Como decía en la reseña de Escritos sobre cine, en mayo de 2020 la editorial Shangrila publicó un volumen colectivo sobre Jean Epstein con ensayos de Joël Daire, Alberto Ruiz de Samaniego, Nicole Brenez, Josep M. Català, Roberto Amaba, Christophe Wall-Romana, Érik Bullot, Daniel Pitarch y Mariel Manrique. A continuación, procedo a copiar la introducción de mi texto. El original consta de unas 13.000 palabras nacidas de un rostro. La referencia exacta es: AMABA, Roberto, "Jean Epstein: un sentimiento oceánico" en RIVIÈRE, Pasión, Jean Epstein. Cine, poesía, filosofía, Valencia: Shangrila Textos Aparte, pp. 120-166. (Enlace a la ficha en la web de la editorial)
Jean Epstein en los tiempos del sensacionalismo. Tal fue el título de trabajo durante la preparación de este artículo. En última instancia decidí apartarlo de la cabecera, pero no del cuerpo que la sustenta, por dos razones. Primera, no conviene utilizar el nombre del sensacionalismo en vano. El fenómeno es demasiado poderoso para agitar el espantajo desde el comienzo. Segunda, el legado audiovisual y literario de Jean Epstein quedaría limitado a un enfrentamiento sobre el que, decididamente, se eleva. Estos años de siglo XXI han sido, qué duda cabe, los del sensacionalismo, pero también los de una oportunidad única para el examen de sus fuentes. La diversidad de un momento histórico no puede quedar reducida a etiquetas, y menos a una absurda rehabilitación de la inocencia perdida. Hacerlo supone una mala praxis técnica, pero también moral. Sería erróneo e injusto proclamar que el estado de las cosas viene dictado por un solo relato sentimental. Asumida la decadencia como otro estado natural de la materia, se trata de proclamar que la realidad no equivale a lo que damos en llamar corriente dominante.
El sensacionalismo podría
considerarse uno de los subproductos semióticos y afectivos que, parasitando
las expresiones culturales, median entre las pulsiones y las estructuras de
poder. Como parte inherente al desarrollo emocional de la especie, el
sensacionalismo se ha diversificado y refinado hasta el límite de hacernos
dudar, como si fuera el mismísimo Diablo, de su existencia. Igual que sucede
con la propaganda y la información, una de sus estrategias es la de travestirse
y cambiar de nombre. Es en esta situación de tránsito e indefinición donde
resulta especialmente valioso recuperar la obra de Jean Epstein. Me refiero a su
capacidad para el retrato de las pasiones básicas desde la serenidad. O dicho
de otra forma, cómo armonizar los sótanos del instinto con los áticos del
intelecto. Para ello tomaré la secuencia culminante de una de sus películas: El oro de los mares (L’or des mers, 1932). En ella, la joven
protagonista de nombre Soizic, quedará atrapada en un banco de arenas movedizas.
Una vez liberada presentaré, en un cara a cara literal, otra imagen que la
memoria del espectador ha convertido en icono: la niña Omayra Sánchez en la
tragedia de Armero (1985).
La escena elegida resulta
apropiada porque asume el núcleo de los postulados teóricos y prácticos que el
cineasta cultivó durante los años veinte. A su vez, hace explícitos los de
comienzos de los treinta y anuncia los de los cuarenta. La película está
realizada en plena encrucijada personal, tecnológica e histórica y posee un
valor único en su carrera: partir de un escrito propio. En concreto, la novela
homónima sobre sus experiencias en la isla de Hoëdic. Por su parte, la imagen
de Omayra Sánchez participa de otra alianza, aún vigente, entre teoría y práctica
audiovisual: la posmodernidad respaldada por la divulgación televisiva. El análisis
tendrá un motivo principal: el rostro, nuestra pantalla biológica, primer y último
reducto de la afección. Sin embargo, no se podrá ignorar que bajo el rostro seguirá
existiendo un cuerpo cautivo, ni que alrededor de ambos se levanta un escenario.
Será a esa naturaleza, a la ausencia de afectos del lodo, del viento y del agua,
a quien apliquemos las nociones culturales de paisaje, sufrimiento y
catástrofe. La propuesta tiene además una vertiente intermedial a la hora de
evaluar la disolución del cine en el audiovisual. Cine, fotografía y televisión
entremezclan las antiguas acciones patrimoniales de filmación (ficción),
testimonio (información) y registro (documento).
Para explicar por qué las
imágenes de Jean Epstein trascienden el debate en torno al sensacionalismo, me
valdré del sintagma sentimiento oceánico.
Hermosa construcción surgida de la relación epistolar entre Romain Rolland y
Sigmund Freud. Para ser exacto, utilizaré la reelaboración realizada por
Michel Hulin bajo el no menos poético de mística
salvaje. Sentimiento oceánico,
despojado ahora mismo de las connotaciones anímicas que veremos más adelante, establece
una fórmula adecuada y rigurosa para acercarse al cineasta. Lo es por su simple
forma lingüística, por su cercanía temática y geográfica, por su capacidad para
relacionar ciencia y sentimiento, y sobre todo, por albergar la certeza de una quimera
a la que el ser humano, como el niño de San Agustín, no se resigna: vaciar el
mar con una concha. Pensar, sentir y comunicar aquello que, carente o
difuminado en sus límites, no alcanzamos a comprender en su totalidad. El siguiente
texto no tiene pues como objetivo validar una hipótesis. Más modesto en su
aspiración, quiere dejar constancia de diferentes modos de elaboración y de
percepción. De los cambios, pero también de las constantes estéticas y
biológicas entre tiempos históricos. De cómo Jean Epstein permanece al margen
de los juegos cinéfilos y de cómo regresar a su obra en los tiempos del
sensacionalismo, obra la redención de la imagen.