismo tiempo. Huyendo de todos los tópicos ligados
al intertexto y al pastiche de la posmodernidad, Didi–Huberman hurga en los
afectos de la imagen y de la palabra. En él, como en las vanguardias auténticas,
prevalecen los relatos sobre la técnicas. Tomando el título de otro de sus
libros, nos invita a remontar el tiempo
padecido.
Para ello, hace una lectura inteligente de los dos momentos
que marcan esta peripecia. Un primer instante (1956) donde el montaje godardiano
es su hermosa preocupación (Montage,
mon beau souci). Lugar de fulguración y de «fecundidad heurística», ámbito de producción de sentidos y de
posibilidades de puesta en escena. El espacio y la acción corporal donde todo
acontece: el rácord sobre una mirada. Opción poética que será reconducida por un
giro ideológico (1967). Es entonces cuando el montaje abandona la libre
asociación y el flujo de deseo para convertirse en un «fusil ávido de conclusión». JLG transita de un modelo
centrífugo a otro centrípeto donde los poemas se recitan como consignas. Entre
la regla y el azar, el montaje nunca dejará de ser un juego, pero para
Didi–Huberman resulta obligatorio indicar cuándo se presenta como un juicio.
Traspasado
el umbral de los sesenta, Didi–Huberman recoge los efectos secundarios de
aquella transformación. Lo hace examinando las Historia(s) del cine (Histoire[s] du cinéma, 1988) y otros ensayos
audiovisuales como The old place (2000).
Pensar la forma para obtener la forma que piensa. Llegado el caso, que lo hace
y bien pronto, Didi–Huberman distingue entre la imagen que aflora como
arqueología de una supervivencia de otra que, bendecida por Godard, regresa como
teología de una resurrección. Cuando el vibrante caminar del Ángel de la
Historia (JLG como ente benjaminiano que, según Serge Daney, iba «de adelante
hacia atrás, con la mirada vuelta hacia aquello de lo que se aleja») se
convierte en un deambular torturado y vicioso, se genera un lamento en el
historiador. Dentro de las posibilidades que ofrecen las diferentes duraciones
de la historia, Godard optó por una dialéctica demasiado unilateral o demasiado
ambivalente. Su autoridad de autor comenzó a llegarnos demasiado a
menudo de manera autoritaria.
Esta autoridad es equívoca porque reivindica la libertad del poeta para no tener que entrar en una discusión sobre la verdad histórica de la que, sin embargo, pretende convencernos. (p. 160)
La principal
víctima del suceso (POÈTE/JE/SUIS) no fue Godard, sino el propio cine, ciertos teóricos
y no pocos aficionados. En el apogeo de la paradoja, JLG se colocó en el centro
de esa radicalidad ambivalente. Encendió un habano, carraspeó, inhaló el cine y,
tras espirar figuras palatinas, fue erigido maestro, jefe y líder. Amo creador de un estatuto donde el cine, como el humo, marchaba hacia lo puro por
lo impuro. Para Didi–Huberman JLG no es tan único ni tan inimitable como muchos
aseguran, sino que se inscribe dentro de una extensa tradición donde el
humanismo (sí, por misantrópico que pueda o quiera parecer) y las arte
liberales impugnaron a Platón para dejar de oponer imágenes sensibles y
verdades inteligibles (p. 134). Es así como Godard, en tanto artista y
pensador, debe situarse ante la
Historia y no solo, «como es asunto de los cinéfilos», en la historia del cine.
Hace
justo un año, después de leer un artículo sobre la labor crítica de Jean–Luc
Godard, envié un correo electrónico a su autor. Apenas lo conocía y carecía de
confianza, pero algunos ya sabrán de estos mensajes espontáneos donde el miedo
a molestar termina superado por la necesidad de reconocimiento y gratitud. Allí
le decía que había expresado una idea que siempre compartí, una idea
fundamental y en cierto grado trágica: la incapacidad no tanto de Godard como
de su entorno para trascender el cine. Esa «pesadez ontológica», ese
metalenguaje asfixiante, esa autorreferencialidad sadomasoquista a las que hace
referencia el propio Didi–Huberman. También le decía que pensaba en Pasolini
como su envés. Entonces no había leído este libro y ahora me agrada encontrar en
su última parte esta misma discusión. JLG y PPP: «dos hermanos en las
antípodas» (p. 189).
Muchas veces sigo pensando en Godard como una de esas estatuas
de bronce a la que beatas y turistas han pulido una parte de su anatomía. El
resto de su cuerpo yace o se yergue al abrigo de la pátina mientras los pies,
el seno, la mejilla o la mano presentan una lustre improcedente. Pasados citados por Jean–Luc Godard no
ha hecho más que refrescarme esta imagen de un Godard broncíneo cuyas gafas de
pasta han perdido el verdín depositado por la historia. Y quien dice historia
dice polución. Unas gafas godardianas que la corte de beatas ha dejado
radiantes a base de besos, lágrimas y empellones. Sinceramente, creo que
podríamos haberle ahorrado tanto agasajo, tanta cita efusiva y tanta caricia
intempestiva. Yo he sido el primero en acudir al besagafas cuando podría haber
acudido al de Vertov, al de Kluge o al del Homo antecessor. La comodidad, esto es, la mala costumbre de
citar al que cita en lugar de entrenar la genealogía de la idea.
Los detractores del cineasta tienen en este libro una
magnífica oportunidad para matizar su postura, para cambiar su, a mi entender,
equivocada e injusta percepción. Para dejar a un lado fobias y pesadillas, para
apreciar muchas de las razones que hacen de JLG uno de los grandes creadores vivos.
Por su parte, los corifeos darán más de un respingo durante la lectura. Harán
bien en no tomarlo como una afrenta personal porque es, de suyo, una oportunidad
para el aprendizaje y la eventual apostasía.
BIBLIOGRAFÍA
DIDI–HUBERMAN, Georges, Pasados
citados por Jean–Luc Godard. El ojo de la historia 5, Santander: Shangrila
Textos Aparte, traducción de Mariel Manrique y Hernán Martutet, 2017. Primera
edición: Passés cités par JLG. L’oeil de
l’histoire, 5, París: Les Éditions de Minuit, 2015.
DIDI–HUBERMAN, Georges, Falenas.
Ensayos sobre la aparición 2, Santander: Shangrila Textos Aparte,
traducción de Julián Mateo Ballorca, 2015.
DIDI–HUBERMAN, Georges, Remontajes
del tiempo padecido. El ojo de la historia 2, Buenos Aires: Biblos,
traducción de Marina Califano 2015.
IMÁGENES
Nuestra música
(Jean–Luc Godard, 2004)
Un oeil, une histoire, 1 (Pascale Bouhénic, Marianne
Alphant, 2015)
Nuestra música
(Jean–Luc Godard, 2004)
Aquí y en otro lugar
(Jean–Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Anne-Marie Miéville, 1976)
The old place (Jean–Luc Godard, Anne-Marie Miéville, 2000)