«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Agua, viento, polvo


Agua, viento, polvo (Aab, baad, khaak, Amir Naderi, 1989) es una de las grandes películas postapocalípticas de la historia. Lo es porque nos cuenta el apocalipsis verdadero: el que no existe. Aunque sería más apropiado decir que ilustra uno de los muchos apocalipsis que acontecen a diario. Un fin de los días particular y restringido. El apocalipsis medioambiental y sentimental que acarrea la pérdida del lugar y de los seres queridos. En la película de Naderi no vemos las consecuencias de un catástrofe atómica, ni de una pandemia. Ni siquiera las de un cataclismo planetario. No hay radiación, no hay patógenos, no hay meteoritos; hay algo peor: hombres. La suficiencia de los hombres y un puñado de ruinas naturales y artificiales. Vestigios de lo que bien pudo ser un jardín.

Decía que “no vemos” y acertaba. Todas las imágenes están pasadas por el filtro del polvo. Y al no ver hay que sumar el no oír. Todos los sonidos están condicionados por el viento. La solución vital y cinematográfica a estos problemas —la única capaz de barrer el grano y templar el grito— era la gran desaparecida: el agua. El agua arrullaba el oído y limpiaba los párpados.  En su ausencia, pozos y campos agostados. Páramo cuarteado del espanto por el que cruzan los grupos de la diáspora. Siluetas, cadáveres errantes, dunas en armas. Huesos desordenados como la infancia de un niño, como la infancia de un fósil. El boqueo baldío del pez, la risa petrificada del asno. Bueyes tumefactos a medio devorar por los perros, a medio explotar por los gases. Paisaje y película represaliados.

Agua, viento, polvo es la película clave de la filmografía de Naderi. La de un desplazamiento intuido y poco después ejecutado. La de un desastre natural y emocional correspondido por un desastre cinéfilo. Rehabilitado en diferentes retrospectivas y homenajes, ¿cuántos se acuerdan de una figura clave del cine iraní de los años setenta y ochenta? Deberíamos ver o volver a ver sus películas, no solo las “americanas” o las cosmopolitas. Para lograrlo tenemos que imitar a sus personajes y buscarnos la vida. Sobreponernos a la incomprensible ausencia de ediciones comerciales. Buscar en el desierto los indicios del lago. Vagar sin tino, emprenderla a la palazos hasta que las olas rieguen la Quinta de Beethoven. Regresar al lugar donde todo ha sido calcinado con la esperanza de adivinar el comienzo de la estación del frío. Aquella a la que Farrojzad le tenía tanta fe. Aquel lugar, aquella estación donde todo desaparece bajo palabra de renacer: «Tengamos fe en las ruinas de los jardines de la imaginación».

Secuestradores de imágenes


La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the body snatchers, 1956) tuvo mucha suerte con sus dos (1978 y 1993) primeros remakes. No tanta con el tercero (2007). La original era una historia poderosa y a la vez flexible; irrompible. Su planteamiento permitía reescrituras y torturas ilimitadas. Siegel llegaba a 1956 tras un largo aprendizaje (montaje, segunda unidad y dirección), pero también tras haber realizado una de sus mejores películas: Infierno 36 (Private hell 36, 1954). En aquel presagio de Atraco perfecto (The killing, Stanley Kubrick, 1956), Siegel contó con la ayuda de Ida Lupino en el guión y en la producción. La invasión de los ladrones de cuerpos era un relato sobre el miedo, sobre una pasión primaria y universal que trasciende la metáfora contextual. La idea era capaz de colonizar —como los propios organismos extraterrestres— cualquier tiempo, cuerpo y lugar. En su huida, Miles alcanzó a conocer ese miedo, sus procesos sociales y su más allá: el terror. Lo hizo, como no podía ser de otra manera, en los ojos y en los labios de una mujer: «He tenido miedo muchas veces en mi vida, pero no supe lo que era el terror... hasta que besé a Becky». Miles escuchaba su mirada repicando sobre una caña de bambú. Becky yacía como desventrada, entre Medusa y Esfinge, entre el miedo encarnado y el miedo reflejado.

En la penúltima versión, la de Abel Ferrara (1993), siempre me inquietaron un par de detalles. Uno visual, otro sonoro; ambos narrativos. El sonoro tenía que ver con la voz en off. Una voz en presente —la de la protagonista, Marti— que relataba el pasado. Vieja enunciación que esconde un problema: si piensas esa voz, si te preguntas por la comodidad de un presente que incluye la misma muerte, puedes cuestionar cualquier peligro surgido durante el metraje. Sin embargo, las narraciones son lo suficientemente seductoras y nosotros lo suficientemente dóciles como para renunciar a la inmersión en la fábula. Ni siquiera es necesario desplegar las acogedoras –¡las seráficas!– alas de la incredulidad.

El detalle visual al que hago referencia, se encuentra en un par de encadenados. Al inicio de la película y sin rastro de sospecha, Marti se enfrenta por primera vez y de manera indirecta con la invasión: el soldado negro en los lavabos de la gasolinera. La escena concluye con dos sobreencuadres: la puerta del servicio y la ventanilla del coche. Un árbol y un rostro fundidos en una especie de afloramiento neural. La figura digna de Lichtenberg se repite, minutos más tarde, en otro momento decisivo de la película: la intrusión en casa propia. De nuevo ventana, árbol y rostro, pero invirtiendo los factores. Se disuelve el rostro, brota el árbol. En la aritmética de las imágenes, el resultado es idéntico. Ferrara lo mostrará durante los dos conatos de invasión corporal sufridos por Marti.


El recurso es obvio, pero viene a ilustrar lo que tantos cineastas y teóricos han –hemos– dicho de diferentes maneras: el cosido cinematográfico, el habla entre fotogramas. Desde la conciencia, el efecto dramático de estos planos se desvanece igual que su materia. No obstante, cabe preguntar por su efecto sobre el inconsciente, por su influjo durante un primer momento de inocencia. Una inocencia fuera de campo. Tanto, que debería remontarse hasta la misma calle, hasta la marquesina: a la contemplación del cartel. En todo caso, los encadenados nos pueden ofrecer algo más que una prefiguración visual. Ese desvanecimiento de la imagen instaura una precesión narrativa. A modo de conclusión, los encadenados son la síntesis visual que alberga la síntesis biológica de los organismos invasores. Una imagen reemplaza a otra con la misma cautela que emplea lo vegetal para colonizar lo animal.

IMÁGENES
Secuestradores de cuerpos (Body snatchers, Abel Ferrara, 1993)

Tiempo [6x6] [AP-JC]

Yo no sé de la infancia
 más que un miedo luminoso
 y una mano que me arrastra
 a mi otra orilla.
 Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado.


  • PIZARNIK, Alejandra, "Tiempo", en "Las aventuras perdidas" (1958), Poesía completa, Barcelona: Lumen, 2001 (reed., 2016), Edición a cargo de Ana Becciu.
  • SUSPENSE (The innocents, Jack Clayton, 1961).

Pestilent movie

¿Qué sucede a nivel dramático, narrativo y formal cuando se utiliza el negativo dentro de una ficción convencional? Aunque parezca lo contrario, tal vez ocurra poco o nada. Algún día me gustaría ensayar una respuesta. Mientras tanto...

Pestilent movie
Un fotograma,
uno solo.
Hendido por la luz que
cae.

Pleonasmo luciferino que
engendra
la imagen húmeda,
lúbrica, pestilente.

Verónica desenfocada
dejada al viento, encarada al sol.
Mustia, crepita y
cede.

Promesa química
incumplida.
Prole de esquirlas,
ciento treinta y siete mil ciento doce.

Un fotograma,
uno solo.

Moraleja 1: La ruina no es la muerte, es el parto de la piedra.
Moraleja 2: El negativo es el mundo dispuesto a revelar el infierno que contiene y es.


FILMOGRAFÍA
  • Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F.W. Murnau, 1922)
  • Una mujer casada (Une femme mariée, Jean-Luc Godard, 1964) [imagen]
  • Pestilent city (Peter Emmanuel Goldman, 1965)
  • El demonio del desierto (Dust devil, Richard Stanley, 1992)

Y el mundo marcha

«No matter what happens,
the sun will rise in the morning».
Barack Hussein Obama.

Qué felices hemos sido. Y lo mejor de todo, sin saberlo. El mundo prometió acabarse, nos dio su palabra. Asumido el fin de los días y mientras se gestionaba el papeleo, quedó al cargo un negro enrollado. Bueno, un afroamericano. Un amante del jazz, del soul y del baloncesto. Un zurdo en suspensión. Nos calentábamos las manos en la taza de café mientras tocaba Miles Davis y cantaba Al Green. Hacíamos ejercicio, hojeábamos libros de Taschen y nos sentábamos en el parque. Pasábamos mucho tiempo solos, pero era puro recogimiento. Un acto de humildad para no presumir, para no provocar celos entre cientos de amistades. Hasta el cine, ese jeremías centenario, era feliz. Tan feliz que los críticos y gran parte de los espectadores habían consensuado la nueva mejor película de la historia: Boyhood (Richard Linklater, 2014). Todo se iba a ir a la mierda, pero con sosiego, con palmadas en la espalda y con Arte.


Regurgitada la flema, el abuelo, el mundo, se retractó: ¡Que no me muero, cojones! Ahora toca posponer el reparto de la herencia. Un legado que el abuelo deja en fideicomiso a un primate albino con un angora tiñoso en la cabeza. Y que si queremos ir al cine, que ahí tenemos la última de Clint Eastwood. No quería escribir esto porque ni siquiera he visto la película de Linklater, el cual me parece un gran cineasta. Tampoco la última de Eastwood, que todavía me parece muchísimo más grande. En ambos casos, he disfrutado tanto con su cine que no he tenido ni tendré inconveniente en esperar a que el mundo se vuelva a acabar para ver sus estrenos. Solo espero que, en el ínterin, el cine de Hollywood –incluido el de los dinosaurios venerables– no vuelva a convertirse en arma arrojadiza. Sobre todo porque durante los años que duró el apocalipsis, tuvimos tiempo y voluntad para rehabilitarlo. Ya no era un cine imperialista, ni un cine hueco y grosero entregado a la vieja retórica espectacular. Arrepentido de sus pecados, conmovido por las trompetas que tocaban a juicio, Hollywood había adquirido sensibilidad estética y moral. Sus imágenes ya no eran estiércol, eran humus caramelizado. Sus mensajes dejaban de ser unívocos y perversos para adquirir capas y capas de humanismo. Hollywood volvía a ser susceptible de mise en scène. Secuencias que analizar, minorías que integrar.

No sé si Mad Max. Furia en la carretera (George Miller, 2015) pertenecía o era Hollywood en términos de producción. Una parte seguro que sí. El caso es que era lo suficientemente "universal" y “anglosajona” para que lo pareciera. Mad Max se convirtió en el antichivo expiatorio. Los discursos sobre la película parecían enunciar la manera estándar de dignificación. El problema es que se trataba de dignificar algo que no lo necesitaba: eso que algunos llaman con condescendencia cine popular. Ese mainstream no necesitaba reivindicación porque siempre –de principio a fin del invento y solo variando formas y cantidad– ha entregado películas fantásticas independientemente del punto de vista desde el que se quieran analizar. En perspectiva, aquella operación resulta cada vez más burda. Empezando por el modelo propuesto para construir el antichivo de los halagos y terminando por el desfile de carcas pretendiendo (pos)modernidad. Y el término carca nada tiene que ver con la edad. En su empleo no hay rastro de metáfora generacional, si acaso intelectual.

La cuestión es que mi idea era escribir algo sobre el cineasta sudafricano Richard Stanley. Utilizar su cine, sus ficciones, sus documentales y sus cortometrajes para intentar imaginar lo brillante que podría haber resultado Mad Max en sus manos. Por desgracia, mi habitual dificultad para escribir crece en la ucronía hasta hacerse insoportable. En su defecto queda esta caricatura. El sesudo texto sobre Stanley no ha sido y no tengo ni idea de si será.

IMAGEN
Hardware (Richard Stanley, 1990)