«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Comentario de texto: una crítica de cine

El comentario de texto es una herramienta didáctica eficaz. Gracias a él se establece un intercambio dialógico entre las estructuras lingüísticas que lo componen y las facultades cognitivas del intérprete. Para realizarlo es necesario adoptar una posición física concreta, un enfrentamiento, un ponerse delante prescindiendo del punto de fuga hasta que nuestro campo de visión quede colmado por el texto. La posibilidad del horizonte, su esperanza, no se contempla. De esta necesidad espacial, de esta aridez en la mirada, se deduce una postura intelectual: el texto ha de ser confrontado desafiando la validez y la pertinencia de cada enunciado. El primer objetivo del diálogo es poner en crisis tanto al objeto de análisis como al sujeto que lo trabaja. En esta situación el autor del texto carece de interés, si acaso su presencia puede ser considerada en tanto fantasma disuelto en el mismo; un parásito del lenguaje que diría algún estructuralista despistado. Para comentar un texto hay que mirar la pared y discurrir el signo y el vacío como ladrillo y mortero. El conjunto se despliega ante nuestra vista como un trabajo de cantería donde las piedras van adoptando, a soga y a tizón, un ancho fijo o variable hasta alcanzar una altura marcada por las necesidades de la obra.

El comentario de texto no busca necesariamente una conclusión o una enseñanza. Y sin embargo, es de una productividad sobresaliente. Lo es más allá del producto, esto es, más acá del modelo socioeconómico donde se inscribe. El ejercicio es una competición sin resultado donde el fruto solo alcanza madurez en el proceso, en la puesta al día de sus componentes y en su capacidad para adobar el pensamiento. El rédito del trabajo se recoge a cada instante, sin nómina ni retenciones en diferido. Desde un punto de vista antropológico, el lenguaje hace alarde de su doble vertiente: la cultural y la biológica, es decir, la aprendida de acuerdo a los sistemas educativos y sociales, y la heredada a través de cientos de miles de años de evolución. Desde el punto de vista estrictamente pedagógico, representa el esfuerzo y la obligación de cuestionar a la autoridad y a la institución.

Estas características han contribuido a su desaparición de las prácticas docentes. No solo en colegios y centros de secundaria, también en esos muladares del conocimiento que hoy conocemos como universidades. ¿Cómo voy a poner un comentario de texto a un universitario? ¿Qué crees, que esto es la EGB? Ojalá lo fuera, porque existe algo instintivo en el análisis de texto, un qué por delante de un porqué, una materia sobre una inferencia. Sin olvidar su indudable componente lúdico, su dimensión de mecano cerebral. El comentario es un juego, sí, pero también una incomodidad compartida; una amistad real.

Me dispongo a poner estas nociones en práctica con una muestra encontrada durante una de mis cada vez menos frecuentes expediciones cinéfilas. El escrito pertenece a un medio de comunicación de ámbito regional y difusión nacional. Pero antes, y pido disculpas por adelantado, tengo que realizar una digresión. El mismo día que realicé esta lectura, el fregadero de mi cocina colapsó. El agua sobrante no circulaba, y la poca que conseguía abandonar el estanque terminaba supurando entre las juntas de un armazón que, en sus contoneos hacia lo insondable, parecía anunciarme la existencia del averno. Porque en el fondo, en la fosa ignota a la que se dirigía ese tubo en la sombra, siempre he considerado estas menudencias domésticas como recordatorios de la condición humana. Un fregadero obstruido es una muerte en miniatura, una advertencia del reino de la descomposición, una instantánea de la vida, una prolongación de nuestra vulgaridad. A lo largo del día desfilamos orgullosos sin que nadie nos susurre al oído: Respice post te! Hominem te esse memento! Pero he aquí el fregadero, en concreto su sifón, dispuesto a la amonestación desde el silencio y la discreción que le otorga su madriguera. Que solo somos hombres y que una de las insuficiencias del transhumanismo es la materia que se acumula hasta hacer rebosar un recipiente destinado a la higiene. Cuento esto porque soy hijo de fontanero. Para ser exacto, el hijo que en su vida ha arreglado una cisterna y mucho menos un sifón.

Mi decisión fue dura y precisó de arrojo, de una especie de orgullo genético, pero afronté el trance como si de un comentario de texto se tratara. Observando las piezas, estudiándolas y procediendo a cuestionar un funcionamiento que se había mostrado deficiente. Si en los comentarios es aconsejable tener a mano un diccionario, en esta ocasión lo era la aplicación de Youtube. Con todo, una cosa era el planteamiento y otra la acción. Había que desenroscar aquellos plásticos de por sí nada atractivos, de una potencia y una cochambre genuina y bien cultivada. Sudorosos y congestionados como los músculos de un culturista. Su tez, malencarada como la de un higo en otoño. Pero algo me decía que, a diferencia de las personas y los higos, la belleza y la dulzura no se iban a encontrar en su interior. Nadie duda ante la dignidad de un rey y yo no dudé ante la de este sifón. Todo hacía indicar que había alcanzado la suciedad por la vía de la sangre. Aquello era mierda con abolengo. Su estampa invitaba a realizar un gesto a medio camino entre la reverencia y el saludo de visera.

Lo que allí encontré pasará a mi particular historia de la infamia. Los depósitos de comida, grasa, plásticos, telas, piel, cabellos y detergente habían colmado el espacio como el texto ha de hacerlo con la mirada. Su respuesta a lo inhóspito del lugar era un ejemplo extraordinario de presión-adaptación entre ecosistema y organismo. La sustancia gris antracita presentaba incrustaciones de jade que destellaban en la oscuridad. Sin conjeturar sobre el origen de los colores, me dispuse a retirarla con más miedo que vergüenza. Su defensa fue inmediata y consistió en activar la glándula odorífera. Mi réplica, perseverar entre fuertes arcadas… hasta la victoria. La próxima vez que tengáis la oportunidad de revisar la factura de un fontanero, apreciad que junto al desglose de material, desplazamiento y mano de obra, no aparecerá la tarifa más importante: la repugnancia.

Esa misma tarde, con el trauma enseñoreado en su condición de afecto no tramitado, leí el texto que, ahora sí, paso a comentar. He querido dejar constancia de este episodio escatológico porque pudo condicionar la posterior experiencia lectora. Esta no me generó arcadas incontrolables, pero sí una desazón más profunda. Mientras repasaba con atención sus líneas notaba que aquellas palabras, poco  a poco, con idéntico sigilo e insidia a la de la sustancia que acaba de conocer en su intimidad, se iban depositando en una parte de mi cuerpo que no tardaría en correr la misma suerte que el fregadero. La única manera de evitarlo era un exorcismo, es decir, un comentario de texto.

Por razones de formato, enlazo la fuente en vez de copiar su contenido: Host o la película inesperada El método a seguir consistirá en extraer todos y cada uno de los fragmentos mediante comillas angulares. Se respetarán los recursos tipográficos del original y la glosa se distribuirá debajo de cada cita.

«Pocas cosas más satisfactorias que ver cómo una película hace volar por los aires la conversación y los tópicos en torno al audiovisual contemporáneo.»

El inicio es atrevido. La emoción ante un descubrimiento y la dicha de una ambición cumplida. Si asumiéramos una estructura de guion, estaríamos ante una upfront story. Si adoptáramos la de un artículo académico, estas dos primeras líneas vendrían a ser un BLUF (bottom line up front), es decir, aquella norma según la cual es recomendable situar las conclusiones del estudio al comienzo en lugar de al final. Por lo tanto tenemos una conclusión inicial, derivada de una impresión personal, que deberá ser argumentada en el cuerpo del texto.

El uso de la negrita subraya la importancia del evento. Sobre el uso de esta tipografía seré breve. Una de las primeras cosas que aprendemos los correctores es a censurar la negrita de cualquier tipo de texto y formato. Su uso se ha ido restringiendo, con acierto, hasta en los espacios donde siempre prevaleció: los libros de texto infantiles y juveniles. Existe una razón de fondo al margen de la estética: la ecología cognitiva. Resaltar un contenido implica la degradación de otro, en este caso el de la letra fina. La concentración se activa en un punto mientras se desactiva en otro. En la actualidad, su uso es arbitrario y prolijo en los medios digitales, donde ya no se limita al de los nombres propios. Aquí la negrita aparece y reaparece sin criterio fijo, al albur del redactor o del editor. Podrían decirte que para su aplicación han seguido el patrón de las franjas de una cebra, el de un código de barras, el de un pintor con narcolepsia o el de un calamar con diarrea.

«hace volar»

De esta locución verbal se puede deducir un rasgo inicial del lenguaje: el sensacionalismo. En forma y fondo se trata de una derivada de la comunicación vigente donde todo explota, donde el mundo arde y donde la sorpresa solo se concibe en grado hiperbólico. Además, es una fórmula convencional, carente de imaginación, tan tópica como aquello que ha venido a dinamitar, “los tópicos”. Al igual que el diamante, el tópico solo ve mellada su superficie por la acción de un camarada.

«conversación»

Figura que avisa de un importante factor por venir: el colectivo. La conversación siempre involucra a un número de personas, por lo general, indeterminado. Un foro cuya amplitud consiente cualquier razonamiento sin miedo a ser discutido, o a ser discutido con las dificultades inherentes del gallinero.

«audiovisual contemporáneo»

El sintagma es apropiado y pertinente. La suma y la diversidad de prácticas dentro de un marco temporal fija el contexto. Desde finales de los años ochenta, sabemos que el cine ha dejado de ser solo el cine. La naturaleza de la obra a comentar refuerza su empleo. No obstante, con él se intenta abrazar un conjunto que no es uniforme ni reducible. Hay que tener en cuenta dónde situar el elemento, las posibles divisiones internas y su vecindario.

«Aún no he tenido ocasión de ver ‘Host’ (2020),»

Si el anticipo de las conclusiones era asumible, esta confesión lo invalida. No es la primera profesional que escribe sobre algo que desconoce, y al menos cabe reconocer su sinceridad, pero no es serio. No lo es su postura y no lo es la del medio que lo permite. El uso de las comillas simples –terceras en la jerarquía tras las angulares y las inglesas– para destacar el título de la obra, no se contempla en ninguno de los libros de estilo que conozco, incluido el de la RAE.

¿Qué podemos esperar del texto a partir de este giro en los acontecimientos? ¿Es posible continuar con el discurso?

«la película de terror de moda.»

No es necesario esperar demasiado, apenas el suspiro de una coma, para comprobar que todo es posible en el maravilloso mundo del periodismo y del audiovisual contemporáneo. La moda, institución dura pero etérea, regenta de la posmodernidad, ha concedido su permiso. Huelga otro salvoconducto, ni siquiera el de la experiencia empírica, desde que existe un sujeto superior, una madrina de la invisibilidad que redacta el boletín oficial de la dictadura.

«Se estrenó en el servicio de ‘streaming’ de Estados Unidos Shudder, una fantasía, una plataforma especializada en cine de terror que ojalá llegue algún día a España.»

No haber visto la película todavía permite aportar información verdadera y necesaria. El uso de las comillas simples en streaming vuelve a ser inapropiado. Los extranjerismos han de ir en cursiva, excepto cuando integran un titular que ya la incorpora; ahí podrán usarse de manera excepcional. La aparición del término genera un debate sobre la nomenclatura, las tecnologías, las estéticas y los hábitos asociados a las plataformas digitales. La ubicación del nombre propio de dicha plataforma no ayuda a orientar la lectura. El lector puede llegar a pensar que Donald Trump ha cambiado el nombre de su país. Lo mismo que sucede con esa “fantasía” entre comas. El lector deduce, o no, que es la fantasía de la redactora, quizá aficionada al género en cuestión. Pero no es ninguna fantasía, es un hecho; la plataforma existe.

«Dura solo 57 minutos.»

Aportación de datos incontrovertibles y hasta cierto punto fundamentales. La duración no se corresponde con los estándares del largometraje cinematográfico, aunque sí con los de otras prácticas del audiovisual contemporáneo. La grafía arábiga es correcta desde el punto de vista de los manuales de estilo.

«Su responsable, Rob Savage, dirigió desde la distancia durante la cuarentena a los actores,»

Un síntoma de redacción despreocupada es arrinconar el complemento directo, por mucho que se quiera enlazar con la subordinada inminente. La lectura continúa sin ser orientada, las palabras no sobran y no están mal elegidas, pero el encadenado carece de fluidez. El pliego parece adoquinado y su paso se asemeja al de una París-Roubaix. Este tramo podría ser el mismísimo Carrefour de l'Arbre.

«que tuvieron que ejercer a su vez de escenógrafos, iluminar lo que tenía que aparecer en el plano e incluso diseñar efectos especiales.»

En ocasiones sucede lo aquí notificado. Quien haya visitado un rodaje sabe que aquello es el dominio de los actos inescrutables, un frenopático a la hora del recreo, pero entre sus desvaríos no es habitual el de iluminar de manera específica lo que no va a aparecer en plano. Redundancia. En cualquier caso, la información nos habla sobre un modo de producción menesteroso, un régimen amateur y colaborativo muy presente en ese audiovisual contemporáneo. También desliza la precarización global de los trabajadores culturales.

«Cuenta la historia de seis amigos que contratan a una médium para hacer una sesión de espiritismo vía Zoom.»

Sinopsis ajustada a la realidad del argumento. Toda sinopsis habilita la discusión sobre la necesidad de la síntesis en la comunicación.

«Tiene un 100 % de críticas positivas en Rotten Tomatoes y comentarios entusiastas en twitter.»

Twitter debería ir con mayúscula, pero es un asunto menor. La rancia potestad de la moda ha descentralizado su actividad. Ella domina y vigila desde el otero del gusto, pero en ocasiones libera a subalternos y bufones. El porcentaje máximo de valoración abunda en la infalibilidad de la autoridad estética. La moda resultó ser la gente, la masa. Y como bien sabemos, la democracia es una emanación del pueblo. En la literatura académica, llegado el momento de sustentar una idea, de validar una hipótesis o de hacer una simple valoración, se recurre a una de las opciones consentidas del argumento de autoridad. Esto es, una cita a la persona y a la obra de referencia en el correspondiente campo de conocimiento de acuerdo a las normas APA (American Psychological Association). Qué duda cabe, a ojos de la democracia digital este último sistema es jerárquico, vertical, aristocrático y me atrevería a decir que poco inclusivo. Su justicia y su funcionalidad amarillean ante la sabiduría de millones de cerebros trabajando en red, como en Rotten Tomatoes y Twitter.

«Y tiene pinta de ser, directamente,»

Incongruencia: supuesto más aserto. El primer párrafo de los dos que componen la reseña se cierra con este atrevimiento. Con la ciencia que ha otorgado la moda y con la razón reforzada por sus sacristanes. No obstante, la redactora desliza un síntoma de precaución epistemológica que merece ser valorado: “tiene pinta de ser”. Que la apariencia coloquial no oculte su hondura. Frente al tedio de los hechos, la sospecha y el pensamiento desiderativo. El deseo reaparece desde aquel cercano “ojalá” para alcanzar su expresión definitiva. Un adverbio en –mente sella una transición donde la ucronía reemplaza a la Historia.

«el mejor producto hecho durante el confinamiento que hemos visto y que veremos (de momento no tiene fecha de estreno en España).»

Del sentir del pueblo, de su conversación, solo puede nacer lo mejor y lo bello. En él reside la mirada justa. Si levantáramos su cabeza, no tardaría en brotar el manantial de la doncella. Solo el pueblo es capaz de dictar sentencia sobre un juicio que carece de fecha, de tribunal y de pruebas. Es el encanto y la clarividencia que proporciona la unión. Que la ceguera reconocida no entorpezca un buen pretérito perfecto compuesto y un victorioso futuro simple. “Hemos”, nosotros, la primera del plural, la comunidad, incluida la firmante. Para que este afán colectivo siga funcionando, debe arrogarse el sentimiento de cada cual, es decir, ha de constituirse al modo de una religión. Esa parcela del pensamiento donde los hechos carecen de importancia porque existe una instancia superior, absoluta e indescifrable: la fe. Habilitamos la creencia porque hemos visto sin ver, hemos sentido la herida en tu costado y la hemos hecho propia sin la necesidad de deslizar los dedos en la llaga.

«¿Por qué es tan interesante que Host se haya convertido en un fenómeno?»

La pregunta podría calificarse de retórica, porque en los renglones precedentes nos ha quedado claro que era “el mejor producto”. Su virtud: convertirse en un “fenómeno”. El adjetivo acarrea, de nuevo, sensacionalismo y colectividad. El fenómeno, en cualquier ámbito, es impactante por su naturaleza y por la percepción que se tiene de la misma. El impacto del fenómeno refuerza su condición cuando trasciende la experiencia individual, cuando se transforma en un fenómeno de masas.

El título de la obra aparece sin resalte alguno, ni siquiera las comillas simples del comienzo. El texto, en el mejor de los escenarios, ha sido revisado de manera deficiente y en ningún caso ha sido unificado.

La pregunta sigue abierta y necesita ser respondida.

«Por mil motivos,»

Una lástima que el espacio final se reduzca a 343 palabras, apenas un tercio de los motivos en potencia. Nuevo coloquialismo, pero no lo subestimemos porque podría ser una sabia adecuación del estilo a los lectores. Si lo miramos con otra perspectiva menos voluntariosa, la fórmula denota pereza literaria y desidia intelectual.

«pero sobre todo porque desmonta de golpe muchos tópicos,»

Dado el espacio tan reducido, destacar el motivo principal de entre el millar es imprescindible. Reaparece la palabra “tópico”. De su empleo repetido se infiere que la originalidad es un valor distintivo de la obra. Aquí convendría establecer un debate a propósito de dicha cualidad. Es decir, hasta qué punto puede ser insólita o inesperada, como reza el título de la crítica, una película que ya sería epígono hace diez años. Una revisión cuidadosa de la filmografía del subgénero al cual pertenece, así como de la evolución de la vida del espectador y de los espacios de ocio, revocaría esta condición.

«muchos razonamientos caprichosos asumidos a saber por qué.»

El sintagma “razonamientos caprichosos” es sugerente. Invoca un proceder mental dando por sentada su veleidad. Ausencia de rigor ajeno. Ahí fuera hay personas que razonan mal o que no lo hacen con la sensatez solicitada. Es posible que se esté refiriendo a individuos, a traidores del sentir general, a disidentes de la moda, a prófugos del pueblo. A todos aquellos rebeldes que no decidieron acatar las resoluciones del oráculo 2.0. Suave atisbo de las dinámicas represivas del Delfos digital. Condescendencia.

«Uno es esta cosa de decir que el cine de terror contemporáneo es demasiado pretencioso»

De entre los mil motivos ya conocemos el principal, y ahora comienza la enumeración del resto. Nada que objetar a esta estructura, es procedente, clara y cumple con los preceptos de un texto divulgativo. El problema radica en la redacción subsiguiente: “esta cosa de decir”. El tono traspasa lo coloquial, se recrea en lo chabacano y se adentra en lo displicente. Saber si el cine de terror de contemporáneo es demasiado pretencioso, requiere un análisis diferente a este.

«(esa etiqueta del “terror elevado” que tantísima rabia da)»

El uso de la negrita en un texto situado entre paréntesis es una incoherencia discursiva y una aberración tipográfica. Si la idea merece ser resaltada, no se concibe que aparezca a modo de inciso. El subgénero conocido como “terror elevado” participaría del análisis paralelo solicitado más arriba. El colofón del paréntesis vuelve sobre los pasos del lenguaje de la calle. A estas alturas se puede asegurar que el estilo dominante es ordinario y populachero. Aunque esta vulgaridad quede mitigada por la inocente inflexión de la rabia aumentativa. Sentimiento que, por otra parte, concuerda con los expresados en una redacción de alumno de primaria.

«y no se manifiesta de una forma pura, sin –por ejemplo– coartada social.»

La apelación y las divagaciones en torno a esencias y formas puras es moneda corriente en el intercambio estético y afectivo del régimen de las frustraciones. El neoplatonismo y la beatería siempre han estado en la raíz de la de las teorías más endebles de la imagen digital.

El uso de guiones en esta acotación es otra aberración ortográfica.

«‘Host’ se intuye juguetona, epidérmica y ejecutada con las herramientas clásicas del género aunque su envoltorio sea tecnológico.»

La precaución derivada del no saber, alcanza un nivel enternecedor con la elección del verbo y con su forma reflexiva e impersonal. “Se intuye”, ella, intransitiva, a mí no me miréis si luego no es verdad. En cuanto al envoltorio tecnológico da a entender de manera poco precisa que estamos ante una película donde los enseres propios de la producción y de la comunicación están a la vista. Porque ese envoltorio tecnológico es consustancial a la obra de arte desde que tenemos noticias del Paleolítico superior. Desde entonces, su visibilidad y su camuflaje puntea la historia del arte. La idea subyacente es valiosa  pero está expresada sin convicción. Me refiero a la supervivencia de narraciones, formas y técnicas pretéritas en el interior de prácticas actuales que, durante su desarrollo, las distorsionan y aparentan negarlas.

«Otra cosa que destruye es la ligereza con la que afirmamos que la gente ya está harta de productos confinados (clases vía Zoom, directos de Instagram, presentaciones por videoconferencia):»

Destrucción porque hoy en día, como sabemos, la normalidad es un suceso en sí misma. Nada puede ocurrir con tranquilidad, todo ha de ser estridente. Si una obra es original, su influencia no puede limitarse a un delicado movimiento de piezas, a la reorganización silenciosa de las partes, a la caricia íntima que no necesita ser publicada. La originalidad solo puede ser grandilocuente, su presencia engendra una tabla rasa o, en su defecto, un regreso al estado del buen salvaje.

Primer atisbo de autocrítica en nosotros, la gente. También tenemos debilidades y ligerezas que han de verse como el descanso del guerrero, como el respiro merecido tras 365 días impartiendo justicia estética y moral.

«de lo que estamos hartos es de productos confinados mediocres, con los buenos no tenemos ningún problema.»

Cuando invocas la mediocridad ajena, has de estar muy seguro de haber aplicado el mismo baremo en tu alcoba. El planteamiento es similar al de una pelea: solo debes empezarla si tienes la certeza de ganarla. De lo contrario, tu mejor golpe será la zancada larga. En el caso de la mediocridad del otro existen dos opciones: la denuncia y el silencio. La paja en el ojo ajeno y la pirámide de Keops en el propio.

“Productos confinados” es un sintagma que no mueve a la confusión, su significado es claro en el presente epidémico, pero no deja de ser una construcción poco agraciada. Si el lector es goloso o si tiene hambre, leerá “confitados”.

«Y una tercera, la tendencia a desconfiar de las películas de menos de 90 minutos (quizá a ti no te suceda, pero es una realidad).»

Último argumento de la originalidad en curso. La desconfianza en las rebajas del estándar de duración cinematográfica no debería ser relevante en tanto habíamos convenido que no se trataba solo de cine, sino de audiovisual. Y entre las aportaciones estructurales del audiovisual se encuentra la apertura indiscriminada de la duración. El audiovisual vino a conciliar lo intensivo y lo extensivo sin reparar en la tecnología aplicada.

Abuso de los paréntesis. Cuatro en dos párrafos sin contar el del año de producción de la película. En su interior, una exhortación y una afirmación del orden de lo real. Aquellos que razonaban mal, es probable que también sean los que desconfían. Enemigos intangibles pero necesarios. Si no es tu caso, bienvenido, eres de los buenos.

«‘Host’ parece haber llegado en el momento adecuado para obligarnos a sacudirnos unas cuantas tonterías.»

Repercusión de la obra y conclusión discursiva vinculadas al momento histórico. Nueva autocrítica en primera persona del plural que adquiere la consistencia de un cristal de azúcar. ¡Penitenciagite! Si algo distingue a la colectividad es la necesidad del sacrificio postizo, de la teatralidad, del melodrama, de mantener activo el miedo exterior y, en última instancia, de la purga periódica para conservar la salud pública intacta, los ideales frescos y las dinámicas en armonía.

Paseos con David Lynch


A comienzos de la primavera del año que ahora nos deja, se publicó un monográfico de casi trescientas páginas dedicado exclusivamente a Carretera perdida (Lost highway), la película dirigida por David Lynch en 1997. Quiero creer que, en aquel abril, el libro se abrió como solo lo hacen las flores, de la noche a la mañana, con toda la clandestinidad y el descaro al que nos tiene acostumbrados la editorial Shangrila. Utilizo esta vulgar imagen botánica porque pasé meses contemplando el crecimiento de la yema, hermética y por momentos irritante en su cerrazón. Una vez desenvuelta, liberada en sus formas, sin indicio de amustiarse y por completo emancipada, me reprocho que no alcancé a nombrarla. Y debí hacerlo no por mí, sino por los otros. Aquellos que, con generosidad, la hicieron posible. Gente sabía y con la paciencia necesaria para aceptar mis manías de jardinero frustrado. Quede este recordatorio público como sincero reconocimiento hacia ellos.

Enlace a la web de la editorial: 
https://shangrilaediciones.com/producto/carretera-perdida-paseos-con-david-lynch/
Leer la introducción:
https://www.shangrila-blog.com/2019/05/ii-carretera-perdida-paseos-con-david.html





 



Una tarde en la alameda del fin del mundo

Querido Miguel:

He pasado una tarde en la alameda del fin del mundo; solo una. Podría decirte que la he recorrido entera y, sin faltar a la verdad, estaría mintiendo. La lectura, no digo la reflexión, sigue haciéndose mientras escribo. Vienen nuevas tardes y arraiga la idea de que el libro es exactamente eso, la lectura perpetua establecida por el compromiso entre letra y veladura, entre presencia y ausencia, entre pérdida y recuperación, entre dolor y canto. Lo que se quitan y lo que se dan las unas a las otras. Con generosidad, sin deudas aplazadas, sin favores interesados. El polvo acumulado bajo el caballete, la humilde viruta que, entre arabescos, consiente y la piedra que, recién desbastada, termina formando su propia obra en el suelo de la memoria. El reciclaje estético que precisa del cognitivo, ese que debe enfrentarse a la imposibilidad de materializar los ideales generados por el cerebro. Durante mi visita he descubierto que la alameda no se transita a la manera de un jardín formal y que esta no-carencia reafirma su estructura. El paseo lo he cumplido entre craqueladuras y desconchones, entre poros volcánicos y desfiladeros donde el conjunto adquiere la consistencia y el movimiento de un sistema tectónico. Tranquilo pero arrollador, tímido como el inicio de un terremoto. La paradoja de una fuerza bruta privada de estridencia que, simplemente, ha de ser. El paseo, esa actividad contemplativa y lúdica asociada al placer moderado y adulto, termina en fiebre y agitación, en deriva, colisión y afloramiento. En viaje melesiano a través de lo posible.

Sentí el frescor del aire con el pasar de las hojas y fui consciente de que esta no era su función. La respiración entre páginas resultó ser un parpadeo, un instante de blancor, una mecánica que incorporaba un fin: impulsar un cortejo de imágenes supervivientes. Densas y viejas como cratones, efectivamente venidas de lejos, de historias primigenias, de nuestra propia evolución. Arcaísmos que asoman entre pinceladas y cristales, entre limaduras y sales de plata, entre pliegues de bulevar y tajos de eras geológicas. Imágenes que saben, que se dan a ver y que, como dijeron Octavio Paz y Serge Daney, establecen una relación con el espectador donde mirar es ser mirado. Imágenes que surgen sin deudas de estilo, que son necesidades a expresar, imperativos biológicos, voluntades de signos heredados, mutaciones del azar. La alameda también está atravesada por una constante diría que de eternidad pompeyana, de cuerpo cicatrizado, de especie y de espacio a medio (des)vestir, de lo que aguarda a ser nombrado, de trabajo pendiente, de la vida engañando a la muerte.

Sillares de cera y gotas de mármol, ojos almendrados y cuencas vacías colmadas de visión, heridas abiertas que suplican por nuestros dedos, robles que, pretendiendo la luz, fingen ser figuras de Lichtenberg, tierras raras que habrán de integrase en circuitos millones de veces más complejos que los de un procesador de 128 núcleos. Deformidad figurada, desafío de una plasticidad que emparenta a piedra y neurona. “Carne de las cosas”, materia cuidadosamente truncada, armonías del desastre y amores convalecientes que parecen clamar por la plenitud de las ruinas. Anatomías tullidas pero dionisíacas, hijas legítimas de la Ménade de Escopas, sábanas pétreas del fantasma de Leopardi. Grisallas, acrílicos, calotipos, aguadas de tinta y grafitos que, fuera de su tiempo, nos advierten de la locura de la luz. Códigos que nos guían al inframundo fotográfico, aquel donde anidan las esperas, las renuncias y la angustia de la bilis negra. La superficie abisal de un plano que acoge el universo calcinado. Recuerdo y pentimento de los dioses y de los cráneos que, cansados de los hombres, se marcharon. Y sin embargo, una latencia cromática, una cura, un pulso helicoidal, un origen y una promesa de creación. Una puesta y un nacimiento de sol, un destino de imagen y de abismo al otro lado de la alameda del fin del mundo.

Coloqué el volumen en una repisa sabiendo que no respetaría el descanso al que aspiran todos los libros muertos. El movimiento del brazo, por alguna razón arcana, me hizo pensar en una revista de decoración, en concreto, en una de sus ineludibles mesas de centro. Sobre ellas siempre aparecen libros de gran formato relacionados con el arte. La composición suele presentar una aspecto irreprochable, su geometría y sus colores lucen en sintonía, y sin embargo, transmiten una sensación de fraude, de gallina huera. Son muebles, no libros. Ese tipo de imagen afecta a mi organismo como el olor a vómito. Náusea estética que intento paliar como solo los pobres podemos hacerlo: riendo y bailando sobre la necesidad. Ojalá un tiempo y un lugar donde los libros de mesa se convirtieran en alamedas. En prósperas continuidades de esa fronda compuesta por atlas, por museos imaginarios y por todos aquellos inventarios donde poder ramonear.

En su interior dejé testimonio de mi vagar. Tracé la ruta con un grafito menos virtuoso y menos afilado que el tuyo. Era necesario hacerlo porque, a pesar de la enunciación individual que implica todo ejercicio de memoria, es una cartografía abierta, colaborativa. Una invitación al desconocerse conscientemente de Pessoa. Tiré flechas para saber perderme, insinué identidades de obras y de personas a las que consideré oportuno invocar. Sin hilo de Ariadna pero repleto de hipervínculos mentales, doblé puntas y dejé caer puntos siguiendo las lecciones de Garbancito. Dibujé cronologías que alcanzaban decenas de miles de años y, por último, levanté numerosas uves asimétricas –emocionadas como hojas de agapanto–, de esas que ahora hemos decidido denominar, con nuestra cursilería tecnológica habitual, como checks.

Atentamente, Roberto.
Salamanca, otoño de 2019.


PS.: En mi tierra no se estila el término alameda, es más común el de chopera. Somos gente recia, poco dada a la poesía. Lo lamento y hasta lo envidio, porque esa insinuación fonética, ese aleteo primitivo y alveolar es, además de apropiado, emocionante. En cualquier caso, todo queda en anécdota si acordamos que la chopera esté formada por una especie concreta, la única capaz de provocar este temblor de la mirada, del tiempo y de la imagen: el Populus tremula.

IMAGEN: fotografía particular.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA:
BORREGO, Miguel, La alameda del fin del mundo. Memoria y extravíos, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2019.
Enlace web de la editorial:

Narración y materia. Fragmentos: Gabi, Vanellope, Debord, Madeleine

Este libro comenzaba con la profesora Gabi Teichert enfrentándose a un caput mortuum. Su oficio, después de infinitas alquimias metodológicas, se había convertido en la escombrera hacia la que todos volvían la cabeza para escupir. Decadencia y desolación en el edén de la Historia. Clío siempre había sufrido la angustia del método. Unas veces con indolencia, otras con rebeldía, casi siempre con parálisis. Incapaz de cerrar la herida por la que se desangraba un conocimiento empeñado en segregar ciencia y arte, Clío era la musa de la indecisión. A lo largo de estas páginas, mi esfuerzo se ha centrado en sacarla del letargo. Para ello, he encuadernado su libro y he afinado su trompeta. Empeñado en satisfacerla, puse a su disposición nuevos instrumentos. En lugar de vestidos y perfumes, le regalé tiempo, analgésicos y metáforas. Llegados a destino, justo cuando quería presentarla en sociedad como la distinguida dama que es, Clío se había convertido en Vanellope von Schweetz.
Los designios de la evolución son escrutables. Clío era musa; Vanellope, qué duda cabe, es Cenicienta. Pero es una Cenicienta punk. Sabiendo lo banal de codiciar un vergel donde soplar suavemente la trompeta, Vanellope se dedicó a rasgar las cuerdas de su guitarra de caramelo entre las ruinas y el sarro del capitalismo posindustrial. Solo Vanellope podría aparecer entre los intersticios de una película de Derek Jarman vendiendo algodón de azúcar. Vanellope es la patita fea naturalista que debía conducir a las humanidades del siglo XXI hasta la tierra prometida. Pero ella no quiere ejercer de reina y mucho menos de mesías. Abjuró del miriñaque y de la soberanía mientras se ajustaba la faldita tableada y los leotardos asimétricos. Sin más corona que una coleta, sin más cetro que un regaliz, Vanellope proclamó la república del conocimiento, amnistió a los pecadores y legalizó la práctica del insulto cariñoso. Vanellope, pixléxica perdida, convirtió el rancio y caligráfico volumen de la Historia en un código open source. Ante la imposibilidad y la injusticia de prohibir y castigar el error, lo incorporó a los manuales de estética.
Lo mejor de todas estas mutaciones es que Vanellope no terminó convertida en algo sobre lo que añadir el prefijo neo– trans– o pos–. Vanellope es neo en sí misma, en su código abierto y modificado, en sus lógicos saltos espaciotemporales, en su numérico sentimiento. Vanellope no habla del futuro, pero nos conduce hacia él. Lo hace mientras tararea a los Sex Pistols: ♫ No future, no future for you, no future for me


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Cuando Debord dijo que los conocimientos que conformaban el pensamiento del espectáculo estaban sometidos y condicionados desde el mismo momento en que no podían ni querían pensar su propia base material, se equivocaba. También lo hizo cuando extendió ese criterio –sin citarlo, pero en clara referencia al arte conceptual– a la disolución del arte moderno. Para Debord, el sistema espectacular era demasiado taimado para permitirlo.
Revertir esta imposibilidad, pensar y reconsiderar esa base material, tal es mi intención. Pero tampoco quiero dejar de asumir lo sesgado de la cita. Aquella imposibilidad debordiana nunca fue tan pesimista. Sabio y por ende contradictorio, tanto Debord como el resto del proyecto situacionista estaban repletos de placer, de oportunidad y, a su manera, de esperanza. Que la doble autolisis del movimiento y de su cabeza privilegiada no sobredimensione su perfil lúgubre. La Internacional Situacionista, a diferencia de sus tardías y parciales relecturas posmodernas, no postulaba ni la alineación inevitable, ni la imposibilidad crítica. Había que buscar, o en su defecto sembrar, las semillas del albedrío, del deseo y de la emancipación. Sadie Plant, con la “supervivencia entre las ruinas” de Baudrillard en el recuerdo, dijo que el posmodernismo era un buen manual de supervivencia. Efectivamente, precaria y afligida supervivencia que, entre otras renuncias, aceptaba la confusión y la parálisis como metarrelatos de una vida. Sin riesgo, la transformación a la que siempre aspiró la creación de situaciones dejó de existir.
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Mi planteamiento parte de la idea de consiliencia y esto puede llevar al acomodo. Quiero decir, la consiliencia no debe confundirse con consenso y armonía, con un darse la mano y contemplar la puesta de sol. Seguro que en algún momento puedo transmitir esta impresión. La consiliencia que demandan las humanidades es menos amable. Requiere de renuncias, de replanteamientos y de la sincera asunción de los errores. Reconocer que hemos abusado del esoterismo retórico y metodológico. Lo que de ninguna manera requiere es que todos los del gremio nos convirtamos en hombres del Renacimiento, en polímatas del nuevo siglo y en científicos ilustrados. Digo esto porque mi creencia en las humanidades sigue intacta. Escuchad a alguien despreciar las humanidades y tendréis antes vosotros a un terrorista del conocimiento. Quizá solo a un envidioso o a un necio. Su valor y su condición de imprescindibles aumentan cuando los gobiernos de turno, sean del país que sean, amenazan con mutilarlas. Así pues, que uno de los propósitos sea la autocrítica de las humanidades, no implica que mi punto de vista sea el de un renegado o el de un converso resentido.
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La estética en general y la del cine en particular quiso superar el academicismo descriptivo adentrándose en la conspiración. Todos nos hemos entregado alguna vez al delirio, a la paranoia y a una hermenéutica hipocondríaca. Hemos querido ver cosas que nosotros mismos no creeríamos. Vemos códigos brillar en la oscuridad cerca de la puerta de la Iconología. Bipolares, también queremos ver las imágenes como una proyección maléfica del sistema espectacular. Como sedantes que prolongaran nuestro placer modorro. Es una de sus funciones y de sus dimensiones, no se puede negar. Pero la imagen no siempre coincide ni con el discurso de un replicante que parece haber leído a Novalis, ni con el apéndice edulcorado de una matrix ulcerada.
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La última deducción de todo buen hipocondríaco es si se debe medicar la hipocondría. Una vez que el diagnóstico te asegura que no padeces enfermedad alguna, lo aceptas no sin antes pedir algún remedio para ese no padecer. Como decía, el encuentro y la conciliación no deben confundirse con una metodología meliflua y temerosa. Prefiero cometer un error por hipocondría, que por sedación. Descifrar, predecir y hasta inventar códigos forma parte de nuestra naturaleza más preciada. Fue y sigue siendo uno de nuestros mejores mecanismos para la supervivencia. Además, el código implica una actividad fisiológica indisociable de un posterior análisis cultural.
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¿Han sobrevivido la narración y la materia al nuevo siglo? No cabe duda. Lo han hecho –parafraseando el título del filme de Claude Lanzmann– como alguien vivo que pasa. La supervivencia siempre implica resistencia, pero también mutación. Entre ambas, la adaptación. Narración y materia nunca fueron Carlota Valdés y Madeleine Elster. No tuvieron la necesidad de regresar de entre los muertos porque jamás se lanzaron al vacío desde una torre. Cuando Judy Barton apareció vaciada de toda aquella delicadeza, sin una pose de cuadro, sin un bouquet entre las manos, sin un moño en espiral que lubricara nuestra mirada, con el cabello platino venido a cobre, maquillada con vulgaridad y expresándose de manera procaz, el pobre Scottie dudó. Todos hemos sido Scottie en algún momento. Sin embargo, Scottie descubrió que todo era una farsa. Que lo que cayó de la torre era un cadáver, pero también un señuelo. Narración y materia nunca debieron aparecer en las esquelas que nos apresuramos a escribir. Muchos las redactaron por morbo, otros por ignorancia; los más, llevados por la corriente. Algunos tuvieron la decencia y la precaución de colocarlas entre interrogaciones o de cambiarlas por un cartel de se busca. Por fortuna para el ser humano y para el conocimiento científico, la pareja siguió paseando ajena al desprestigio y a los recurrentes intentos de homicidio.

REFERENCIA:
AMABA, Roberto, Narración y materia. Supervivencias de la imagen cinematográfica, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2019, pp. 429-436.
IMÁGENES:
La patriota (Die patriotin) (Alexander Kluge, 1979)
¡Rompe Ralhp! (Wreck it Ralph!) (Rich Moore, 2012)
Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958)