Six et demi, onze (1927) fue restaurada por la Cinemateca Francesa en el año 2013. Pocos meses antes, durante el verano de 2012, escribí y entregué un ensayo sobre Jean Epstein. Nunca llegué a ver la película en condiciones. Tras su brillante periodo en la Albatros, Epstein fundó su propia compañía. Six et demi, onze, vista ahora en su integridad, con su final original y la imagen saneada, redefine aquella etapa. A Mauprat (1926), la más lacia de cuantas hizo para su productora, le siguieron El espejo de las tres caras (La glace à trois faces, 1927), la citada Six et demi, onze y La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928). A finales de ese mismo año y comienzos del siguiente, inició su etapa bretona con Finis Terrae (1929). Que Six et demi, onze continúe siendo una semidesconocida solo se entiende a partir de esta información. Si la restauración hubiera tenido lugar con anterioridad, la película habría sido considerada como lo que es: la más reflexiva, desencantada y compleja de su periodo independiente. Six et demi, onze reapareció 86 años después para hacer todavía más hermoso aquel incomparable 1927.
Basada en una historia de su hermana Marie, parte de la
crueldad y de la tristeza parece venir de su firma. Marie, justiciera lisiada
en Corazón fiel, terminaría adaptando
y codirigiendo La maternal (La maternelle, 1933). La capacidad
visual de Epstein siempre trascendió el melodrama, ya fuera de su hermana, de
Morand, de otra fémina como Sand y hasta del mismísimo Poe. Epstein buscaba el
melodrama, no lo despreciaba pero tampoco lo exaltaba. Se limitaba a filmarlo
en clave de abstracción. Lo cual conducía a sus personajes a una doble tragedia:
la del sentimiento enajenado y la de una sensación creciente de fatalidad. En
la plenitud de la imagen, cuando el director era consciente del placer
indiscutible del ojo, se las ingeniaba para que el espectador intuyera la
desgracia. En Six et demi, onze, como
en buena parte de su filmografía, cada plano es un presagio. La pasión,
profunda pero efímera, existe como preludio de su desaparición. La imagen
melodramática deviene, tarde o temprano, imagen neurasténica.
Epstein, eterno contradictorio, maestro práctico y teórico,
materialista y animista, defensor de la máquina y del hombre evolucionado, de la
unidad del conocimiento y de la disolución de los contrarios. En esta ocasión, se
cuidó de otorgar a la lente y al sol créditos como personajes de pleno derecho.
Dos años después de escribirlo, Epstein declaraba la independencia de la
óptica, la de “un ojo dotado con propiedades analíticas no humanas (…) sin
prejuicios, sin moral, libre de influencias”. La imagen que ha de ser y que ha
de verse. Destino y revelación, élan
vital, ingenio y diablo que canaliza las pulsiones. La imagen colmada de
belleza que el sol y la lente ayudaron a fijar, te destruirá. Es así, de la
misma manera que sobrevolaba el melodrama, como Epstein se superpone a lo bello.
Lo encuentra, lo fabrica, lo ilumina y lo registra solo para destruirlo.
Epstein sabía que lo bello, si persevera, termina siendo lo cursi. Belleza
fatal, azar revelado que, de inmediato, es impugnado. Sobre la belleza,
siempre, la locura. Sobre el orden, el desastre.
¿Qué era Epstein? Tal vez un moderno, quizá un vanguardista,
puede que un visionario; seguro, un poeta. Aquello que fuera, cualquier género
y concepto que practicara, siempre adquiría un aire al sesgo. En determinadas
vanguardias experimentales de posguerra, un recurso habitual para trabajar la
idea estructural del soporte no era la acción directa, sino la indirecta. Esto
es, técnicas como el single framing y
la composición interna de motivos que, bien mediante formas orgánicas, bien
mediante patrones geométricos y ritmos de luz, generaban una descomposición aparente.
Epstein no se limitó a prefigurar la acción indirecta sobre la emulsión
fotoquímica, sino que prefiguró el paso siguiente: la estática, el ruido blanco
de una imagen electrónica que ya vislumbraba en su cabeza. Una imagen que
habría encantado a los Fluxus y a los generativos.
Esta serie de imágenes cumple dos máximas estéticas. La
primera es más un verso que un aforismo de Brakhage: «Los planos con agua remiten al grano». La segunda reafirma la tesis
de Vernet sobre la fórmula visual predilecta que adquiere una sobreimpresión o
una disolución: la suma de uno o de varios rostros sobre un paisaje. Epstein
nunca se cansó de practicarla. En este caso (antes, obviamente, estaba exagerando), el
cineasta no prefiguraba el ruido electrónico, pero sí tenía en mente la
descomposición del medio fotográfico como elemento decisivo del relato. Justo en
el apogeo del romance, Epstein enjuaga la imagen en lejía y la viste de blanco
angelical para picarla de viruela. El resultado parece la culminación del amor,
un exceso de emoción repeinada que, sin embargo, anuncia la catástrofe. Los
haluros se reproducen, la epidemia violenta el encuadre, el grano adquiere la
consistencia de una pústula y el espectador asume que tanta luz los enloquecerá. En la siguiente secuencia el enamorado comprará un cámara
fotográfica, el arma simbólica. La pistola real abatirá a un hombre; la
figurada, cargada con la luz del sol, destruirá a cuantos salgan a su paso.