«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Acto fallido


«A veces hay accidentes que son descubrimientos de mí mismo (…) 
visiones (…) que llegan a la banda de celuloide sin que me dé cuenta».
“En una barca” (Nicholas Ray)

«Quién es ese visitante nocturno de rostro desconocido,
qué viene a buscar, qué espía. 
(…) es un reflejo de nosotros mismos en el hielo.
Quién vuelve de un abismo de transparencia
e intenta volver a entrar...».
“Despertares” (Robert Desnos)

La proyección había terminado y el director tenía la espalda contra la pared. No, no es una de esas historias sobre estrenos y pases privados angustiosos. La proyección se había realizado en una universidad donde todo transcurrió con el entusiasmo postizo de estos eventos. Aquella tarde era, como diría Pasolini, rabiosamente antigua: el cine y la universidad custodiados por el sol de Castilla. En ese ambiente tan pastoso el único gesto natural era abandonarse sobre el hormigón. Aun así, aun en ese cuadro digno de un mascapalillos de Leone, me sorprendió que el director estuviera solo, sin nadie alrededor. Me acerqué con paso derretido y le hice una pregunta. En ese momento me di cuenta de que algo iba mal. Al director, afable y risueño durante el coloquio precedente, le mudó la cara. Como si agosto, de repente, fuera febrero. Abrió los ojos y miró a los lados. Estoy convencido de que lo hizo en busca de auxilio.

I. Acto fallido 1 y 2.
Solo tiempo después –no sabría medirlo en meses o años– pude interpretar su reacción. La clave me la proporcionó una compañera de facultad a la que, por aquel entonces, quería convertir en el propósito de mis fantas. Una noche, aquella chica apareció por el local donde yo hacía con que trabajaba. En ese encuentro tan nocturno como casual y tras una conversación intrascendente, me dijo que por qué en clase la miraba tan mal. Recuerdo cada palabra y cada pausa. Cuando terminó de ajusticiarme, justo en ese instante en el que adviertes que tus pies cuelgan del cuerpo, fui capaz de procesar mi experiencia con el director de cine. Esto es, había mirado atravesado cuando mi deseo fue hacerlo con rectitud. A mis precarias habilidades sociales le había sumado un acto fallido en toda regla. Sonreí, traté de explicárselo sin recurrir a Freud y la invité a un Martini con limón. Ella era terriblemente pija.

Pero volvamos al director. Dejando a un lado lo avieso de la mirada, ¿qué le pregunté? Disculpad, pero aquí debo introducir otra mínima digresión fruto de un nuevo acto fallido. Mi intención era preguntarle por un asunto relacionado con la iluminación y con la iconografía masónica que aparecía en su película. En cualquier caso, iba a ser una pregunta que me presentara como alguien instruido. La típica pedantería de quien espera confirmación en lugar de respuesta. Sin embargo, me descubrí preguntándole por un primer plano de un escarabajo. En una continuación fonética de la mirada, lo hice con tono áspero. Ahí estaba yo, abroncando a un director de cine al que se le había ocurrido filmar un escarabajo. Aturdido pero educado, acertó a contestarme una banalidad. Le menté a Buñuel y me despedí intentando remendar lo que estaba hecho jirones.

He ido reprimiendo aquella mirada a duras penas. Creo que no lo he conseguido por dos razones irreductibles: es innata y, aunque no lo fuera, quiero conservarla. Al fin y al cabo es un buen mecanismo de defensa. La mirada fallida forma parte de esa capacidad sin igual que tenemos los tímidos para aparecer ante los demás como arrogantes o directamente como gilipollas.

II. Acto fallido 3.
Solo tuve conciencia de haber entrado en la era digital cuando consumé en Internet un acto fallido similar. En Internet no se mira, pero persiste la misma dificultad con los pliegues del lenguaje. Llevaba años participando en foros, abriendo y cerrando blogs y perfiles sociales. Todo era pura cosmética, intuía que el 2.0 real debía ser más profundo. Mi tesis siempre ha sido que lo digital sigue siendo material y fisiológico. Y que todos los problemas que genera derivan de querer arrebatarle esa naturaleza. Aprovechando la sincera cercanía de otro cineasta, quise realizarle una pregunta. No he mencionado el sufrimiento y la duda que me generan estas situaciones porque creo que se sobreentiende. Con una de sus películas en el recuerdo, mi renovada intención era saber por qué la había terminado con un plano y no con otro. Su elección me parecía correcta y académica, de buen estudiante de guión. Pero yo, faltaría más, tenía una mejor. En lugar de haber enfocado aquel reloj que en su tránsito titulaba la cinta, debería haber cortado antes, en el medio del mar y con el sonido de las horas rimando con el de las olas.


En el momento de escribir y de enviar, el acto fallido emergió. En el texto no había rastro de relojes y de olas, solo había ¡un futbolín! El futbolín era el escarabajo en su forma transmutada, su flamante versión 2.0. A diferencia del primer caso, este acto fallido tuvo una respuesta satisfactoria y aquella noche dormí como deben hacerlo los nativos digitales. ¿Por qué un escarabajo y por qué un futbolín? El significado de estos lapsus es algo que jamás descifraré. No obstante, creo que guardan relación con mi rechazo de la idolatría y de la ejemplaridad. La primera suele proponer modelos inalcanzables y, por ende, traumáticos; la segunda sirve como descargo de una responsabilidad que compete al individuo. Salvo en esa fase anal de la afición que es la cinefilia, nunca he sentido interés por los directores en sí mismos. Por lo que son fuera del estudio, por sus vidas y sus declaraciones. No suelo disfrutar leyendo entrevistas o autobiografías, y mucho menos biografías. Prefiero no formar parte de la eterna disputa entre la historia del cine hagiográfica y la revisionista.

III. Reflejos robados.
«Muéstrame el reflejo, el reflejo robado, 
y daré un salto mortal desde mil metros de altura».
“La aventura de la noche de San Silvestre” (E.T.A. Hoffmann)

Esa dimensión privada de los cineastas sí me interesa cuando se traslada a su obra mediante actos fallidos. Es decir, no me interesa el Hitchcock de los cameos, me interesan sus pájaros disecados. Los cineastas no hablan cuando proyectan su sombra –ese emblemático y orondo perfil– sino cuando dejan escapar su reflejo. Los cineastas hablan igual que tú y que yo cuando olvidamos cerrar la pornografía en el navegador. Hablan cuando en lugar de trabarse la lengua, se les traba la imagen. Cuando dejan de enunciar sobre una pantalla para hacerlo sobre un cristal. Eisenschitz le recordaba a Aumont que uno de los secretos preferidos de Jean Eustache era aquel plano de La golfa (La chienne, 1931) donde Jean Renoir se reflejaba, por accidente, en la ventanilla de un coche. Cuando vemos un filme de Eustache y apreciamos la manera que tenía de releer el cine, ese reflejo recuperado, ese doble secreto descodificado, cobra sentido.

Yo no soy Eustache, pero uno de mis mejores amigos tiene, a su vez, otro gran amigo que hizo un filme sobre Eustache. El valor y el interés de esto es cero y seguiría siéndolo en el caso de que el amigo de Eustache hubiera sido yo mismo. Solo lo menciono para introducir mi secreto particular. Otro reflejo robado a otro director francés. El del joven Alain Cavalier en un nuevo ejemplo de involuntaria enunciación enunciada. Que al espejo de James Mason y a la ventana de Michel Simon se le sume, pues, el pasajero fantasma de Jean-Louis Trintignant.




BIBLIOGRAFÍA
  • AUMONT, Jacques, Materia de imágenes. Redux, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • FREUD, Sigmund, “Psicopatología de la vida cotidiana” en Sigmund Freud. Obras completas vol. VI, Buenos Aires: Amorrortu, 1991.
  • HOFFMANN, Ernst T. A., Cuentos completos, Madrid: Cátedra, 2014.
  • PASOLINI, Pier Paolo, Poesía en forma de rosa, Madrid: Visor, 2002.
  • RAY, Susan (ed.), Por primera o última vez. Nicholas Ray haciendo cine, Oviedo: Fundación de Cultura Ayuntamiento de Oviedo, 1994.

IMÁGENES
  • Más poderoso que la vida (Bigger than life, Nicholas Ray, 1956)
  • Madregilda (Francisco Regueiro, 1993)
  • 27 horas (Montxo Armendáriz, 1986)
  • Combate en la isla (Le combat dans l'île, Alain Cavalier, 1962)
  • La golfa (La chienne, Jean Renoir, 1931)

FILMOGRAFÍA ADICIONAL
La peine perdue de Jean Eustache (Ángel Diez, 1997)


Desde las altas cimas

 A mi abuela Esperanza.

«A lo lejos los montes tienen nieve al sol». Así comienza una de las odas de Ricardo Reis y así podría comenzar Los montes (1981) de Chema Sarmiento. Podría, porque no lo hace. Falta la nieve, que cuaja tres planos más tarde. Ese primer plano de Sarmiento que no termina de ilustrar ese primer verso de Reis, conviene no olvidarlo. Es el primero de ciento siete y es el que nos enseña donde Castilla empieza a dejar de ser. Cualquier espectador que contemple esa imagen dirá que la playa de cereal se agota. Si el espectador es un castellano dirá, por el contrario, que la playa de cereal resiste. En Castilla y en León –léase como la Pangea que es– todo resiste. La marea sube desde el cielo, el horizonte se precipita y la playa, terca, resiste. El mar es una frivolidad, resistir con agua es menos resistir. Castilla no necesita mar y menos arena, le basta con el gualda del rastrojo y, bien quisiera, del limón. Los montes siempre quedan suficientemente lejos, azules y serenos como mandaba Leonardo. A la diestra de los montes muere Castilla, y a la izquierda León. Al menos eso contaron los que un día rompieron su promesa de visitarlos, siempre, mañana.


«Escondieron las galas a los prados,
y quedaron desnudas
estas laderas, y sus peñas solas.
Duermen ya, entre sus montes recostados,
los mares y las olas».
“Al sueño” (Francisco de Quevedo)

Los títulos de apertura reclaman tres planos más. Son ellos los que rompieron la promesa y los que roban nuestra ilusión. En el camino que va del mito a la realidad los montes dejan de ser azules, pero conservan el poder cianótico del símbolo. La muerte no necesita al color porque ha encontrado a la música. Gracias a la excelente acústica de las imágenes, recibimos el Stabat Mater de Poulenc. Música sacra cabalgando sobre las cumbres, todo apunta a lo sublime. Sospecha que se mantiene durante los dos planos siguientes, aquellos donde cuajaba la nieve y donde un pueblecito se hunde a sus pies. Sin embargo, lo sublime no es propio de esta tierra. ¿Por qué?, porque nunca resiste. Lo sublime, igual que Oscar Diggs, reina y cubre en ausencia de preguntas. Lo sublime, cuestionado por su condición arrebatadora, confiesa que solo era lo pintoresco. La acústica se descompone y adquiere el crujido de la estática. Una radio en un mandil haciendo escarnio de las cimas de la cultura.

La radio y el mandil son los de Carolina, que balancea el encuadre con escorzo de campesina soviética. Se extinguió lo sublime y se extinguen ahora la cinefilia y la hermenéutica. Carolina, de vejez robusta y compacta, teje y espera. No había datos suficientes para invocar a Dovzhenko y tampoco los hay para culpar a Penélope. Descubierta la orografía de los montes, es el momento de conocer su relieve interior: el del antojo juvenil de seis mujeres. En otras palabras, el de los neveros vitales a treinta y tres grados a la sombra.

I. Un muerto, un pueblo.
Paja y pizarra, madera y letargo. Sillares que ruedan por la hierba de mayo. Construir un pueblo en media docena de planos. ¿Se necesitan más? Zumba la mosca y afina la cigarra. En la calma chicha, la voz de un regato y el murmullo de tres mujeres. Hablan de un hombre caído de un puente, de su encuentro y de su entierro. La conversación termina con un diálogo que se ahoga en el repudio líquido de la nieve: – «Para todos es igual». – «Para todos, es lo único que tenemos bueno, la muerte». Teje Carolina, hablan tres y faltan dos. A una la vemos azada en mano, la última grita ladera abajo. Las exclamaciones de Obdulia van de Dios al Santo Cristo pasando por la Virgen Santísima. Sarmiento –Chema, ni Carolina ni Emma– las sujeta con una panorámica. «¡Que se nos muere! ¡Que se nos va!». ¿Quién?, él último hombre vivo que, en este lugar y en estas circunstancias, equivale a ser el último hombre sobre la tierra.


Las mujeres se reúnen, de a tres, junto al doliente. Los estertores y los gritos convierten la habitación en lo que es: un escenario. La muerte queda instaurada como representación. Despacio, ni el escorzo era el de Dovzhenko, ni la histeria es la de Cecilia Mangini. Stendalí puede esperar. Canta el cisne: «Solas, os vais a quedar solas». Joaquín, invitado por una de las valquirias, se decide a partir. En un análisis de género faltaría tiempo para declarar la muerte del patriarcado. Ellas sabrán arreglarse y ellas se calzarán los pantalones, pero también nos confesarán otra enseñanza definitiva: el matriarcado forzoso es una experiencia sin futuro. Las mujeres no tardarán en asumir el fracaso al que se enfrentan. Cómo resolverlo es algo que todavía no conviene anunciar.

Comienzan los preparativos del entierro. Cavar el hoyo y toque a clamor. En la despensa de la muerte se apilan ataúdes y tinieblas. La muerte es anónima, pero se pronuncia a través de individuos. Ataúdes nominales de caligrafía polvorienta. Adela, la más joven, la más tímida y la más poeta, se preocupa de la ventana. El frío de mayo, como las alimañas, baja de noche al pueblo. Adela tapa el hueco con una radiografía de tórax. El acto y la imagen parecen extravagancias cuando son auténticas expresiones de lo real. Informaciones fisiológicas y geográficas. El estertor dramatizado encuentra, quizá, explicación: la insuficiencia respiratoria cultivada durante años en una región minera: El Bierzo. Expirar en el aire puro y rarefacto de las montañas.

Todo listo, solo falta aviar al muerto y, si se tercia, piropearlo: «¡Está más guapo que de vivo!». Joaquín, de domingo, recibe el cumplido con la boina recién calada y la mandíbula amarrada al pañuelo. El pañuelo blanco le rodea la cabeza y diseca el rictus. El pañuelo quiere combatir la posible deformidad del cuerpo presente, pero lo que realmente busca es callarle la boca al difunto. Evitar que los gases lo conviertan en mensajero de ultratumba. La escatología cumpliendo sus acepciones con rigor –mortis–. Más adelante, un pellizco de Obdulia expedirá el certificado de defunción. Nada de entierros prematuros.

II. Ars longa, vita brevis.
El velorio ocupará gran parte de la película. Justo antes, Sarmiento elabora un prólogo que, a mi juicio, es la mejor escena de la película. Digo más, es una de las grandes escenas de –hasta donde alcanzan mis conocimientos– la historia del cine español. No hará falta estar iniciado en historia y sociología del arte para saber que esto no es una exageración. La escena en cuestión dura ochenta segundos y consta de dos planos. Aunque podría quedar reducida a un único plano frontal sostenido de algo más de cincuenta segundos. El plano número cincuenta de la película, cincuenta de apenas cien. Hago hincapié en el tiempo porque es el mensaje y es la estructura. Como todo lo que habita esta imagen, el diálogo entre Adela y la vieja velazqueña es mínimo: – «Cuánto tiempo llevará este pote en casa, que yo me lo acuerdo de toda la vida». – «Y durará más que tú». Adela habla con su timidez característica –casi gallega, casi asturiana, seguro quejosa– entre la interrogación y la exclamación. La respuesta es seca. Adela, con la actitud infantil de quien cree dominar el libre albedrío, estampa el pote contra el suelo. Del Antiguo Testamento al Barroco, siglos de vanitas condensados y enviados en un Ars longa, vita brevis.


«Sobre una mesa de madera pobre
y en cuenco de terrazo,
unos trozos de pan y tres naranjas
acompañan al vaso ensombrecido
de vino rojo.
La pintura del lienzo está rugosa
como la idea:
naturaleza muerta,
las estrías del tiempo,
la luz fosilizada».
“Bodegón” (Rafael Espejo)

Para qué volver a Zurbarán, Pereda y Leal. En ausencia de naranjas, el poema de Rafael Espejo se acuesta sobre el plano de Sarmiento. Sobre los milímetros (16) rugosos de celuloide. El tiempo es la letra, es la iconografía y es la luz. La materia cambia sin quebrantar el voto de pobreza. El universo se expande en las sopas de ajo. Las estrías no son arrugas de vieja, son los segundos que pasan ante su mirada impaciente. Estrías de pared desconchada y madera veteada. La luz se fosiliza en la boca del carburo. Llama nueva y, sin embargo, gastada. Iluminación opuesta a aquella luz no usada con la que Fray Luis cantaba a Salinas.

III. Teatro suicida.
Tras la cena, la pareja se incorpora al velorio. No hay ganas ni de plañir ni de rezar. En seguida cambian el centro de su reunión: del muerto al hogar. Las ancianas aplazan el rosario, templan el gañote con aguardiente y se entregan al filandón. Todo el ritual transmite una agradable sensación de paganismo. La identificación de la vida campesina con la superstición y la religiosidad es una simplificación. Cualquiera que conozca un pueblo de los de antes, sabrá lo que se cuenta de las beatas al sacar la silla. Estas ancianas, heréticas y paganas, se disponen a coleccionar historias. Leyendas y medias verdades que huyen del jesuseo platónico para abrazar un epicureísmo redentor.

Conjurar el miedo a la muerte no es suficiente. Ni siquiera basta con asumirlo. La muerte hay que celebrarla. ¡Morir a tiempo!, progressus real / fiesta de las fiestas, genealogía de la moral. Zaratustra, ejecutando su voluntad de poder, habló. La angustia de futuro y el deseo de inmortalidad son ideas propias del pensamiento beato. Mojigatería donde siempre han coincidido las religiones, la posmodernidad y el puritanismo transhumanista. Aquí, ante la muerte, el publecito entre montes es la continuación de la ciudad sin murallas de la Carta a Meneceo. El libro tercero de Lucrecio, la Ética de Spinoza y el Sistema de la Naturaleza del Barón de Holbach, las únicas guías de viaje que lo reseñan. Las mujeres saben que solo serán libres si cimentan su sabiduría en una meditación de la vida que no contemple las afectaciones post mortem con las que Deleuze glosaba al sefardí. Mujeres ineptas para ser afectadas por la ancianidad, y mucho menos por la posancianidad. Mujeres que saben que mientras son, la muerte no es; y que cuando sea, ellas no serán. La muerte es terrorífica, pero es natural y es última. Mujeres dispuestas a orquestar un suicidio colectivo. De nuevo la representación de la muerte como tejido vital: el teatro del suicida al que aludía el verso de otro gran castellano, Jorge Guillén.

Las taquillas abrirán cuando crezca la planta del sueño. Una vez recolectada e infusionada, el pathos desaparecerá. Las calles se llenarán de abrojos y la nieve hundirá los tejados. La naturaleza, fatalista, las cubrirá. Las mujeres hablan con la aliteración del espesor espinosista de la naturaleza. Igual que Schelling, recurren al panteísmo como único sistema posible de la razón. Aquel viejo alemán, en plena trifulca con su tocayo Schlegel y con tantos otros que siempre vieron en el panteísmo una escapatoria fácil al debate filosófico, dijo aquello de que la Naturaleza debía ser el espíritu visible y que el espíritu era, a su vez, la Naturaleza invisible.


Las mujeres no ordenan los pensamientos de cualquier manera. Lo hacen con un vocabulario y una sintaxis que ya quisiera para sí el universitario medio. Lo hacen, además, con métrica digna de los heterónimos de Pessoa. Se me acusará de volver a exagerar. Para evitarlo presento evidencia científica: los versos de Adela, su explicación dendroidea del viento. Esa pequeña estrofa hace comprensible lo que para Antonio Gamoneda (“Aún y súplica”) no lo era: el temblor de los árboles. El agua, de nuevo, entorpece la escucha; lo hace sin querer, sólo pasaba por allí. Adela repite y grita: «Los árboles hacen el viento / agitando las ramas / como si fueran abanicos». La muerte, el viento y las causas naturales se entrelazaban en una de las proposiciones de Spinoza para terminar denunciado «la voluntad de Dios» como «asilo de la ignorancia». «¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?», se preguntaba Alberto Caeiro. Ninguna, son «el altar natural donde es mi culto», escribirá Ricardo Reis. Arboledas que nos preexisten y que nos sobreviven. Lugares por donde pasaba el viento cuando había viento. Para Adela y para Reis son la representación elevada de su trato con la Naturaleza: el de «un abandono asiduo» donde entregar nuestro esfuerzo «y no querer más vida que la de los árboles verdes». Faros vivientes de vida invencible. Árboles, como los de Perec, sin ninguna moral que imponerte.

«Mira, los árboles son; las casas
que habitamos resisten aún. Sólo nosotros
pasamos por delante de todo
como aire cambiante».
“Elegías del Duino” (Rainer Maria Rilke)

IV. Filandón.
Todas las historias contadas a la lumbre del velorio presentan inquietudes naturalistas. No obstante, los relatos se suceden sin encajar, rompiendo el eje y la corrección. El mismo Sarmiento refuerza esta sensación con ciertos saltos en su planificación. La primera historia, la de la tía Argimira, es puro materialismo. De acuerdo que es una aparición, pero una que todavía conserva su corpachón de dama del pueblo. Porta sus carnes y un cirio, pero lo que de verdad ilumina el encuentro es el fósforo residual de su esqueleto. Fatuo resplandor que alteraba al Sol: un perro ciego, negro y cabrón. La romántica iconografía del fantasma ensabanado y encadenado, se actualiza en el rechinar grimoso de sus faldas de género nuevo. Argimira vuelve de entre los muertos para llevarse a su marido. Pero lo hace de pura envidia, por egoísmo y por miedo a que la engañe con otra. ¿Habrían de existir otros motivos?

La historia de la niña María Nieves profundiza como ninguna en el panteísmo. Habiendo jurado no casarse jamás para guardar fidelidad a su madre naturaleza, rompe la promesa. La ira y los celos maternales se desatarán la misma noche que, a hurtadillas, la joven acude a arreglar el casamiento. Nieve paradójica de copos calientes como las brasas, la vestirá. La pastorcilla pagará su engaño aterida de blanco, como la cerillera de Andersen y la Margarita de Murnau. A su historia le sigue otra igual de pastoril, que no bucólica. El cuento del pastor Eulogio y su oveja Lucera comparte destino fatal. Durante la narración, Sarmiento rompe la unidad de escena mediante el plano objetivo de un pastor con su rebaño. Distancia audiovisual para un relato de bestialismo sentimental.

La historia del tío Antonio carece de complemento o digresión. Carolina aguanta en solitario, otra vez, la narración en primer plano. Tanto el austero dibujo a lápiz de María Nieves, como el plano del pastor y la calle –que es calle y reloj pintado– del alfarero, son recursos inteligentes para aliviar el conflicto que surge entre el texto audiovisual y el texto literario declamado por actrices que no lo son. La historia del tío Antonio regresa al rigor mortis escatológico: la visión de un cadáver con la pierna a la virulé, la tragicomedia resultante de su encaje en el ataúd y las necesidades fisiológicas de Carolina. Por último, la historia del alfarero de Albares de la Ribera. La más elaborada desde un punto de vista literario y filosófico. Más que una moraleja, lo que se desprende de su lectura es un auténtico manifiesto antiplatónico. El peligro, a todos los niveles, del mundo absoluto de las ideas. La miseria individual, colectiva y siempre patológica a la que conducen los ideales de la existencia. Incluido el de la belleza.


Con más chismes que contar pero con el amanecer en puertas, el grupo decide volver al rosario. La letanía no pasará del primer misterio. Sincronizadas, las vence el sueño. A la señal del ronquido, el velorio funde a negro. Las mujeres han cumplido con toda la burocracia de la muerte, solo falta la rúbrica al cabo del documento. Una pareja de vacas asturianas –Rubia y Roja– tiran del carro y del cortejo. Ya en el cementerio, Carolina aparece con la estola del cura al cuello –aquel “demonio de cura”, aquel cuervo elíptico que no escuchó su serenata de bronce–, pero con nula intención de oficiar. – «¿Digo unas palabras?». – «Está todo dicho». A fe que lo está. Húmeda tierra sin conciencia cae sobre el féretro de Joaquín. La llave metálica del cementerio salpica en el sonido cóncavo de la muerte. El cementerio, con sus terrones y su llave, carece de sentido desde que el teatro del suicidio acogerá la función.

V. Coda.
La gloria de Los montes no se limita a la cinematográfica, de ahí que sea gloria. De nada –o de poco– sirve invocar a Ermanno, a Jana y a los vecinos Chano, Eloy, Antonio y Margarida. Ni siquiera a las veredas de João César. Entre hisopos y brecinas, entre hierbas sin razón dada, pasean sin saberlo Epicuro y Lucrecio, Darwin y Montaigne, Spinoza y Holbach, Nietzsche y Freud, Deleuze y Onfray, Pessoa y Machado, Damasio y Varela. Los montes es una de las miles de películas que siguen durmiendo al raso, calándose en la chopera. Películas a salvo de prosélitos, de redactores de obituarios y de lameculos de ocasión. Es decir, películas a salvo del cine.

BIBLIOGRAFÍA
  • DELEUZE, Gilles, Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona: Muchnik, 1999.
  • EPICURO, Obras completas, Madrid: Cátedra, 2012.
  • ESPEJO, Rafael, El vino de los amantes, Madrid: Hiperión, 2001.
  • GAMONEDA, Antonio, Lengua y herida. Antología, Buenos Aires: Colihue, 2004.
  • GUILLÉN, Jorge, Desnudo: antología poética, Madrid: Bibliotex, 1998.
  • LEÓN, Fray Luis de, Poesía, Madrid: Cátedra, 1983.
  • LUCRECIO CARO, Tito, De rerum natura, Barcelona: Acantilado, 2012.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Así habló Zarathustra, Barcelona: RBA, 2002.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Barcelona: RBA, 2002.
  • PEREC, Georges, Un hombre que duerme, Madrid: Impedimenta, 2009.
  • PESSOA, Fernando, Odas de Ricardo Reis, Valencia: Pre-Textos, 2002.
  • PESSOA, Fernando, Poemas de Alberto Caeiro, Madrid: Visor, 1984.
  • QUEVEDO, Francisco de, Cinco silvas, Salamanca: Ediciones Universidad de Salmanca, 1994.
  • RILKE, Rainer Maria, Elegías del Duino, Medellín: Universidad de Antioquia, 2010.
  • SCHELLING, Friedrich, Escritos sobre filosofía de la naturaleza, Madrid: Alianza, 1996.
  • SPINOZA, Baruch de, Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid: Alianza, 2004.
  • THIRY, Paul-Henri, Sistema de la Naturaleza, Pamplona: Laetoli, 2008.


IMÁGENES

Los montes (Chema Sarmiento, 1981). DVD editado por Impromptu, Fundación Villalar, Ayuntamiento de León y Junta de Castilla y León, 2006. Junto a Los montes el DVD incorpora el largometraje El filandón (1985), el documental ¡Wolfram! (1992) y un libreto de cuarenta páginas.

Sombras japonesas

«Una sombra de más, un rayo de menos,
hubieran mermado la gracia inefable». 
“Camina bella, como la noche” (Byron)

«Una noche en el templo
La luna
en lo más claro de mi rostro».
(Basho)

Mientras leía a Tanizaki mi memoria, sin permiso, se distraía con Mizoguchi. Mentiría si dijera que leí El elogio de la sombra a la luz de la luna pálida. No fue así porque tuve la misma fortuna que Barthes en su paseo por el imperio de los signos: las imágenes hacían presencia pero no ilustraban (1), el texto acompañaba pero no explicaba. Entre la obra de Tanizaki y la de Mizoguchi, dos décadas: 1933-1953. Tiempo suficiente para que se abriera aquella oscilación visual y aquella distancia entre signos a las que aludía el francés. En mi caso fui incapaz de relacionar texto e imágenes a partir de subordinadas.

Entre las muchas virtudes del ensayo de Tanizaki está la de no hablar de cine. Apenas le dedicaba un párrafo impreciso. Su estética de la sombra es poética sin dejar de ser funcional y, a su manera, científica. Como si quisiera encontrar el instante –histórico y fisiológico- donde la cultura oriental conquistó la autonomía y la profundidad necesarias para modificar la naturaleza humana. Discurrir hasta qué punto podía diferenciarse su biología respecto de la occidental a la hora de fabricar y apreciar lo bello.


Hacía siglos que Japón había incorporado la oscuridad y la suciedad a su idea de belleza. Lo había hecho antes que el Romanticismo alemán y por motivos menos elevados. La oscuridad japonesa no era la de un espíritu lírico y atormentado, sino la de una vida menesterosa a la luz del candil. Decía Tanizaki que lo bello no era más que una sublimación de las realidades de la vida. Y que lo bello tampoco se podía reducir a una “sustancia en sí”, sino a una acumulación de diferentes sustancias. Yuxtaponer, sublimar o escapar de lo cotidiano, descubrir lo bello en el seno de la sombra para construir toda una estética, parece un nexo evidente entre aquel oriente y aquel occidente. Sin embargo, es justo ahí donde se abre la grieta definitiva: el pragmatismo japonés contra el idealismo europeo. El occidental manosea la plata con la intención de enlucir y guardar. El japonés la integra en el uso diario y espera con paciencia la aparición de su pátina color humo.

Con el paso de los años hemos convertido aquel 1933 en símbolo, en víscera pútrida de entreguerras. En Europa comenzábamos –demasiado tarde- a discernir las sombras que estaban a punto de envolvernos. Mirábamos el oscurecimiento creciente y, solo medio siglo después de la profecía nietzscheana, nos dábamos por aludidos. En Japón, mientras tanto, Tanizaki veía demasiada luz. La amenaza etimológica de Lucifer. Una luz brutal, plana y contaminante que disipaba una tradición secular de sombras. No obstante, su elogio de la sombra implicaba, a la fuerza, un elogio de la luz. Las tinieblas adquieren color al temblor de una llama. Entre el recital de adjetivos –gastada, atenuada, precaria, anémica- del escritor estaba, lógicamente, el de luz pálida. También estaba la contemplación a campo abierto y sin aderezos de la luna llena.

El canon femenino y la iconografía del espectro tampoco faltaban a la cita. Es más, para Tanizaki la belleza femenina estaba íntimamente relacionada con lo fantasmal. Cuando todos o algunos de estos factores se reunían para configurar un espacio, surgía una suerte de “aprensión a la eternidad”. La metáfora del viaje en el tiempo: cuando el huésped salga de aquella estancia, lo hará con el pelo cano. Algo que no le sucedió al protagonista de la película de Mizoguchi. Cuando Genjuro despertó del hechizo, solo habían transcurrido las horas del sueño. Suficientes para que la mansión Katsuki le mostrara su osario. Atrás quedaba el pasillo donde las sombras se tejían entre la vela y el shōji. Galería abierta al jardín que entregaba a Lady Wakasa su ración de luz y de carne. Lánguido atrio de una noche de placer.


La capacidad de Mizoguchi y Miyagawa para afinar la luz era, nunca mejor dicho, asombrosa. Sin miedo a pintar de negro el encuadre, sin temor a sobreexponerlo. Una cuestión de temperatura, de ánimo y de ritmo; de música. Algo que sugiere una nueva separación entre ciertos espacios escénicos europeos y orientales. Barthes recordaba el escenario europeo como un espacio teológico (abierto, iluminado) donde el actor fingía ignorar la luz que lo convertía en objeto de museo, mientras el espectador ejercía de conciencia agazapado en la sombra. Tanizaki sentía nostalgia por la oscuridad característica del Nô. A diferencia del europeo y de otras representaciones japonesas, en el escenario del Nô la oscuridad se extendía sobre la cabeza del actor como “una inmensa campana”. En Ugetsu monogatari había un momento extraordinario donde se invertía la convención escénica. El rostro a plena luz de Genjuro reflejaba el de un espectador desconcertado frente al juego conceptual de la representación: la actriz no interpreta al fantasma, es el fantasma quien ejerce de actriz. Un fantasma rearmado en sus carnes.

Otro espectro, el de Miyagi (Kinuyo Tanaka), impugnó la noche. Genjuro regresó a un hogar rehabilitado por una panorámica y se dispuso a dormir, otra vez, junto a un fantasma. En esta ocasión con la única intención de descansar. Desde Max Schreck todos conocemos la autolisis preferida por los no-muertos. Miyagi prende la lámpara y aguarda la primera luz del día, que la llevará.

NOTA
(1) Zunzunegui ya avisó, en una discreta nota al pie, de la posible relación –utilizando el verbo “ilustrar”- entre la letra de Tanizaki y las imágenes de Mizoguchi. Que incluyera “elogio” en el título de su artículo tampoco parece casualidad: ZUNZUNEGUI, Santos, “Elogio de la modulación. La poética del plano sostenido en Mizoguchi Kenji” en Nosferatu. Revista de cine, nº 29, enero de 1999, pp. 69-75.

BIBLIOGRAFÍA
  • BARTHES, Roland, El imperio de los signos, Madrid: Mondadori, 1991.
  • SANTOS APARICIO, Antonio, Kenji Mizoguchi, Madrid: Cátedra, 1993.
  • TANIZAKI, Junichiro, El elogio de la sombra, Madrid: Siruela, 2010.

IMÁGENES
Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, Mizoguchi Kenji, 1953). Eureka, Blu-ray, 2012.

El séptimo parpadeo

«Todas las cortinas del mundo corridas sobre tus ojos.
En vano».
“Violeta Nozières” (André Breton)

«Y las noches y los días gobernados por tus párpados».
“Solamente deseo amarte” (Paul Éluard)

«...detrás de los párpados 
apenas cerrados
irrumpen violentamente los sueños».
"Si esto es un hombre" (Primo Levi)

En plena Segunda Guerra Mundial se representó A puerta cerrada (Huis clos, Jean-Paul Sartre, 1944). Cuatro personajes, escenario y acto únicos. El infierno, que son los otros, se divide en salones y corredores. Igual que en El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), las puertas se abren herméticamente. Allá en el horno nunca se apagan las luces porque, al contrario que los alemanes con el Zyklon B, no sufren problemas de abastecimiento. Es verano de 1944 y los crematorios de Auschwitz no dan abasto.

Garcin –el protagonista masculino- comprobó que los párpados del camarero que le conducía a su estancia estaban atrofiados. Aquellos párpados transmitían la misma desidia que las alas de un pingüino. Fue este detalle una de sus primeras inquietudes tras ingresar en el infierno. Los párpados y el cepillo de dientes. Intimidado por el conjunto como en el primer día de colegio, buscaba consuelo y explicación en los detalles. La lógica de la muerte y del castigo le hacía preocuparse por lo único que somos: las partes de un cuerpo en permanente descomposición. La vida sin corte, decía. ¿Cómo vivir sin parpadear?, ¿cómo vivir una eternidad a plena luz?, ¿cómo vivir sin dormir? El camarero, con la mirada solvente que le otorgaban sus párpados inservibles, respondió con ironía: “¿vivir?”

Garcin añoraba ese refrescante relámpago negro, esa membrana que subía y bajaba, ese corte donde el ojo se humedece y el mundo se aniquila. Garcin estaba en un teatro donde no iba a caer el telón. En vida dormía poco pero tenía sueños sencillos: una pradera verde por la que pasear. Aquello era suficiente para seguir soportándose. El infierno de la vida sin corte presagiaba una tortura más salvaje que la de una muerte entre fuego y tenazas. Toda la metafísica derivada de la privación y de la confrontación posterior, solo será comprensible partiendo de esa base fisiológica. Los tres habitantes del infierno no son almas en pena, son cuerpos que siguen produciendo sus propios espíritus. Otra cosa nunca ha sido posible.

La fisiología del parpadeo ha estado asociada con la semiología y con el cine: de Pasolini y Eco a la matemática de Tony Conrad y las pulsiones de Sharits. Todos y más contenidos en el estremecedor parpadeo femenino de La jetée (Chris Marker, 1962): método y metáfora, mecánica y sentimiento. Walter Murch –prestigioso ingeniero de sonido y montador- se preguntaba si la Evolución nos habría programado para rechazar el montaje cinematográfico. En parte sí y en parte no. Por un lado, nuestro cerebro completa, reordena y recompone la discontinuidad espaciotemporal con la que nuestros sentidos captan el mundo. Por el otro, nunca perdemos esa noción de corte y de separación que nos ofrece otro factor evolutivo: la conciencia. La percepción es el clasicismo, la imagen tejida y despreocupada; la conciencia es su modernidad, la ausencia de sutura y la neurosis: obligarme a seguir respirando. Ahí nos manejamos en el día a día, en la linde de un gran metarrelato corporal.

Con la ayuda de John Huston y la mirada de Gene Hackman, Murch ofrecía una noción básica de montaje basada en la economía cognitiva. El parpadeo artificial, grosso modo, venía a reflejar el humano cuando ya se conocía lo que había entre dos puntos. Sin embargo, el parpadeo escondía otro problema de carácter dramático. Igual que en la obra de Sartre, era necesario tener en cuenta los correlatos emocionales generados a partir de la fisiología. Esto es, la crudeza anatómica del input puede estar acompañada por una aisthesis. El parpadeo como acto reflejo, pero también como metáfora de la separación entre pensamientos. Dónde y cómo cortar. Dónde terminar lo viejo y comenzar lo nuevo. Dónde morir y dónde volver a vivir. Encontrar el lugar donde yace la sonrisa escondida de un personaje, sigue siendo la Atlántida de la edición cinematográfica.



El escudero Jöns encontró elocuencia en las cuencas oculares de un cadáver devorado por la peste. El juglar Jof tuvo que frotarse los ojos para hacer desaparecer a la Virgen María. El fuego de la hoguera no impidió que la bruja congelara sus pupilas. El cruzado Block miró a los ojos a la muerte. El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1967) es, en parte, una película sobre la visión como demarcación empírica. La hermosa joven sin nombre (Gunnel Lindblom) solo abandonó la afasia para decir que todo había terminado. Bergman no era inmune a la redundancia y podría haberle ahorrado aquella sonora –casi onomatopéyica- línea de diálogo.

La disposición de los rostros sobre el encuadre ha sido un debate recurrente entre la cinefilia. Supongo que sigue siéndolo. En el caso de Bergman hubo cierto manierismo en aquellas composiciones a tres y a dos. Esta otra que procedo a describir es más natural en la forma y en el significado; quizá demasiado. La figura elíptica de la muerte proyecta su sombra en la joven. Que cierra los ojos, que parpadea a perpetuidad porque lo sublime no admite la intermitencia. La iluminación proviene de la derecha del encuadre y convierte su nariz en otra fuente de sombras. Se genera una ilusión de oquedad sobre el cigomático. Podría decir pómulo o carrillo, pero entonces la imagen quedaría ligada a la carne cuando ya todo empieza a ser hueso. Calavera en ciernes, rostro camino de cumplir la profecía escondida bajo la caperuza del monje. La carnalidad y la luminosidad escandinava siempre estuvieron amenazadas por la sombra de la existencia: por la propia inclinación de nuestro eje de rotación. Como si la hubiera escrito Pizarnik ("Sous la nuit"), esa noche en la que los habitantes del castillo leen la apertura del séptimo sello, es densa y adquiere el color de los párpados del muerto.



Sin embargo, de ese cráneo inminente brotan los ojos de Mia. El encadenado regala una semilla testamentaria, como la que sembró Adán bajo su lengua para que naciera el árbol del que talar y tallar la cruz del Calvario. Mia despierta a Jof, la tormenta y la noche han pasado. Hace un día magnifico para pasear por aquella pradera verde con la que soñaba Garcin. Hay suficiente luz para humedecer el ojo y ver lo que no existe.


BIBLIOGRAFÍA
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona: Paidós, 2004.
  • MURCH, Walter, In the blink of an eye. A perspective on film editing, Los Ángeles: Silman-James Press, 2ª edición revisada, 2001, p. 6 y pp. 60-63.
  • SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada, Barcelona: Orbis, traducción de Aurora Bernárdez, 1983. El episodio del parpadeo en páginas 103-104.
  • WEES, William C., Light moving in Time. Studies in the visual aesthetics of avant-garde film, Berkeley: University of California Press, 1992.

IMÁGENES
El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957). Criterion, Blu-ray, 2009.

FILMOGRAFÍA
Conozco dos adaptaciones de la obra de Sartre, ambas recomendables: una de la olvidada Jacqueline Audry (1954) y otra menos recargada, más seca y fiel, de Pedro Escudero (1962).

De ratones e imágenes


«...recobra la Naturaleza
su antiguo y alegre dominio».
"Diotima" (Friedrich Hölderlin)

«...y que nuestros ojos sean 
colmados por la Naturaleza»
"Señor, serenas son..." (Fernando Pessoa)

«¿Pero no ves que todavía ardo?».
"Arde la imagen" (Georges Didi-Huberman)

Los ratones del Bosque Rojo de Chernóbil continuaban reproduciéndose con normalidad. Se sucedían las generaciones –cientos, miles– y no había rastro de mutaciones agresivas. Los apacibles ratones no eran ajenos a la radiación, pero quizá habían alcanzado un pacto biológico con ella: una respuesta adaptativa. En el año 2008, un grupo de científicos realizó un experimento con ratones de laboratorio en la misma zona de exclusión. El objetivo era estudiar las secuelas genéticas derivadas de una exposición a radiación ionizante en dosis bajas. El experimento se dividió en dos: mientras unos ratones vivirían durante cuarenta y cinco días en su jaula expuesta a los rayos gamma emanados de la tierra, otros lo harían en un lugar seguro. Concluido el mes y medio de estancia, todos fueron irradiados a dosis altas y dañinas. En el análisis posterior se comprobó que los genes asociados a la reparación del ADN se mantenían con idéntica latencia en ambos grupos. Sin embargo, los que habían recibido la radiación a dosis bajas mostraban cierta activación genética ligada a una eliminación más eficaz de los radicales libres. La directora del experimento lanzaba una pregunta: ¿hormesis?

Muy lejos de la estepa ucraniana, aquellas fechas conocieron el inicio de un experimento idéntico. El Bosque Rojo era la meseta castellana, las tres semanas fueron siete años, la jaula era un blog, los rayos gamma eran palabras y el ratón era yo. Igual que sucedió con los pobres roedores, a esa exposición constante y de baja intensidad le siguió otra superior. Son estos párrafos la única prueba no-científica que puedo presentar de la hormesis particular. Mi escritura nunca ha respondido al placer, sino al sufrimiento. También a la ingenua esperanza de que, un día, la tortura se convirtiera en caricia. La mejor –instintiva– manera que encontré para lograrlo fue su práctica prudente y continuada. Pude haberla ignorado, pero estoy seguro de que, entonces, me habría acuchillado por la espalda. Porque, recordando a Nietzsche, saber sufrir no es lo más importante. La grandeza radica en, sin ceder a la angustia, seguir escuchando el grito de sufrimiento.

Con perspectiva, puedo asegurar que todo era pura coherencia. La de un naturalista epicúreo en pleno ejercicio de la ataraxia. Hoy resulta imposible explicar y aclarar lo que esto supone. Tal vez sea posible pero no aquí, sino en libros que habrían de leerse y que, por suerte, ya están escritos. Reconsiderar el esfuerzo y la dificultad que implicaba la ascesis cínica y hedonista de Diógenes o Epicuro. Una ética poderosa que ha sido sepultada por los clichés culturales, por las religiones y por la historiografía neoplatónica. Un compromiso individual y generoso con la materia y con la existencia de los otros: con sus relatos. En una de las anotaciones del inacabado cuaderno de las tapas negras (La educación del estoico), Pessoa deslizaba un gran espacio en blanco después de un párrafo que arrancaba de la siguiente manera: “Soy la madurez…”. Metáfora involuntaria y transparente sobre la imposibilidad de consumar un acto al que yo añadiría otro: aprenderemos a escribir cuando Pessoa rellene aquel vacío. Cuando aceptemos que no se pueden guardar flores para el invierno.

Vuelvo que es por no huir. Lo hago en un sitio rotulado en latín. Esto supone una ventaja definitiva: no cabe preocuparse por su muerte. Lo hago acompañado de los hexámetros de un Tito Lucrecio Caro del que poco o nada sabemos. En época de remonte exhibicionista, uno encuentra descanso en el secreto del poeta, del filósofo y del científico romano. En época de prescripción, uno se conforma con estar al corriente de lo que somos y no de lo que deberíamos ser. El primero es un camino complejo, el segundo es tan claro que solo puede resultar distópico. Asumir la falta de sentido de nuestra existencia siempre será mejor que atribuirle un sentido falso.

Dice Philipp Blom que leer De rerum natura es salir al aire libre, “al viento tonificante de la libertad intelectual”. Háganle caso, no le vuelvan la cara al favonio. Aquí me conformaré con muchísimo menos, aunque todos aspiremos, como Hölderlin, a “los campos verdes de la vida / y al cielo del entusiasmo”. Lo único que puedo ofrecer de ahora en adelante es la alegría y la arrogancia de lo real, pero también la ruina inconclusa de lo imaginario. Una fisiología de las imágenes, una poética del reflejo y del detalle, una teoría de la incandescencia y de la ceniza. Mirar las imágenes y los objetos a pleno sol o, como diría el profesor Molinuevo, por el simple hecho de que existan. ¿Qué cosas, qué formas, qué emociones? Aquellas que todavía no han sido secuestradas por la cinefilia o aquellas que, en su defecto, merecen ser rescatadas. El helecho en la pizarra, la zancada de Tirunesh Dibaba, el hueso del albaricoque, el gusto oxidado de la sangre, la erótica del estrabismo, el olor a freesia, la bandera blanca del milano. Imágenes supervivientes del holocausto de las Humanidades.

Este sitio nace con la única desventaja de mayo: mes cruel, verdugo perfumado, policía de los vencejos. En cierto relato de Hemingway un viejo se sentaba en la terraza de un café. Lo hacía bajo un árbol hasta bien entrada la tarde, justo cuando el rocío impedía que el polvo de la calle se levantara. Al viejo le gustaba sentarse allí porque al llegar la noche se hacía el silencio y él, que era sordo, notaba la diferencia. Era aquel un lugar limpio y bien iluminado, como espero que sea este. Un par de zapatos nuevos para tropezar mejor. Un lugar discreto donde respetar el fantasma de Lucrecio o, si acaso, invocarlo de manera amable como en el encabezado de esta entrada. Una imagen piavoliana que debo agradecer a uno de sus autores (Luca Ferri) no solo por registrarla, también por permitirme verla en su momento. No puedo negar que me emocioné cuando, entre todos los objetos encuadrados, apareció esa nuez sobre la mesa del maestro.

«Creo que el verano aún está cerca,
y acecha debajo,
donde está el mismo ratón acurrucado
en el brezo del año pasado».
Un paseo de invierno (Henry David Thoreau)


BIBLIOGRAFÍA
  • EPICURO, Obras completas, Madrid: Cátedra, edición y traducción de José Vara, 2012.
  • BLOM, Philipp, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea, Barcelona: Anagrama, 2012.
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Falenas. Ensayos sobre la aparición 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • HEMINGWAY, Ernest, “Un lugar limpio y bien iluminado” en AA.VV., Cuentos para un siglo, Barcelona: Círculo de Lectores, 2001, pp. 159-163.
  • HÖLDERLIN, Friedrich, Hölderlin. Poesía completa, Barcelona: Ediciones 29, traducción de Federico Gorbea, 1995.
  • LUCRECIO, De rerum natura, Barcelona: Acantilado, traducción y notas de Eduard Valentí Fiol, 2012.
  • NIETZSCHE, Friedrich, La gaya ciencia, Madrid: Edaf, 2002.
  • ONFRAY, Michel, Contrahistoria de la filosofía I. Las sabidurías de la Antigüedad, Barcelona: Anagrama, 2007.
  • PESSOA, Fernando, La educación del estoico, Barcelona: Acantilado, 2013.
  • RODGERS, Brenda; HOLMES, Kristen, “Radio-adaptive response to environmental exposures at Chernobyl” en Dose Response, vol. 6, 2008, pp. 209-221.

IMAGEN
  • Habitat [Piavoli] (Claudio Casazza, Luca Ferri, 2013). Nomadica, DVD, 2013.






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