«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Fragmentos para una fisiología de la imagen

Agradezco al equipo de Shangrila Textos Aparte que haya acogido en su catálogo esta recopilación de pequeños textos. Cada nota consta de apenas unas líneas, de dos o tres párrafos. En ocasiones, de una sola palabra. Ninguna supera la hoja de extensión. El formato está pensado para una presentación a doble página. Con el texto a la izquierda y las imágenes a la derecha, se advierte mejor el diálogo y la discrepancia. Las imágenes se separan del texto, quieren y necesitan su propio espacio para decir aquello que desean, no lo que yo les obligo a decir. El archivo se puede descargar de manera gratuita en esta dirección: Fragmentos para una fisiología de la imagen


La pierna impar

Sucederá tarde o temprano. Es solo cuestión de tiempo que las películas bélicas vuelvan a ser denunciadas por los guardianes de la moral. Me refiero a las películas bélicas convencionales, a la soldadesca rasa, a las películas de sangre y acción donde se mata y se muere con la metáfora justa. Esta es, la de las piedras. Películas donde no combatan los tuyos contra los míos. Películas donde un soldado que solo quiere diversión, se enamore de una campesina. Películas donde el director y el guionista no aspiren a una cosmovisión, ni al eterno conflicto entre individuo e institución. Películas donde los iletrados luchen por la cultura. Películas con mujeres y con hombres, con putas y asesinos, con tarados y maricones, con negros, ricachones y pueblerinos. Películas donde todos estén sometidos a una objetividad más poderosa que la del ejército y la guerra: a la de su naturaleza y a la del instinto. Decía que es cuestión de tiempo que vuelvan, es decir, que ya lo estuvieron. Que alguien cite un conflicto al que esta sociedad no llegue tarde. Creemos estar de vuelta de todo, situamos un pos– delante de cualquier palabra cuando en realidad deberíamos colocar un pre–. Por ejemplo, el de una sociedad premelodramática que, desconociendo el registro y la entonación de las pasiones, se entrega al folletín. Una sociedad gangrenada, camino de la putrefacción. Es también cuestión de tiempo que el hedor de la podre nos alcance. Solo hay un motivo por el cual no lo ha hecho: la envidia que ralentiza las bacterias, el odio que inhibe los gases.

Hubo un tiempo en el que acudías a un medio de comunicación con la esperanza de encontrar textos, voces y palabras que respondían al decoro, a la distancia y hasta a la rigidez que implica el oficio. Estar o no de acuerdo con sus ideas era un asunto secundario. Ahora corres el riesgo de encontrarte con personas que se expresan con procacidad mal ensayada, como auténticos adolescentes, cuando no como oligofrénicos. Periodistas que quieren ser políticos, padres que quieren ser amigos, cónyuges que quieren ser dueños, profesores que olvidan que su labor es enseñar y no divertir. Existen obras de referencia a las que uno acude cuando desea refrescar estas jerarquías. Obras que revierten la confusión. Sondalezas, varas de medir, pastores eléctricos, dispositivos de verdad estética. En mi caso siempre busco refugio en el cine mudo. King Vidor es una opción segura. En esta ocasión, variando el hábito de Y el mundo marcha (The crowd, 1928), opté por el metrónomo de El gran desfile (The big parade, 1925). Verla cuidadosamente restaurada y en alta definición era un estímulo añadido.

He vuelto a asombrarme con su sencillez. Una sencillez monumental, egipcia. Cine grávido y vetón, cine que se relaciona mejor con una pirámide que con un teseracto. Más de dos horas y media de metraje reducidas a un puñado de escenas. Una composición abstracta, pulida en sus facciones como un verraco de granito. Nos obsesionamos con la duración del plano, con el exceso y la desaparición del corte cuando, desde un punto de vista dramático y analítico, es mejor atender a los bloques. A la escena, a su desarrollo interno y a su ubicación dentro de la estructura. Datos que afectan a lo grande y a lo pequeño. A nivel macro, tenemos ese templo de líneas simples y puras. A nivel micro, El gran desfile contiene secuencias dignas del Stroheim de La marcha nupcial (The wedding march, 1928). Tal es su paciencia y precisión, diría que hasta su obsesión por hacer hablar a los cuerpos. Una planificación donde la frontalidad se reconcilia con el contraplano, donde las pausas resultan necesarias por humanas, por respeto a la reacción, por necesidad de la cognición. La importancia de que el espectador comprenda que ni el director ni los personajes son omniscientes.


Melisande y Jim se conocen en el establo de la pantomima. Es ahí, entre estiércol y purines, donde se acantona la tropa y la amistad. Todo surge gracias un bacín y, sobre todo, a un puttee. Este tipo de pernera establece una primera relación de complicidad. Lazo material, puro signo al que Vidor dotará de símbolo en el momento apropiado. La pernera se arrastra por el barro con la misma flacidez que otro objeto posterior: el chicle. Sin idioma compartido y ante la vulgaridad de los gestos, Vidor prefiere el lenguaje de los objetos. Melisande se prestará poco después a anudarle la pernera. Jim, en ese instante, aprovecha para buscar su trasero con la mirada.


Pasan los días, la amistad evoluciona y el batallón es movilizado. Jim parte hacia el frente y Melisande se agarra a su pierna. La muchacha sabe perfectamente lo que hace: abrazarse a una ausencia. La noche anterior fue la noche del primer beso, la del primer coito elíptico. A esa unión nunca vista habríamos llegado a través de una escena donde Jim descendía de un árbol. En la huida y reaparición, el soldado dejaba sus extremidades seccionadas por el encuadre. Ahora, en la despedida, Melisande se agarra a otra de sus piernas, a la izquierda, a la impar, a la compañera de aquella que los unió. Aquel puttee era la amistad y la diversión; esta otra, la carnalidad y el amor. Jim, lógicamente, perderá esa pierna en combate. De vuelta en el hogar, Vidor lo encuadra impedido por la hoja de una puerta y con un foco a la espalda. Sombra incompleta, miembro fantasma que duele, que hormiguea. Entre el vértice de la sombra y el muñón de realidad, un vacío, otro fantasma: el de Melisande. Jim, curtido de cieno y de rastrojo, debe enfrentar el pulcro reflejo del parqué, la intolerable suavidad de la alfombra.


Jim regresa a la campiña francesa. Horizontes de grandeza que Vidor filma en planos kilométricos. La minúscula silueta de un hombre con dos piernas y caminar astillado. Bipedismo, emoción a gran escala, el espectador debe observar cómo se desenvuelven los personajes –intuitivos, ansiosos, tullidos, atropellados– para que dicha emoción se transmita. La escala del plano se reduce de manera progresiva conservando el movimiento de los actores y de la cámara. En el contacto final, Melisande remienda la mutilación alegórica de la puerta. La pierna ha vuelto, la joven ya puede abrazar el resto del cuerpo.