«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

¿Cuándo cortar un plano?

«Hace algunos años, 
hallándome de excursión por las montañas (...),
presencié una feroz disputa metafísica.
El corpus de la disputa era una ardilla».
"El significado del pragmatismo" (William James)

«Ven a jugar conmigo;
¿por qué habrías de correr
por el árbol que tiembla
como si una escopeta
tuviera para matarte?
Todo lo que quisiera
es acariciar tu cabeza
y dejarte escapar».
“A una ardilla en Kyle-na-no” (Yeats)

En el episodio neoyorquino de Guest (2010), José Luis Guerin hace algo más que invocar el fantasma de Jennie: lo materializa. Lo consigue porque, al fin y al cabo, todos los fantasmas responden a la razón material. Guerin ha paseado por Central Park y el Museo Metropolitano, ha filmado pintores callejeros y Eldorado entre la niebla, pero también ha hecho lo de siempre: permitir que el azar se transforme en puesta en escena. El azar sigue existiendo tras haber elegido localización y punto de vista, pero sufre en el momento del corte. Guerin compone un encuadre manierista, modular y modulado: ventana (cine), cortina (teatro), televisor y lienzo (pintura). Un encuadre que resulta ser varios. Intertextualidad e intermedialidad, juego con la idea de presencia, ausencia y representación. Frontalidad y escorzo. La entonación es triple: el adentro doble y el afuera sencillo. La luz exterior, que es contraluz, confiesa cuando se lo permiten las hojas. En el espacio y en el tiempo irrumpe una ardilla. Nadie la llamó, pero es ella la que clausura el plano y el día.



Si en una escuela de cine alguien tuviera el poco juicio de preguntar cuándo demonios se corta un plano, la respuesta universal sería: “cuando pase la ardilla, unos segundos después”. La trivial ardilla, igual que sucedía en la conferencia de William James, permite “apaciguar las disputas metafísicas que de otro modo serían interminables”. Es uno de mis momentos favoritos de la filmografía de Guerin. No tanto por ese despliegue en la representación, como por la forma de restarle importancia a un artificio que existe y que, de no mediar ardilla, podría resultar "excesivo". Hay que elaborar, como decía Renoir, pero también hay que saber rendirse. El azar no pide permiso, por eso hay que concedérselo. Guerin, cansado de responder por la dualidad ficción-documental, parece preguntarse por otro tipo de equilibrio más interesante. Por ejemplo, el que se da en la poesía entre naturalidad y simulación, entre ser y fingir. En ambos casos el objetivo es descubrir, alcanzar cierta idea de revelación.

Y si plantar la cámara no es suficiente, tampoco lo es mirar por la ventana. Emily Dickinson también veía "casualmente" ardillas al otro lado del cristal. Hay un lugar establecido donde el árbol crece y el sol envejece, donde todo es mirado. Todo está y todo es orden. Hasta que el segundo principio de la termodinámica se disfraza de ardilla, de viento, de hoja y de fotón. Pasa la ardilla y el encuadre se convierte en otra cosa, quizá en un poema. En otro poema que no era el previsto, en un poema roto y asintáctico sin llegar al extremo de la letra de Dickinson.

«Cuatro Árboles –sobre un Acre solitario–
Sin Designio
Ni Orden, ni Acción Aparente
Mantienen

El Sol –sobre una Mañana se encuentra con ellos–
El Viento
No –tienen ellos– vecindad más cercana
Que Dios

El Acre les da –lugar–
Ellos –a Él La Atención de Quien pase por allí–
De sombra, o de Ardilla, quizás–
O Niño

Qué Hazaña es la suya en la Naturaleza General
Qué plan
Ellos cada uno de por sí –retardan– o adelantan
No se sabe».

En ambas composiciones hay un Dios, hay un cineasta y una poetisa. Sin embargo, las ardillas no entienden de demiurgos. Ellas pasan porque no tienen más dios que las nueces. La ardilla es el punctum asilvestrado que corre en diagonal, que desvía la mirada tejiendo sombras. En “Piedra de sol", el desbordante poema de Octavio Paz, la amada ausente late como una ardilla en las manos del poeta. La ardilla de Guerin late, diastólica, en pleno encuadre. En medio de una pintura que ha sido pensada y entregada a otros, la ardilla roba la imagen, roba la nuez. Es la misma ardilla que, a ojos de Picasso, se empeñaba en desfigurar un cuadro de Braque.
«¡Pobre amigo! Veo una ardilla en tu lienzo». Braque respondió sorprendido: «No es posible». Picasso insistió: «Quizá sea una visión paranoica, pero veo una ardilla. El lienzo está destinado a ser un cuadro y no una ilusión óptica; la gente necesita ver algo en él. Tú representas un paquete de tabaco junto a una pipa, pero aparta de ahí esa ardilla». Braque llegó a ver la ardilla y luchó encarnizadamente con ella».
El cine de Guerin es un desfile de ardillas, una sucesión de formas y de paisajes resucitados por sus reflejos. Aunque me he (des)centrado en la ardilla, no quiero olvidarme de Jennie. Es ahora, en el final, cuando el gris se vuelve verde. Todo parece calmo y real hasta que una ardilla lo convierte en sueño y en delirio. Vesania en verde que arrecia desde las nubes. Delirio en gris filtrado desde las ramas. Igual que en el poema de Alberti (“Retornos del amor en los vividos paisajes”) las ardillas misteriosas proyectan en nuestro sueño el verde menudo de las ramas. La ardilla entra y sale de campo como un rayo. La imagen queda electrocutada. La ardilla se desvanece; era un fantasma, era Jennie.


BIBLIOGRAFÍA
  • ALBERTI, Rafael, Retornos de lo vivo lejano. Ora maritima, Madrid: Cátedra, 1999.
  • DICKINSON, Emily, Poemas 601-1200 : soldar un abismo con aire, Madrid: Sabina, 2013.
  • JAMES, William, Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid: Alianza, 2007.
  • PAZ, Octavio, Libertad bajo palabra, Madrid: Cátedra, 1988.
  • YEATS, W. B., Los cisnes salvajes de Coole, Barcelona: DVD, 2003.
  • YVARS, J. F., La ardilla de Braque. Notas sobre arte, Barcelona: Debolsillo, 2013.
IMÁGENES
Guest (José Luis Guerin, 2010)
Portrait of Jennie (William Dieterle, 1948)

Werner Schroeter, las potencias de lo falso

He tenido la suerte de leer el libro sobre Werner Schroeter que acaba de publicar Shangrila. Digo suerte porque la literatura cinematográfica, a veces, es una desgracia. A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte no es solo el hermoso título disfrazado de dedicatoria, también es el estilo, es el ánimo y es el contenido. Cuando todo –la admiración, la muerte y la amistad– invita al panegírico, aparece la emoción sincera, resignada y distanciada. Y como la única emoción posible –la biológica y la aristotélica– no consiente la dilatación temporal, se fragmenta.

El libro está compuesto por 74 fragmentos. Tres más que aquella horrible película de Haneke. Nueve más que los 65 años con los que Schroeter contaba en el momento de prolongar su estado natural frente a la muerte. 65 que no parecían 74, sino 105. Fragmentos que terminan siendo más completos y compactos que la habitual retórica analítica. Películas, planos, vivencias y pensamientos reducidos a uno o dos párrafos que ni siquiera buscan –porque no la necesitan– la clave hermenéutica de un cine para el que muchos siempre la han demandado. Brochazos, benditos brochazos  empastados sobre la pared, sobre la página. Entre las grietas, entre las líneas, se aprecian las cerdas caídas en combate. Ojos amoratados, anillos de rubí, botas de cowboy, arias, rock y melodías italianas, putas, drogas y chaperos… el camp y lo estrafalario como transformaciones de lo sublime. ¿Qué me impide juntar estas ruinas de posguera y convertirlas en un palacio? ¿Por qué no agarrar un puñado de estas cenizas y mezclarlas con purpurina? “Es más interesante transformarse que reproducirse”, dirá el cineasta. Lo cierto es que si Goethe regresara de entre los muertos y viera una película de Schroeter, volvería  a decir aquello de la “poesía de hospital”. Azoury se ajusta al cine de Schroeter, que no es de kolinsky y acuarela, sino de brocha –diría que hasta de rodillo– y acrílico.


El fragmento, quizá, como método apropiado para pensar y fijar el desbordamiento, el exilio vital y cinematográfico de este "zorro psicodélico". Cine donde son los fotogramas quienes piden, inflamados de naranja, revestidos de plasma coronal, ser cortados. Cine donde la flor debe abrirse por completo, aun a costa de perder la armonía. Se abre porque debe y no le importa morir. Otro buen ejemplo que revoca el absurdo símil entre literatura fragmentaria y pintura impresionista. Y el todavía más inexacto entre el fragmento y la indeterminación posmoderna. El libro de Azoury, sin temor a exagerar, sin temor a la muerte, es digno representante de la densidad morfológica y semántica del fragmento moderno. Aquel donde naufragar siempre resultaba dulce, aquel donde se ordenaba la escritura del desastre. De Leopardi y Nietzsche a Cioran y Blanchot. Cuenta cada palabra, no hay relajación posible en la sintaxis. Un descuido, un mal verbo y el fragmento deviene refrán o, aun peor, crónica rosa.

Sin más relación que el capricho de mi memoria, la lectura me devolvía a la Amistad (Intermedio, 2012), con mayúscula, de Lubitsch y Raphaelson. Lees a Azoury y te imaginas a Magdalena Montezuma y a Christine Kaufmann desmaquillándose a paladas. Las has visto llorar en pantalla, pero no es lo mismo. Ese rímel desleído, veneno decadente, es demasiado perfecto, pertenece al melodrama. Ahora las vemos quitándose las pinturas de guerra en la ópera del camerino. Frente al espejo, no frente a la cámara, dudando si deben seguir moviendo los labios a ritmo de vinilo craquelado. Sin saber si todavía son divas o clowns. Sigues leyendo y escuchas la psicofonía que se desprende de uno de los fragmentos. Detrás de la cortina y como quien recita a Rilke, Candy Darling ensaya diálogos de Kim Novak mientras sueña con una vagina nueva.

Estoy a años luz de considerarme un experto en el cine de Schroeter y de cualquier otro. Ahora he visto películas suyas que desconocía y quizá recupere otras que en su día no comprendí o malinterpreté. El cine de Schroeter siempre me interesó, pero nunca me entusiasmó. Después de esta lectura seguiré a tientas. Azoury no me ha dicho dónde o cómo debo mirar, y lo ha hecho con la amabilidad que solo se siente en la buena literatura.

BIBLIOGRAFÍA
  • AZOURY, Philippe, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016. Traducción de Mariel Manrique. Primera edición: A Werner Schroeter, qui n'avait pas peur de la mort, Nantes: Capricci, 2011
  • RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Madrid: Intermedio, 2011. Traducción y "Glosario innecesario" de Pablo García Ganga. 
IMAGEN
Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986)

Mentes errantes


Invocación del fantasma, del real. Fantasma al que humillar dotándole de vida en el más acá de tu cuerpo. En tu cerebro, en el lugar al que solo vuelves para comprobar que eres un extraño de ti mismo. Una calle, un hueco inabarcable, la enormidad del corral, de la pradera y del perro. Todo era grande cuando eras pequeño. Cantil de nata, mortero amasado con praliné. Ahora sufres el fin del mito, el reajuste escalar de los ojos escarmentados. Ahí aparece el cine como una de las mejores formas, junto a la poesía, para representar la plasticidad cerebral, la vejez de la mirada, la decadencia de la materia, los espacios (no)alterados por el tiempo.


Jeff McCloud, Yusuf, este Lou Castel de Uova di garofano. Renegados del hogar, escépticos derrotados en la fiesta de la credulidad. Inocentes, románticos que regresan para cumplir el sueño de la inmortalidad. Para convertirse en sombras o para encontrar el amor. Uno nuevo, que siempre es el perdido. Qué hermoso y qué complejo sería escribir o remontar todas esas historias, todos esos lugares que los árboles y las arañas guardaron en tu ausencia. Piedras de sol, instantes despeñados sobre una tapia de cal, sobre una pantalla de cine. No hay nadie, no hay banda. Rita y Betty se agarran, lloran y confían en lo que no existe porque es su naturaleza. Confían en una voluntad, en una banda. Aunque solo sea una banda de ángeles.

«(...) un perfil
desconocido, el mío, y en sus ojos
otra luz de leyenda, un mundo, salas,
caminos, rosas, montes, arboledas,
tapices, cuadros, parques de granito,
abanicos abiertos, tumba abierta
como un ángel de mármol, tumba abierta
con coronas y versos, tumba abierta
de un niño (...) 

Ven hasta mí, belleza silenciosa,
talismán de un planeta no vivido,
imagen del ayer y del mañana
que influye en las mareas y los versos;
ven hasta mí y tus labios y tus ojos
y tus manos me salven de morir».


IMÁGENES
Uova di garofano (Silvano Agosti, 1991)

POEMA
GIMFERRER, Pere, "Band of angels" en Arde el mar, Madrid: Cátedra, 2009.

El barco de la muerte: una impresión lacaniana

I. Bambi
Se escribe sobre cine si te pagan, si te gusta o si tienes un trauma pendiente. Yo soy de los últimos. Escribo sobre cine para ajustarle y ajustarme las cuentas. Uno de mis primeros recuerdos, si no el primero, es en una sala de cine… berreando. Con el tiempo y los testimonios recompuse la escena. Tenía unos tres años y mis hermanos, no sé cuántos o cuáles de los seis restantes, me habían llevado a ver Bambi (David Hand, 1942). En plena proyección no pude soportar una ausencia: la de mi manta. Según me contaron siempre andaba arrastrando una manta por la casa. Apenas recuerdo su imagen, aunque podría ser blanca y celeste. Sin embargo, recuerdo perfectamente su textura. Era suave y utilizaba los bordes para deslizarlos entre los dedos de los pies. A esa peculiar masturbación podal la llamaba hacer hoja.  Aquella sala a oscuras con gente extraña, ciervas muertas e imágenes lejanas me estaba privando de mi fuente de placer. Desde entonces, cada palabra que escribo sobre cine es un intento por recuperar mi manta.  Sé que no me será devuelta, sé que tendré que arrebatársela. Hoy sigo pensando la frase que obre el conjuro.

Mi relación con el cine nunca ha sido, pues, nostálgica, sino neurótica. No hay rastro de placer formativo o de melancolía en la pérdida, solo resentimiento y obsesión. En lugar de adorarlo o añorarlo, me he dedicado a estudiar sus estructuras para poder dinamitarlas. Esta postura tiene muchos inconvenientes, pero una ventaja decisiva: bloquea la idealización. Esto es, todo el cine posterior al que quizá me enfrenté de manera compulsiva para sepultar la experiencia traumática, no consiguió afectarme a la manera de un recuerdo–pantalla (Deckerinnerungen). Millones de pantallas encubridoras no fueron capaces de enterrar la historia de la primera y cruel imagen.

II. Hitler y Gadamer reparten caramelos con droga en la puerta del colegio
Antes de adquirir uso de razón y al margen del sufrimiento de Bambi, apenas conservo otro par de imágenes cinematográficas adscritas al trauma. Si bien, sería más justo decir que ambas ya cabalgaron sobre la fascinación. Lon Chaney lanzando sillares descomunales desde las galerías de Nuestra Señora de París, y un inocente tarro de caramelos. Hace apenas diez años los caramelos salieron a flote. Sabiendo el objeto y recordando el contexto –barco fantasma–, una búsqueda rápida e intuitiva me condujo a una inquietante película canadiense: El barco de la muerte (Death ship, 1980), de Alvin Rakoff. Todo encajaba, los caramelos habían emergido a bordo del tarro y flotaban a la deriva junto a ese armazón de hierro y huesos.

Ya no tenía edad para caramelos, pero los nuevos visionados me proporcionaron otra golosina para adultos: fragmentos fugaces de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, Leni Riefenstahl, 1936). Siempre que veo una imagen de Hitler me entran ganas de profanar la tumba Gadamer. Ves a Hitler y no puedes limitarte a decir: este es Hitler. Su imagen convierte una hipotética fusión de horizontes hermenéuticos en un único e interminable horizonte de sucesos. Una nueva demarcación que, como diría el filósofo, “va remontando su frontera hacia las profundidades de la tradición”. Y quien dice tradición dice tiempo. Acercarse a una imagen del Führer es caminar sobre el borde de un agujero negro. Asomarte a ella te compromete a recontar la historia de un tiempo que se ralentiza sin llegar a detenerse.


La secuencia no está protagonizada por hombres, sino por imágenes que se han emancipado del proyector y de la pantalla. Un proyector que, a pesar de ser destrozado por uno de los personajes, continúa esculpiendo las calles góticas de Núremberg. Un proyector espiritual y espiritista que ha culminado el mito del cine total y el del cine de la mente vanguardista. Es decir, un proyector capaz de leer la inscripción neural en lugar de la fotográfica. Un proyector roto que funciona a la perfección. Luz acumulada en una singularidad lista para expandirse. Igual que el proyector, la pantalla es agredida por el otro personaje. Desquiciado, arranca capa tras capa encontrando siempre un paradójico plus ultra, el más acá donde anida el mal: su propio cuerpo, pecera transparente de la evolución, carne alanceada por el saludo romano.


Este infantil enfrentamiento de los hombres con la tecnología esconde enseñanzas que superan el tópico de lo sobrenatural al que pertenece el género de la película. Primera, su comprensible acceso ludita ciega su entendimiento. Como el ludismo implica cierta dosis de animismo y de humanismo moralizante, olvidan que tanto el bien como el mal son asuntos que no conviene abordar desde presupuestos demasiado humanos. Segunda, la escisión encadenada entre tecnología, imagen e historia. En palabras de Dubois, “se puede agredir la pantalla (…), pero no por ello se llegará a la imagen”. La imagen y la historia preexisten y sobreviven. Lo hacen en ausencia de cultura, en la barbarie primigenia y en la que ha de venir.

III. Una impresión lacaniana
La historia y la imagen prosiguen –es su naturaleza– más allá de los velos. Lo consiguen porque el velo siempre termina ilustrando la ausencia. En términos lacanianos: “al estar presente la cortina, lo que se encuentra más allá como falta tiende a realizarse como imagen (…) Sobre el velo se dibuja la imagen”. En esta secuencia de El barco de la muerte, la premisa lacaniana se cumple al pie de la letra: sobre el velo, sobre la pantalla, se hace visible la ausencia, aparece y resplandece (phanein) la ancestral etimología del fantasma. Es en ese punto de supuesta indeterminación donde florece la estética. La conclusión a extraer sobre esas imágenes nos la proporciona Blanchot: la estética está ligada a la idea de ausencia. De ahí que la manera de recuperar o de materializar dicha ausencia, relacione la temporalidad del arte con la materia y con “la repetición eterna”. Series casi infinitas articuladas sobre variaciones más o menos sensibles. El arte, allende la mímesis, convertido en fantasía –o en rutina– patológica que busca desentrañar la vivencia primordial.

El esfuerzo por suspender y extirpar la imagen tiene como finalidad la represión: seguir mirando amables recuerdos–pantalla. Superficies que detengan el trayecto hacia el sufrimiento y el mal primordial. Aunque los personajes de El barco de la muerte hubieran tenido éxito en su destrucción de los dispositivos, la historia y la imagen habrían encontrado acomodo en el huevo de la serpiente. La cáscara convertida en nueva pantalla que respira, que intercambia alientos con su interior. Cáscara viva y porosa, pantalla en potencia que, lejos de permanecer en su blanca neutralidad y como bien escribía el colega Aarón Rodríguez, “amenaza con mostrar algo en cualquier momento”. La cáscara, nuevo velo que aglutina y que convierte en instante el curso de la memoria. De esta forma la cáscara es pantalla y es, también, fotograma. La imagen estática que aun tenemos por confortable pero que se reproduce, vibra y se inflama de sentido. Ante el fotograma, ante la imagen congelada sucede que:
… se detiene de pronto en un punto, inmovilizando a todos los personajes. Esta instantaneidad es característica de la reducción de la escena plena –significante, articulada entre sujeto y sujeto– a lo que se inmoviliza en el fantasma, quedando éste cargado con todos los valores eróticos incluidos en lo que esa escena había expresado.
Y donde Lacan dice valores eróticos caben, sin duda, los valores pavorosos. El barco, cascarón metonímico preservado por el tiempo ralentizado. El barco, fantasma cargado de fantasmas, alberga en su interior la irreprimible cadena del lenguaje y de la historia.

IV. Lecturas del árbol
Estamos ante un problema de morfología y de fisiología de las imágenes. Un dilema similar al eterno conflicto entre naturaleza y cultura. Nunca se resolverá, pero siempre habrá una certeza: el nexo, el nudo biológico. Una continuidad disfrazada de discontinuidad, un repliegue que resulta ser una extensión. La imagen como superficie o como máscara de los procesos. Las cortezas de Didi–Huberman frente a la memoria vegetal, frente al corte y al barrido interno de Dubois. Quizá no frente, sino junto a. Es necesario establecer una continuidad y una flexibilidad siquiera metodológica. Lo contrario nos llevaría a coleccionar estampas o a triturar entrañas.


Esto último es lo que hizo, martillo y cincel en mano, Fred Leuchter. El documental del gran Errol Morris sigue siendo una lección impagable en este aspecto. Leuchter,  a sueldo negacionista y dispuesto a demostrar si las cámaras de gas de Auschwitz habían servido para tal propósito, arrancó piedras, lodos y ladrillos en busca de restos de cianuro. Los análisis de las muestras no devolvieron residuo alguno de gases, luego, aquellas habitaciones nunca pudieron ser cámaras de gas. El estrafalario ingeniero, al margen de no pensar como un historiador –ni siquiera como un químico o un arqueólogo, nunca supo que el cianuro, además de la obvia degradación, apenas tiene capacidad de penetración en los materiales. En este caso y como pura metáfora, la respuesta estaba en la corteza de los abedules, no en el vientre del cemento.

BIBLIOGRAFÍA
  • BLANCHOT, Maurice, La risa de los dioses, Madrid: Taurus, 1976.
  • DIDI–HUBERMAN, Georges, Cortezas, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
  • DUBOIS, Philippe, Fotografía&Cine, Oaxaca de Juárez: Ediciones Ve, 2013.
  • GADAMER, Hans-Georg, Verdad y método I, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1999.
  • JUNG, Carl Gustav, Formaciones de lo inconsciente, Barcelona: Paidós, 1990.
  • LACAN, Jacques, El seminario 4. La relación de objeto, Buenos Aires: Paidós, 2008.
  • RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, Espejos en Auschwitz. Apuntes sobre cine y Holocausto, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.

IMÁGENES
El barco de la muerte (Death ship, Alvin Rakoff, 1980)
Mr. Death: The rise and fall of Fred A. Leuchter, Jr. (Errol Morris, 1999)

La asombrosa historia de Tom Doniphon y Ramson Stoddard

«Lo esencial, sin embargo, permanece oscuro».
"El libro que vendrá" (Maurice Blanchot)

«A menos que nuestros amores permanezcan
en este mediodía, proyectaremos
nuevas sombras hacia el lado opuesto.
Como las primeras, que fueron para cegar a los demás,
estas sombras obrarán sobre nosotros».
“Una conferencia sobre la sombra” (John Donne, 1572-1631)

En La maravillosa historia de Peter Schlemihl (Adelbert von Chamisso, 1814), el protagonista ha perdido su sombra. Lo ha hecho a conciencia tras pactar con el hombre de gris, émulo del Mefisto que acababa de dictar páginas a Goethe. Nunca hay que subestimar la maldad de un hombre de gris. Es probable que, con su aparente indolencia, termine vagando por una letra de Joaquín Sabina. El relato de von Chamisso parece un cuadro amable y hasta sentimental cuando es, en realidad, una sátira terrible. Von Chamisso termina reciclando a su antihéroe en naturalista de siete leguas. Aquellos días, en pleno romanticismo alemán, era inconcebible darle una segunda oportunidad a tu Quijote. Seguir viviendo y hacerlo con inquietud intelectual y ascetismo, era reír frente a la dignidad y la redención del suicidio y la locura. En lugar de pasear bajo los tilos, Schlemihl viaja a grandes e incontroladas zancadas. A su paso, desdibuja los paisajes sublimes de sus contemporáneos mientras ridiculiza a los enamorados de sienes palpitantes. Todo sin la necesidad de una caligrafía histérica o de una imagen escabrosa. E. T. A. Hoffmann llegó a sentir tanta admiración por el muchacho que lo invitó a La noche de San Silvestre. El propósito era  que Schlemihl y Spikher formaran una sociedad simbiótica abocada al fracaso. Como Erasmo Spikher había perdido su reflejo en un trance similar, Peter compartiría con él su reflejo y Erasmo le devolvería el favor compartiendo su sombra.

Gracias a su pacto con el hombre de gris, Schlemihl gozaba de una posición social inmejorable. Hasta el punto de ser confundido con nobles y príncipes. A cambio de su sombra, había recibido una pequeña bolsa de la que podía sacar monedas de oro sin fin. Sin embargo, debía vivir cautivo so pena de revelar su carencia. ¿Por qué habría de molestar a la gente que el bueno de Peter no tuviera sombra?  El inapreciable drama se genera a partir de esa idea, de la reacción de los otros al comprobar que Peter carece de sombra. Todos le dan la espalda, no conciben que alguien huelle el mundo sin hacerlo junto a su sombra. Un descuido imperdonable. Von Chamisso desliza con suavidad una premisa hobbesiana entre la plebe: desconfiad de quien asegure carecer de instintos, animalidad y maldad. No puede haber cuerpo más oscuro que el formado por carne traslúcida, ni mente más depravada que la iluminada desde el cielo. Nada más peligroso que un humano cuya decencia alcanza fronteras donde llega su sombra.

Este verano recordé a Peter Schlemihl mientras volvía a ver El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962). Solo pude acordarme después de sufrir el llanto habitual durante los primeros quince minutos de película. No existe ninguna relación entre ambas historias, pero, ya sin lágrimas, me surgió un conflicto plástico y narrativo con las sombras. La maravillosa historia de aquel, era la asombrosa historia de estos. No me queda más remedio que recurrir a Jung. No pretendo dar una conferencia porque, entre otros motivos, me falta competencia –y cinismo– para hacerlo sin caer en la parodia. Los tópicos sobre el arquetipo de la sombra hablan, grosso modo, de lo no–reconocido y de lo reprimido por desagradable o indeseable. En todo caso, la sombra siempre concierne a la individualidad. Sin embargo, su habitual uso peyorativo tiende a esconder su función y su trascendencia tanto para el conocimiento como para la moral del yo y del nosotros. La necesidad de hacer visible –que no de iluminar– la oscuridad es ese proceso complejo y denostado que von Chamisso formuló con su “fábula”. Entrecomillo fábula porque su enseñanza contradice la naturaleza del género. En La maravillosa historia de Peter Schlemihl el mensaje no se obtiene aportando luz, sino reivindicando las zonas de umbría. En esto es profundamente romántico. Andar a tientas, errar el golpe, abrir la boca y masticar cristales de oscuridad.

Tom Doniphon y Ramson Stoddard tienen dos maneras muy distintas de gestionar sus respectivas sombras. El primero es consciente de ella y, por lo tanto, se halla en lucha constante. El segundo, un idealista, no la concibe como algo propio, la ignora y solo la aprecia como proyecciones en los demás. Doniphon airea su sombra mofándose del paleto de ciudad y le da rienda suelta ejecutando a Liberty Valance. El emplazamiento estético para la ejecución es doble y es apropiado: la elipsis y el callejón a oscuras. La elipsis: lo no–visto, lo reprimido por un relato necesitado de un héroe. El callejón oscuro: la extensión lógica y material del hábitat de la sombra. Doniphon no se arrepiente, volvería a hacerlo. El sacrificio, la acción por el bien de una colectividad que incluye el de su rival en el cortejo, nace del juicio propio. En el caso de Stoddard, por el contrario, descubrir su sombra le supone, en palabras de Jung, un “considerable dispendio de decisión moral”. Tanto que es incapaz de asumirlo. Será en la convención política donde asimile –de nuevo con palabras apropiadas de Jung– su nuevo estatus de oficial en detrimento del de aprendiz. Stoddard digiere una sombra que, a diferencia de Schlemihl, es vitoreada por el resto del pueblo. Cómo no fiarse de un hombre que ha tenido agallas para matar. Este detalle de la sombra como atributo de poder es un concepto a tener muy en cuenta. Más porque choca con su opuesto, con la luz como simulacro del poder moderno: de Luis XIV a las democracias contemporáneas.


La manera en la que John Ford ilustró este conflicto es sutil, casi subliminal. Stoddard solo comienza a vislumbrar su sombra después de que Peabody haya sido vapuleado. El periodista borrachín le había enseñado el camino unos minutos antes, justo antes del altercado. Stoddard regresa del Shinbone Star con la pesada y burlesca sombra de Peabody a cuestas. La sombra ha dejado de ser cosa de otros para convertirse en un asunto personal. Ford elude el trayecto y corta a la cocina donde espera Hallie, que ya no ve a Ramson, sino a su sombra. La sombra precede al hombre y no al revés, esto es decisivo. Consciente del cambio, Hallie da un paso atrás. La sombra de Stoddard es todo lo compacta que permite su toma de conciencia. Y es así, tiene esa forma que le otorga la iluminación de un estudio y no otra, porque en su vida consciente apenas estaba encarnada. Enfrentarse a la sombra no es un evento borroso, sino diáfano. Todo adquiere sentido. La sombra no es una masa informe, sino el dibujo exacto que completa la personalidad. Es ahí donde el perfil clandestino emerge, donde se incorpora a la conciencia y donde esta reinicia su lucha para volver a enterrarlo.

El caso de Doniphon era más delicado, y Ford lo sabía. Doniphon convivía con la sombra, era capaz de verla y de dotarla con un valor instrumental. Gracias a ello había trascendido el inconsciente personal, pero no era suficiente. La sombra, siempre insatisfecha, no se detiene y anhela vivir por su cuenta. Dentro o fuera del interesado, aun a costa de convertirse en algo distinto y peor. Consumado el éxito que es al mismo tiempo un fracaso, la sombra de Doniphon se desgaja del cuerpo para derramarse sobre el muro: el sitio exacto desde donde disparó. La sombra desfigurada contrasta con la sombra nítida de Stoddard. Doniphon pierde su sombra para hacer frente a otro tormento: el ánima. Esto es, su relación –¡su fantasía!– íntima, cohibida y vergonzosa con lo femenino: “una ordalía del fuego para las fuerzas (…) del hombre”. John Wayne, qué duda cabe, era el hombre. La masculinidad arquetípica que debe sufrir, como en en el quinto soneto sagrado de John Donne, la ordalía de fuego que calcina su destino. Un hogar aplazado, dos mecedoras nunca llenadas. Cuando la opuntia se alce sobre las tablas, Stoddard, Hallie y el espectador sabrán que “falta su sombra noble ya en la vida”.* 


«Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo; no estás solo».
“Niño muerto” (Luis Cernuda, 1902-1963)

En el momento del duelo, Valance –que conocía bien a los de su especie– invitaba a Stoddard a salir de la sombra. Stoddard cumple, pero la luz solo alcanza a descubrir medio rostro. Tal era la nueva y dual disposición anímica del lavaplatos. Fue el cine clásico de Hollywood un cine de sombras antes incluso de que la tecnología se lo permitiera. Y cuando esta lo facilitó, no dejó de dibujarlas. Atrás quedaron la iluminación cenital y los techos abiertos. Ford, Hawks, Borzage y el resto de técnicos y profesionales de la Fox convertirían el plató de Amanecer (Sunrise. A song of two humans, F. W. Murnau, 1927) en tierra santa. Nunca escondieron su admiración por aquel príncipe de las tinieblas recién llegado de una Europa sobre la que Mefisto extendía su capa; negro arcaico, nubes fétidas, abismo de ultramar. El cine anterior a Murnau comenzó a ser apreciado como un cine con demasiada luz. La brusca, la horrorosa crueldad de la luz que convierte el acto de ver en algo espantoso. Luz que obliga a mirar, luz que sirve para cegar. La locura de la luz, la de Blanchot y la de Johnny Barrett en Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963).


BIBLIOGRAFÍA
  • ABRAMS, Jeremiah; ZWEIG, Connie (eds.), Encuentro con la sombra. El poder del lado oculto de la naturaleza humana, Barcelona: Kairós, 1993.
  • CERNUDA, Luis, La realidad y el deseo, Madrid: Alianza, 2000.
  • DONNE, John, Poesía completa, Barcelona : Ediciones 29, Edición bilingüe, 1986.
  • JUNG, Carl Gustav, Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo, Barcelona: Paidós, 1997.
  • JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona: Paidós, 2003.
  • BLANCHOT, Maurice, La locura de la luz, Madrid: Tecnos, 1999.
  • BERRIATÚA, Luciano, Los proverbios chinos de F. W. Murnau. Etapa americana, Madrid: Filmoteca Española, 1990.
  • von CHAMISSO, Adelbert, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, Madrid: Anaya, 1982.
  • * Verso de Luis Cernuda extraído del poema dedicado a la memoria de André Gide.
IMÁGENES
El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962)
Corredor sin retorno (Shock corridor, Samuel Fuller, 1963)