Hubo un tiempo en el que acudías a un medio de comunicación con la esperanza de encontrar textos, voces y palabras que respondían al decoro, a la distancia y hasta a la rigidez que implica el oficio. Estar o no de acuerdo con sus ideas era un asunto secundario. Ahora corres el riesgo de encontrarte con personas que se expresan con procacidad mal ensayada, como auténticos adolescentes, cuando no como oligofrénicos. Periodistas que quieren ser políticos, padres que quieren ser amigos, cónyuges que quieren ser dueños, profesores que olvidan que su labor es enseñar y no divertir. Existen obras de referencia a las que uno acude cuando desea refrescar estas jerarquías. Obras que revierten la confusión. Sondalezas, varas de medir, pastores eléctricos, dispositivos de verdad estética. En mi caso siempre busco refugio en el cine mudo. King Vidor es una opción segura. En esta ocasión, variando el hábito de Y el mundo marcha (The crowd, 1928), opté por el metrónomo de El gran desfile (The big parade, 1925). Verla cuidadosamente restaurada y en alta definición era un estímulo añadido.
He vuelto a asombrarme con su sencillez. Una sencillez monumental, egipcia. Cine grávido y vetón, cine que se relaciona mejor con una
pirámide que con un teseracto. Más de dos horas y media de metraje reducidas a
un puñado de escenas. Una composición abstracta, pulida en sus facciones como
un verraco de granito. Nos obsesionamos con la duración del plano, con el exceso
y la desaparición del corte cuando, desde un punto de vista dramático y
analítico, es mejor atender a los bloques. A la escena, a su desarrollo interno
y a su ubicación dentro de la estructura. Datos que afectan a lo
grande y a lo pequeño. A nivel macro, tenemos ese templo de líneas simples y
puras. A nivel micro, El gran desfile
contiene secuencias dignas del Stroheim de La
marcha nupcial (The wedding march,
1928). Tal es su paciencia y precisión, diría que hasta su obsesión por hacer
hablar a los cuerpos. Una planificación donde la frontalidad se reconcilia con
el contraplano, donde las pausas resultan necesarias por humanas, por respeto a
la reacción, por necesidad de la cognición. La importancia de que el espectador
comprenda que ni el director ni los personajes son omniscientes.
Melisande y Jim se conocen en el establo de la pantomima. Es
ahí, entre estiércol y purines, donde se acantona la tropa y la amistad. Todo
surge gracias un bacín y, sobre todo, a un puttee.
Este tipo de pernera establece una primera relación de complicidad. Lazo
material, puro signo al que Vidor dotará de símbolo en el momento apropiado. La
pernera se arrastra por el barro con la misma flacidez que otro objeto
posterior: el chicle. Sin idioma compartido y ante la vulgaridad de
los gestos, Vidor prefiere el lenguaje de los objetos. Melisande se prestará poco después a anudarle la pernera. Jim, en
ese instante, aprovecha para buscar su trasero con la mirada.
Pasan los días, la amistad evoluciona y el batallón es
movilizado. Jim parte hacia el frente y Melisande se agarra a su pierna. La
muchacha sabe perfectamente lo que hace: abrazarse a una ausencia. La noche
anterior fue la noche del primer beso, la del primer coito elíptico. A esa
unión nunca vista habríamos llegado a través de una escena donde Jim descendía
de un árbol. En la huida y reaparición, el soldado dejaba sus extremidades
seccionadas por el encuadre. Ahora, en la despedida, Melisande se agarra a otra
de sus piernas, a la izquierda, a la impar, a la compañera de aquella que los unió. Aquel puttee era la amistad y la diversión;
esta otra, la carnalidad y el amor. Jim, lógicamente, perderá esa pierna en
combate. De vuelta en el hogar, Vidor lo encuadra impedido por la hoja de una
puerta y con un foco a la espalda. Sombra incompleta, miembro fantasma que
duele, que hormiguea. Entre el vértice de la sombra y el muñón de realidad, un
vacío, otro fantasma: el de Melisande. Jim, curtido de cieno y de rastrojo,
debe enfrentar el pulcro reflejo del parqué, la intolerable suavidad de la
alfombra.
Jim regresa a la campiña francesa. Horizontes de grandeza
que Vidor filma en planos kilométricos. La minúscula silueta de un hombre con
dos piernas y caminar astillado. Bipedismo, emoción a gran escala, el espectador debe
observar cómo se desenvuelven los personajes –intuitivos, ansiosos, tullidos,
atropellados– para que dicha emoción se transmita. La escala del plano se
reduce de manera progresiva conservando el movimiento de los actores y de la
cámara. En el contacto final, Melisande remienda la mutilación alegórica de la puerta. La pierna ha vuelto, la joven ya puede abrazar el resto del cuerpo.