«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

El séptimo parpadeo

«Todas las cortinas del mundo corridas sobre tus ojos.
En vano».
“Violeta Nozières” (André Breton)

«Y las noches y los días gobernados por tus párpados».
“Solamente deseo amarte” (Paul Éluard)

«...detrás de los párpados 
apenas cerrados
irrumpen violentamente los sueños».
"Si esto es un hombre" (Primo Levi)

En plena Segunda Guerra Mundial se representó A puerta cerrada (Huis clos, Jean-Paul Sartre, 1944). Cuatro personajes, escenario y acto únicos. El infierno, que son los otros, se divide en salones y corredores. Igual que en El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), las puertas se abren herméticamente. Allá en el horno nunca se apagan las luces porque, al contrario que los alemanes con el Zyklon B, no sufren problemas de abastecimiento. Es verano de 1944 y los crematorios de Auschwitz no dan abasto.

Garcin –el protagonista masculino- comprobó que los párpados del camarero que le conducía a su estancia estaban atrofiados. Aquellos párpados transmitían la misma desidia que las alas de un pingüino. Fue este detalle una de sus primeras inquietudes tras ingresar en el infierno. Los párpados y el cepillo de dientes. Intimidado por el conjunto como en el primer día de colegio, buscaba consuelo y explicación en los detalles. La lógica de la muerte y del castigo le hacía preocuparse por lo único que somos: las partes de un cuerpo en permanente descomposición. La vida sin corte, decía. ¿Cómo vivir sin parpadear?, ¿cómo vivir una eternidad a plena luz?, ¿cómo vivir sin dormir? El camarero, con la mirada solvente que le otorgaban sus párpados inservibles, respondió con ironía: “¿vivir?”

Garcin añoraba ese refrescante relámpago negro, esa membrana que subía y bajaba, ese corte donde el ojo se humedece y el mundo se aniquila. Garcin estaba en un teatro donde no iba a caer el telón. En vida dormía poco pero tenía sueños sencillos: una pradera verde por la que pasear. Aquello era suficiente para seguir soportándose. El infierno de la vida sin corte presagiaba una tortura más salvaje que la de una muerte entre fuego y tenazas. Toda la metafísica derivada de la privación y de la confrontación posterior, solo será comprensible partiendo de esa base fisiológica. Los tres habitantes del infierno no son almas en pena, son cuerpos que siguen produciendo sus propios espíritus. Otra cosa nunca ha sido posible.

La fisiología del parpadeo ha estado asociada con la semiología y con el cine: de Pasolini y Eco a la matemática de Tony Conrad y las pulsiones de Sharits. Todos y más contenidos en el estremecedor parpadeo femenino de La jetée (Chris Marker, 1962): método y metáfora, mecánica y sentimiento. Walter Murch –prestigioso ingeniero de sonido y montador- se preguntaba si la Evolución nos habría programado para rechazar el montaje cinematográfico. En parte sí y en parte no. Por un lado, nuestro cerebro completa, reordena y recompone la discontinuidad espaciotemporal con la que nuestros sentidos captan el mundo. Por el otro, nunca perdemos esa noción de corte y de separación que nos ofrece otro factor evolutivo: la conciencia. La percepción es el clasicismo, la imagen tejida y despreocupada; la conciencia es su modernidad, la ausencia de sutura y la neurosis: obligarme a seguir respirando. Ahí nos manejamos en el día a día, en la linde de un gran metarrelato corporal.

Con la ayuda de John Huston y la mirada de Gene Hackman, Murch ofrecía una noción básica de montaje basada en la economía cognitiva. El parpadeo artificial, grosso modo, venía a reflejar el humano cuando ya se conocía lo que había entre dos puntos. Sin embargo, el parpadeo escondía otro problema de carácter dramático. Igual que en la obra de Sartre, era necesario tener en cuenta los correlatos emocionales generados a partir de la fisiología. Esto es, la crudeza anatómica del input puede estar acompañada por una aisthesis. El parpadeo como acto reflejo, pero también como metáfora de la separación entre pensamientos. Dónde y cómo cortar. Dónde terminar lo viejo y comenzar lo nuevo. Dónde morir y dónde volver a vivir. Encontrar el lugar donde yace la sonrisa escondida de un personaje, sigue siendo la Atlántida de la edición cinematográfica.



El escudero Jöns encontró elocuencia en las cuencas oculares de un cadáver devorado por la peste. El juglar Jof tuvo que frotarse los ojos para hacer desaparecer a la Virgen María. El fuego de la hoguera no impidió que la bruja congelara sus pupilas. El cruzado Block miró a los ojos a la muerte. El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1967) es, en parte, una película sobre la visión como demarcación empírica. La hermosa joven sin nombre (Gunnel Lindblom) solo abandonó la afasia para decir que todo había terminado. Bergman no era inmune a la redundancia y podría haberle ahorrado aquella sonora –casi onomatopéyica- línea de diálogo.

La disposición de los rostros sobre el encuadre ha sido un debate recurrente entre la cinefilia. Supongo que sigue siéndolo. En el caso de Bergman hubo cierto manierismo en aquellas composiciones a tres y a dos. Esta otra que procedo a describir es más natural en la forma y en el significado; quizá demasiado. La figura elíptica de la muerte proyecta su sombra en la joven. Que cierra los ojos, que parpadea a perpetuidad porque lo sublime no admite la intermitencia. La iluminación proviene de la derecha del encuadre y convierte su nariz en otra fuente de sombras. Se genera una ilusión de oquedad sobre el cigomático. Podría decir pómulo o carrillo, pero entonces la imagen quedaría ligada a la carne cuando ya todo empieza a ser hueso. Calavera en ciernes, rostro camino de cumplir la profecía escondida bajo la caperuza del monje. La carnalidad y la luminosidad escandinava siempre estuvieron amenazadas por la sombra de la existencia: por la propia inclinación de nuestro eje de rotación. Como si la hubiera escrito Pizarnik ("Sous la nuit"), esa noche en la que los habitantes del castillo leen la apertura del séptimo sello, es densa y adquiere el color de los párpados del muerto.



Sin embargo, de ese cráneo inminente brotan los ojos de Mia. El encadenado regala una semilla testamentaria, como la que sembró Adán bajo su lengua para que naciera el árbol del que talar y tallar la cruz del Calvario. Mia despierta a Jof, la tormenta y la noche han pasado. Hace un día magnifico para pasear por aquella pradera verde con la que soñaba Garcin. Hay suficiente luz para humedecer el ojo y ver lo que no existe.


BIBLIOGRAFÍA
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona: Paidós, 2004.
  • MURCH, Walter, In the blink of an eye. A perspective on film editing, Los Ángeles: Silman-James Press, 2ª edición revisada, 2001, p. 6 y pp. 60-63.
  • SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada, Barcelona: Orbis, traducción de Aurora Bernárdez, 1983. El episodio del parpadeo en páginas 103-104.
  • WEES, William C., Light moving in Time. Studies in the visual aesthetics of avant-garde film, Berkeley: University of California Press, 1992.

IMÁGENES
El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957). Criterion, Blu-ray, 2009.

FILMOGRAFÍA
Conozco dos adaptaciones de la obra de Sartre, ambas recomendables: una de la olvidada Jacqueline Audry (1954) y otra menos recargada, más seca y fiel, de Pedro Escudero (1962).