El progreso es un concepto hortera. No en vano es una de las
palabras más utilizadas por los políticos. Lo afirmo en sentido estricto, en el
de aspiración, en el de fundar sus principios y sus fines en la adición y el
perfeccionamiento. Progresar suele equipararse a la acumulación, a la
ampliación y a la mejora. El progreso que nace en primera instancia como
práctica hortera, muere como bandera posfascista en medio de la estridencia. Es
decir, cuando todos hayamos progresado lo suficiente, no habrá que preocuparse
ni por la desigualdad ni por el totalitarismo: el fascismo seremos nosotros. El
progreso es hortera porque admite cualquier novedad sin atender, o haciéndolo
de manera distraída, a su valor relativo. La novedad se incorpora como una capa
en lugar de como un filtro. El destino es terminar o bien desnudos, luciendo
cuerpos pluscuamperfectos fruto de los avances biotecnológicos, o bien vestidos
como árboles de Navidad, como androides recién salidos de la planta de moda de
un centro comercial. Esto que puede parecer un ataque de reaccionario o, en su
defecto, un discurso del neoliberalismo depredador, es todo lo contrario. Dejo
a cada cual el juicio sobre dónde hallar y cómo ejercitar dicho opuesto.
En sus inicios, Colin Minihan pareció emprender el camino
cinematográfico del progreso. Su escueta filmografía añadía capas sucesivas al
terror contemporáneo. Invocó a los espíritus, fue abducido por alienígenas y anduvo
con un zombi. Algunas de sus buenas intuiciones se perdían en la acumulación y
en la moda del momento. Hasta que en lugar de continuar progresando, se detuvo.
Minihan dijo no a los fantasmas, retiró el saludo a los seres llegados del
espacio exterior y apartó de sí la carne revenida. Minihan dejó de caminar,
renunció a seguir cavando agujeros en busca del diablo y miró a su costado.
Allí, pegada a su costilla, una mujer. Un ser humano cuya naturaleza no
necesitaba ser imaginada para ilustrar el mal. Ella, como él, eran portadores
del terror esencial, de la violencia originaria que nada tenía que ver con el
pecado y el destierro, pero sí y mucho con el auténtico árbol de la ciencia: el
de Darwin. El mal absoluto resultó ser un fraude frente al circunstancial, el
nuestro, el terrenal, el precario y evolutivo del primate.
Acostumbrada al mito y al afecto, la maldad femenina sigue
generando sorpresa desde las ciencias de la mente. Es este uno de los
resultados del predominio cultural sobre el biológico, de siglos reelaborando a
Medea y a Lilith, de toneladas de cultura popular sustentada en arquetipos en
lugar de hablar, por ejemplo, de las pacientes de Münchhausen. La estética siempre
se ha resistido a matar a la madre, a la autoridad del mito y del afecto, esto
es, al glamour. Nuestra incapacidad para desvestir el mal
femenino ha sido y es palmaria porque, además, existen otras razones acreditadas.
A saber, la psicopatía femenina es estadísticamente inferior a la masculina, y cuando se consuma, suele presentarse bajo formas donde el sujeto necesita
establecer, siquiera de manera transitoria y artificial, vínculos afectivos e
institucionales. Hasta tal punto, que el trastorno pasa a ser diagnosticado como un desorden diferente (trastorno límite,
histrionismo patológico, etc.). Arquitectura neurológica y hormonal aparte, la
mujer errante y asexuada que mata porque sí, porque tal es su naturaleza
enfermiza, resulta inconcebible frente al sedentarismo y la carnalidad de la
viuda negra y la mujer fatal.
Aquí, en What keeps
you alive (2018) y en contra de las apariencias, no hay rastro de discurso
cultural en el hecho de otorgar el protagonismo del filme a un matrimonio de
lesbianas. Ni su género, ni su vínculo reglado por la sociedad, son expresiones
relevantes del espíritu de la época. Para que la película funcionara, Minihan
debía escapar no solo de la trampa del arquetipo estético, también de la del
contexto. Y viciada como está por el modelo masculino del asesino en serie, el director
utiliza la psicopatía femenina para ilustrar la universal. Ciertamente existe un
discurso de género, el del género Homo,
que no renuncia a los matices propios del dimorfismo, empezando por el clínico,
siguiendo por el afectivo y concluyendo por el sexual. Pero siendo esto
importante, el valor de la psicopatía de Jackie radica en su educación. De
familia feliz y acomodada, Jackie experimenta el mal gracias a otra figura
emblemática de nuestro bestiario sentimental: el animal salvaje. En esta ocasión
un oso, habitante de un paisaje donde las pasiones humanas ausentes han sido
entregadas al animal para retorcer la identificación. El oso resulta ser la grieta
en la cuarta pared, el espectador implícito que ha sido asaltado en plena
función, la dosis necesaria de interacción y de crianza, el sujeto vicario de
la humanidad normal y moral, es decir, sensible. La úrsida agonía que nos sitúa
frente al abismo, el mismo por el que Jackie arroja a su esposa.
Minihan tiene recursos para desarrollar el evento. Casi todos
parecen remitir con mejor o peor suerte al cine. Lo que empieza pareciendo un
filme de bosque y cabaña, transita hacia el subgénero de asalto y asedio, al de
supervivencia, al de cautiverio, al del simple melodrama, al revenge y, por último, al del cazador
cazado. Cada uno a su tiempo, los sucesos son encadenados de manera efímera y ordenada.
Y el engaño de este guion a empellones se sostiene porque el mal que lo
atraviesa poco debe al artificio y mucho al natural. Es probable que Minihan
termine asimilado por la televisión o sepultado en algún proyecto infame de una
gran compañía. En lo que a mí concierne, no considero su última película un
progreso, sino una evolución. Ojalá permanezca ajeno a los buenos caminos, dando esta especie de tumbos; pues nada malo hay en
practicarlos. Sophia Takal, Natalia Leite, Coralie Fargeat, Jennifer Wexler, Leigh
Janiak, Ana Amirpour o Julia Ducournau tampoco deberían despreciar esta invitación
a una maldad que es la suya y la de todos.