Mientras leía una de las intervenciones
de Houellebecq, recordé a Kubrick y a Ozu. La primera memoria es
comprensible, la segunda más sorprendente. Empiezo por esta última, por la que
en un principio parecía insólita.
Houellebecq encontraba conocimiento y hasta emoción en la
descomposición y en el «fracaso triste» del arte contemporáneo. Un arte que le
deprimía, pero que al tiempo le ponía un nudo en la garganta. Un arte patético y de repugnancia medida que no pretendía la misma conmiseración invocada por la «chusma izquierdista». En última instancia, un arte que constituía el testimonio más preciso sobre el estado de las cosas. En esa
suerte de disgregación estética, Houellebecq encontraba relato y precisión. Ese discurso, en cierta manera, le representaba. Tras esta reformulación
de la precaria y desesperada vitalidad leopardiana
–y pasoliniana–, Houellebecq terminaba
por confesar. La confesión se puede enunciar de diferentes formas. La más perfecta siempre ha sido el sueño; la más sincera, la que utiliza el verbo pensar en lugar de confesar. Houellebecq se valdrá de ambas. La ventaja de
intercambiar los verbos es evidente: confesar la idea, pensar el pecado. La redundancia
de pensar la idea es el primer paso
hacia el bucle de la introspección. Confiesa la idea, divúlgala,
abandónala. La idea requiere de esa penitencia, de la vulgaridad material de
los otros. La privacidad del pecado, por el contrario, conviene respetarla.
Han pasado poco más de veinte años (1995) desde esta
confesión. Hoy mantiene su vigencia. Houellebecq la expresó en pretérito
perfecto compuesto, la forma adecuada al instante que sigue al sueño. Es decir,
la formuló en términos de romántico escarmentado, a medio camino entre el
torpor y la lucidez. En el espacio inasequible donde todo empieza a dejar de ser. Donde termina la
imagen, donde empieza su nostalgia. Como en un despertar de Bernardo Soares,
Houellebecq abre los ojos en el momento exacto en el que empieza a soñar lo que
puede existir. Su visión adquiere el tono de un apocalipsis de callejón. El de Roy
Batty en albornoz, sin calzoncillos y con un whisky en la mano.
He soñado con bolsas de basura rebosando filtros de café, de mondaduras, de trozos de carne en salsa. He pensado en el arte como mondadura, y en los pedazos de sustancia que se quedan pegados a las mondaduras.
El escritor ha visto brillar basura en la oscuridad cerca
de la puerta de un burdel. Lo ha hecho después de pedir un cojín para la posición de loto. En plena noche cerebral, junto a la humedad gomosa de las ratas, Houellebecq ha comprobado que el poder de seducción es un proceso de medida, una «interacción entre la luz y la basura». La visión sigue siendo válida porque es universal. Después de tantos
años de angustias metodológicas, tengo que abrazar este fuego fatuo del arte
como mondadura. Asumir la existencia de los desperdicios, confiar en la
capacidad renovadora de la putrefacción. Seguir adelante, desestimar la misión
de rescate. Eludir el limbo, desoír los gritos que salen del purgatorio. Se
pueden recomponer los pedazos de un jarrón, nunca la estructura orgánica de una
fruta recién pelada.
Houellebecq repite la fórmula un párrafo más abajo. Son unas líneas hermosas y profundamente nietzscheanas donde el apocalipsis de callejón es sustituido por el apocalipsis cósmico. En el desastre del frío, la calentura humana. En ausencia de estrellas, la carne –esto es, el alma– se convierte en la estufa del universo.
He pensado en el curso de los planetas cuando ya no quede vida, en un universo cada más frío, marcado por la progresiva extinción de las estrellas; y las palabras «calor humano» casi me han hecho llorar.
Esta nueva confesión no me envió a una imagen de Kubrick,
sino a otro despertar, al devenir de un espacio y de un tiempo. En concreto, al
que separa el final de 2001: una odisea
del espacio (1968) del inicio de Barry
Lyndon (1975). Siete años que devuelven al nuevo–súper hombre a su vieja
categoría de humano… demasiado humano. El fin de la utopía, la resurrección del
mono. Regreso al territorio de la no-filosofía. Allí donde, en palabras de
Cioran, «las ideas se sofocan de sentimiento». Volvemos atrás y quizá volvamos
para bien, para mirar y tocar los senos de nuestra prima carnal. El nudo
simbólico que oprimía el cuello de Houellebecq, encuentra el signo en la cálida
gargantilla de una golfa.
Lágrimas, llanto y llama por el calor humano. Hay más velas, hay menos luz; las estrellas se están muriendo. Todo tiembla, pero a un ritmo distinto al de los timbales de Strauss. Nostálgicos de nosotros mismos, nos queremos de vuelta. Renegados de la luz, devotos de la penumbra, oficiantes de un esplendor decadente, volvemos de puntillas sobre las teclas de Schubert hasta recuperar nuestra naturaleza, nuestro hogar: el Romanticismo. Lejos quedan los días cegadores del conocimiento. Aquellos donde todo brillaba con una luz insoportable. Días extraños donde nos habíamos convertido en «seres semejantes a dioses».
BIBLIOGRAFÍA
- CIORAN, Emil, El ocaso del pensamiento, Barcelona: Tusquets, 2000.
- HOUELLEBECQ, Michel, Intervenciones, Barcelona: Anagrama, 2011.
- PESSOA, Fernando, Libro del desasosiego, Valencia: Pre-Textos, 2014.
IMÁGENES
Primavera tardía
(Banshun, Yasujiro Ozu, 1953).
Barry Lyndon
(Stanley Kubrick, 1975).