«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Imágenes de la descomposición

«Voy a salir;
disfrutad el amor,
moscas de casa».
Issa Kobayashi (1762–1826)

«¿Habría que meditar la muerte
devorándola con los ojos?».
Georges Didi–Huberman

El equipo del biólogo George McGavin construyó un cubil doméstico y transparente. Insisto en la palabra cubil cuando podía escribir escaparate, cabina, caseta y hasta escenario. Conviene no olvidarlo: cubil, lugar de recogimiento animal; doméstico, relativo al hogar. Lo animal en lo humano. Esta madriguera paradójica, alzada y expuesta, fue poblada con objetos, alimentos y algún que otro insecto. El experimento consistía en esperar a que la descomposición hiciera su trabajo. La observación del proceso duró dos meses. En este tiempo vemos nacer, crecer y transformarse larvas, hongos, moscas y escarabajos. Y de manera indirecta también percibimos –vemos y olemos– lo invisible: los gases y las bacterias. Naturalezas muertas que constituyen la base y la fuerza de la vida en la tierra. Imágenes inmaculadas de lo inmundo. De lo quieto que se mueve, de la asombrosa motilidad de la muerte. Imágenes que cubren todo el rango temporal y espacial del ojo humano. Y el más allá. De los grandes planos abiertos con cuerpos y paisajes, a la visión microscópica pasando por el espectro infrarrojo y ultravioleta. Tiempo acelerado, tiempo condensado, tiempo ignorado, tiempo real. Tiempo, como la materia, reciclado. No hay, sin embargo, imágenes o técnicas originales, todo lo hemos visto y todo ha sido reutilizado y vulgarizado por el audiovisual contemporáneo.


A los que nos interesa la biología tanto como la imagen y sus desperfectos –ya sean accidentales o conscientes, analógicos o digitales– este documental nos sirve para seguir preguntando. Acostumbrados a la melancolía argéntica de los filmes descompuestos y a la crujiente hojarasca de píxeles, aquí tenemos que hacer frente a su envés:  a la descomposición en alta definición, a una suerte de putrefacta lozanía que diría Caballero Bonald. El documental registra con precisión lo banal descompuesto, mientras que el audiovisual experimental opta por lo contrario: por la degradación del registro y de la reproducción. La cocina burguesa deviene muladar donde un gorrino es licuado por las mandíbulas y la saliva de unas larvas. Un cerdo bajo cuya piel curtida solo restan huesos y pringue. Un cochino reencarnado en miles de moscas que responden con épica epistemológica a la pregunta de McGavin: ¿Quién dijo que los cerdos no vuelan?  Frente al cerdo metamorfoseado imaginemos una actriz –una estrella– desfigurada, avinagrada. Un rostro femenino calcinado sobre el celuloide, tal vez un beso ulcerado por las sales de plata. Carne y sentimientos desgarrados y, al tiempo, plastificados. Biología y química de la estética.

Del estudio de este tipo de imágenes se desprenden correlatos asociados a ciertos comportamientos evolutivos que, a su vez, generan tabúes y preferencias iconográficas. Veo el documental y, antes que en los cineastas y los fotógrafos de la teratología y del temblor estenopeico, pienso en Georges Bataille:
«Parece que nunca podremos enfrentarnos a la imagen grandiosa de una descomposición cuyo riesgo es, sin embargo, el sentido mismo de una vida que, sin saber por qué, preferimos a la de otro cuya respiración podría sobrevivirnos. De esta imagen solo conocemos la forma negativa, los jabones, los cepillos de dientes y todos los productos farmacéuticos cuya acumulación nos permite escapar penosamente cada día a la mugre y a la muerte».
Bataille terminaba aludiendo, como hará su tocayo y citador Didi–Huberman, al poder farmacéutico de la estética. “Se entra en la tienda del vendedor de cuadros como en un farmacia”, dirá el escritor. Bataille se reía, con razón, de la pestilente herencia platónica, del valor ansiolítico de la belleza, del pharmakon de las imágenes. Uno de los problemas de la estética ha sido su distribución y consumo con receta médica. No se automedique, lea las instrucciones de un uso que es consumo y consulte a su crítico de cabecera. Sin embargo, aquello que rechazamos por pura –bendita– adaptación evolutiva y por intoxicación neoplatónica puede generar, aquí en el hedor visual, una oportunidad, un remedio. Y mejor no confundir remedio con sanación. Derrida analizaba el fenómeno partiendo de la etimología griega: el remedio puede no responder únicamente al beneficio. El pharmakon es, al tiempo, cura y enfermedad, veneno y antídoto. Esos mismos hongos que nosotros empleamos para la sanación, tienen una raíz venenosa: la de un microorganismo en permanente colonización y disputa del territorio. Es una cuestión esencial, de la naturaleza de las cosas, pero también de su traslación contextual, de sus aplicaciones y de sus dosis.

Esto es biológica y estéticamente incuestionable. Somos nosotros los que insuflamos valores morales en objetos, en organismos y en imágenes que funcionan al margen, que no los necesitan. No consentimos una representación de la descomposición sin el atributo moralizante de la vanitas. Residuo ancestral de nuestro animismo exacerbado por milenios de civilización. Es más, la descomposición en tanto forma naturalista de gestionar la desaparición de la materia, genera un conflicto de intereses con las religiones monoteístas. Aquellas donde la carne deviene incorruptible y donde su desaparición va ligada a un misterio sublimado. Las moscas bien podrían haber levantado un culto propio a partir de ese gorrino eucarístico: comed y bebed, mi cuerpo en el vuestro; la eternidad.


Es posible que entre lo descompuesto registrado del documental y la descomposición del registro del experimental, quepa deslizar un tipo de mirada compuesta. Es decir, lejos de la mirada milagrosa, pura y taumatúrgica, hacer surgir otra capaz de olfatear un fuera de campo putrefacto que, más pronto que tarde, volverá a formar parte de la cadena alimenticia, de la cadena cultural. Una mirada que ante la descomposición sea capaz de detectar los excesos de la moral y los riesgos de la fascinación. La evolución modeló nuestros sentidos para el rechazo frontal de la putrefacción, la estética melancólica nos permite el simulacro. Un simulacro parcial y con riesgo de caer en la autocomplacencia.

BIBLIOGRAFÍA
  • DERRIDA, Jacques, La diseminación, Madrid: Fundamentos, 2007.
  • DIDI–HUBERMAN, Fasmas. Ensayos sobre la aparición 1, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • MOLINUEVO, José Luis, Retorno a la imagen. Estética del cine en la modernidad melancólica, Salamanca: Archipiélagos, 2010.

IMÁGENES
The strange science of decay (Fred Hepburn para BBC, 2011)

El mundo sobre los hombros

La trilogía de Apu concluye con el hijo a hombros del padre. Para mí, uno de los momentos más emocionantes de la historia del cine. Apu, titánico como Atlas, aguanta sobre la cerviz el peso del mundo, el peso de un hijo. Ese tipo de carga que se desvanece entre ríos de entusiasmo. San Cristóbal vadeaba trabajosamente el río real y simbólico con Jesús encaramado a la chepa. Apu se limita a caminar por la orilla. La sensación de esfuerzo triunfal es similar en lo sagrado y en lo profano. Esto es, en las pinturas y en los fotogramas. Satyajit Ray se olvida de las piernas, prefiere los rostros. Las proverbiales ojeras del protagonista adquieren sentido. Hay algo atlético y vulgar en las piernas masculinas, por santas que sean.

En un momento del cuarto episodio de Historie(s) du Cinéma (1988-1998), Godard recoge ese plano de El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959) y lo convierte en uno de sus habituales criptogramas. Pasamos de las leyendas de Reprobus a la intertextualidad de Jean-Luc. Decía Didi-Huberman que el pensamiento se hace al objeto que aparece. Cierto, hay una razón evolutiva en ello. Lo cual no implica que ese pensamiento se haga siempre al objeto, a la imagen, de la manera más apropiada. El mío nunca se ha hecho por completo a la sucesión de sobreimpresiones y de textos que desfilan sobre la imagen del director indio. Aun menos si de fondo suenan los violines de Bernard Herrmann y su conversación con Daney —y Brecht de invitado— sobre esa Historia con "H" mayúscula que es la proyección cinematográfica.


No creo que de la unión de estas imágenes se desprenda un mensaje. Tampoco la aritmética de un recuerdo. Ni siquiera el intento por reorganizar la lógica despiezada de un sueño. Courbet, Bresson, Pasolini, Charles Walters... El origen de un mundo anillado sobre el final de otro. En la vulva de Courbet y en la estola no menos hirsuta de Ann Miller hay más de la tozudez de Nietzsche que del devenir de Heráclito. Más letras que palabras. Las segundas cambian y hasta admiten polisemias, las primeras retornan para permanecer. Capas, fragmentos, trazos, fantasmas, fluidos de belleza primordialde belleza fatal. En un momento determinado, el brazo de JLG parece entrometerse entre el padre y el hijo. El cineasta, quizá, debería hurgar en su inconsciente para saber qué quiso decir. Si es que quiso decir algo o si es que quiso decirlo todo.

IMÁGENES
Histoire(s) du Cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998)

¿Cuándo cortar un plano?

«Hace algunos años, 
hallándome de excursión por las montañas (...),
presencié una feroz disputa metafísica.
El corpus de la disputa era una ardilla».
"El significado del pragmatismo" (William James)

«Ven a jugar conmigo;
¿por qué habrías de correr
por el árbol que tiembla
como si una escopeta
tuviera para matarte?
Todo lo que quisiera
es acariciar tu cabeza
y dejarte escapar».
“A una ardilla en Kyle-na-no” (Yeats)

En el episodio neoyorquino de Guest (2010), José Luis Guerin hace algo más que invocar el fantasma de Jennie: lo materializa. Lo consigue porque, al fin y al cabo, todos los fantasmas responden a la razón material. Guerin ha paseado por Central Park y el Museo Metropolitano, ha filmado pintores callejeros y Eldorado entre la niebla, pero también ha hecho lo de siempre: permitir que el azar se transforme en puesta en escena. El azar sigue existiendo tras haber elegido localización y punto de vista, pero sufre en el momento del corte. Guerin compone un encuadre manierista, modular y modulado: ventana (cine), cortina (teatro), televisor y lienzo (pintura). Un encuadre que resulta ser varios. Intertextualidad e intermedialidad, juego con la idea de presencia, ausencia y representación. Frontalidad y escorzo. La entonación es triple: el adentro doble y el afuera sencillo. La luz exterior, que es contraluz, confiesa cuando se lo permiten las hojas. En el espacio y en el tiempo irrumpe una ardilla. Nadie la llamó, pero es ella la que clausura el plano y el día.



Si en una escuela de cine alguien tuviera el poco juicio de preguntar cuándo demonios se corta un plano, la respuesta universal sería: “cuando pase la ardilla, unos segundos después”. La trivial ardilla, igual que sucedía en la conferencia de William James, permite “apaciguar las disputas metafísicas que de otro modo serían interminables”. Es uno de mis momentos favoritos de la filmografía de Guerin. No tanto por ese despliegue en la representación, como por la forma de restarle importancia a un artificio que existe y que, de no mediar ardilla, podría resultar "excesivo". Hay que elaborar, como decía Renoir, pero también hay que saber rendirse. El azar no pide permiso, por eso hay que concedérselo. Guerin, cansado de responder por la dualidad ficción-documental, parece preguntarse por otro tipo de equilibrio más interesante. Por ejemplo, el que se da en la poesía entre naturalidad y simulación, entre ser y fingir. En ambos casos el objetivo es descubrir, alcanzar cierta idea de revelación.

Y si plantar la cámara no es suficiente, tampoco lo es mirar por la ventana. Emily Dickinson también veía "casualmente" ardillas al otro lado del cristal. Hay un lugar establecido donde el árbol crece y el sol envejece, donde todo es mirado. Todo está y todo es orden. Hasta que el segundo principio de la termodinámica se disfraza de ardilla, de viento, de hoja y de fotón. Pasa la ardilla y el encuadre se convierte en otra cosa, quizá en un poema. En otro poema que no era el previsto, en un poema roto y asintáctico sin llegar al extremo de la letra de Dickinson.

«Cuatro Árboles –sobre un Acre solitario–
Sin Designio
Ni Orden, ni Acción Aparente
Mantienen

El Sol –sobre una Mañana se encuentra con ellos–
El Viento
No –tienen ellos– vecindad más cercana
Que Dios

El Acre les da –lugar–
Ellos –a Él La Atención de Quien pase por allí–
De sombra, o de Ardilla, quizás–
O Niño

Qué Hazaña es la suya en la Naturaleza General
Qué plan
Ellos cada uno de por sí –retardan– o adelantan
No se sabe».

En ambas composiciones hay un Dios, hay un cineasta y una poetisa. Sin embargo, las ardillas no entienden de demiurgos. Ellas pasan porque no tienen más dios que las nueces. La ardilla es el punctum asilvestrado que corre en diagonal, que desvía la mirada tejiendo sombras. En “Piedra de sol", el desbordante poema de Octavio Paz, la amada ausente late como una ardilla en las manos del poeta. La ardilla de Guerin late, diastólica, en pleno encuadre. En medio de una pintura que ha sido pensada y entregada a otros, la ardilla roba la imagen, roba la nuez. Es la misma ardilla que, a ojos de Picasso, se empeñaba en desfigurar un cuadro de Braque.
«¡Pobre amigo! Veo una ardilla en tu lienzo». Braque respondió sorprendido: «No es posible». Picasso insistió: «Quizá sea una visión paranoica, pero veo una ardilla. El lienzo está destinado a ser un cuadro y no una ilusión óptica; la gente necesita ver algo en él. Tú representas un paquete de tabaco junto a una pipa, pero aparta de ahí esa ardilla». Braque llegó a ver la ardilla y luchó encarnizadamente con ella».
El cine de Guerin es un desfile de ardillas, una sucesión de formas y de paisajes resucitados por sus reflejos. Aunque me he (des)centrado en la ardilla, no quiero olvidarme de Jennie. Es ahora, en el final, cuando el gris se vuelve verde. Todo parece calmo y real hasta que una ardilla lo convierte en sueño y en delirio. Vesania en verde que arrecia desde las nubes. Delirio en gris filtrado desde las ramas. Igual que en el poema de Alberti (“Retornos del amor en los vividos paisajes”) las ardillas misteriosas proyectan en nuestro sueño el verde menudo de las ramas. La ardilla entra y sale de campo como un rayo. La imagen queda electrocutada. La ardilla se desvanece; era un fantasma, era Jennie.


BIBLIOGRAFÍA
  • ALBERTI, Rafael, Retornos de lo vivo lejano. Ora maritima, Madrid: Cátedra, 1999.
  • DICKINSON, Emily, Poemas 601-1200 : soldar un abismo con aire, Madrid: Sabina, 2013.
  • JAMES, William, Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid: Alianza, 2007.
  • PAZ, Octavio, Libertad bajo palabra, Madrid: Cátedra, 1988.
  • YEATS, W. B., Los cisnes salvajes de Coole, Barcelona: DVD, 2003.
  • YVARS, J. F., La ardilla de Braque. Notas sobre arte, Barcelona: Debolsillo, 2013.
IMÁGENES
Guest (José Luis Guerin, 2010)
Portrait of Jennie (William Dieterle, 1948)

Werner Schroeter, las potencias de lo falso

He tenido la suerte de leer el libro sobre Werner Schroeter que acaba de publicar Shangrila. Digo suerte porque la literatura cinematográfica, a veces, es una desgracia. A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte no es solo el hermoso título disfrazado de dedicatoria, también es el estilo, es el ánimo y es el contenido. Cuando todo –la admiración, la muerte y la amistad– invita al panegírico, aparece la emoción sincera, resignada y distanciada. Y como la única emoción posible –la biológica y la aristotélica– no consiente la dilatación temporal, se fragmenta.

El libro está compuesto por 74 fragmentos. Tres más que aquella horrible película de Haneke. Nueve más que los 65 años con los que Schroeter contaba en el momento de prolongar su estado natural frente a la muerte. 65 que no parecían 74, sino 105. Fragmentos que terminan siendo más completos y compactos que la habitual retórica analítica. Películas, planos, vivencias y pensamientos reducidos a uno o dos párrafos que ni siquiera buscan –porque no la necesitan– la clave hermenéutica de un cine para el que muchos siempre la han demandado. Brochazos, benditos brochazos  empastados sobre la pared, sobre la página. Entre las grietas, entre las líneas, se aprecian las cerdas caídas en combate. Ojos amoratados, anillos de rubí, botas de cowboy, arias, rock y melodías italianas, putas, drogas y chaperos… el camp y lo estrafalario como transformaciones de lo sublime. ¿Qué me impide juntar estas ruinas de posguera y convertirlas en un palacio? ¿Por qué no agarrar un puñado de estas cenizas y mezclarlas con purpurina? “Es más interesante transformarse que reproducirse”, dirá el cineasta. Lo cierto es que si Goethe regresara de entre los muertos y viera una película de Schroeter, volvería  a decir aquello de la “poesía de hospital”. Azoury se ajusta al cine de Schroeter, que no es de kolinsky y acuarela, sino de brocha –diría que hasta de rodillo– y acrílico.


El fragmento, quizá, como método apropiado para pensar y fijar el desbordamiento, el exilio vital y cinematográfico de este "zorro psicodélico". Cine donde son los fotogramas quienes piden, inflamados de naranja, revestidos de plasma coronal, ser cortados. Cine donde la flor debe abrirse por completo, aun a costa de perder la armonía. Se abre porque debe y no le importa morir. Otro buen ejemplo que revoca el absurdo símil entre literatura fragmentaria y pintura impresionista. Y el todavía más inexacto entre el fragmento y la indeterminación posmoderna. El libro de Azoury, sin temor a exagerar, sin temor a la muerte, es digno representante de la densidad morfológica y semántica del fragmento moderno. Aquel donde naufragar siempre resultaba dulce, aquel donde se ordenaba la escritura del desastre. De Leopardi y Nietzsche a Cioran y Blanchot. Cuenta cada palabra, no hay relajación posible en la sintaxis. Un descuido, un mal verbo y el fragmento deviene refrán o, aun peor, crónica rosa.

Sin más relación que el capricho de mi memoria, la lectura me devolvía a la Amistad (Intermedio, 2012), con mayúscula, de Lubitsch y Raphaelson. Lees a Azoury y te imaginas a Magdalena Montezuma y a Christine Kaufmann desmaquillándose a paladas. Las has visto llorar en pantalla, pero no es lo mismo. Ese rímel desleído, veneno decadente, es demasiado perfecto, pertenece al melodrama. Ahora las vemos quitándose las pinturas de guerra en la ópera del camerino. Frente al espejo, no frente a la cámara, dudando si deben seguir moviendo los labios a ritmo de vinilo craquelado. Sin saber si todavía son divas o clowns. Sigues leyendo y escuchas la psicofonía que se desprende de uno de los fragmentos. Detrás de la cortina y como quien recita a Rilke, Candy Darling ensaya diálogos de Kim Novak mientras sueña con una vagina nueva.

Estoy a años luz de considerarme un experto en el cine de Schroeter y de cualquier otro. Ahora he visto películas suyas que desconocía y quizá recupere otras que en su día no comprendí o malinterpreté. El cine de Schroeter siempre me interesó, pero nunca me entusiasmó. Después de esta lectura seguiré a tientas. Azoury no me ha dicho dónde o cómo debo mirar, y lo ha hecho con la amabilidad que solo se siente en la buena literatura.

BIBLIOGRAFÍA
  • AZOURY, Philippe, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016. Traducción de Mariel Manrique. Primera edición: A Werner Schroeter, qui n'avait pas peur de la mort, Nantes: Capricci, 2011
  • RAPHAELSON, Samson, Amistad, el último toque Lubitsch, Madrid: Intermedio, 2011. Traducción y "Glosario innecesario" de Pablo García Ganga. 
IMAGEN
Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986)

Mentes errantes


Invocación del fantasma, del real. Fantasma al que humillar dotándole de vida en el más acá de tu cuerpo. En tu cerebro, en el lugar al que solo vuelves para comprobar que eres un extraño de ti mismo. Una calle, un hueco inabarcable, la enormidad del corral, de la pradera y del perro. Todo era grande cuando eras pequeño. Cantil de nata, mortero amasado con praliné. Ahora sufres el fin del mito, el reajuste escalar de los ojos escarmentados. Ahí aparece el cine como una de las mejores formas, junto a la poesía, para representar la plasticidad cerebral, la vejez de la mirada, la decadencia de la materia, los espacios (no)alterados por el tiempo.


Jeff McCloud, Yusuf, este Lou Castel de Uova di garofano. Renegados del hogar, escépticos derrotados en la fiesta de la credulidad. Inocentes, románticos que regresan para cumplir el sueño de la inmortalidad. Para convertirse en sombras o para encontrar el amor. Uno nuevo, que siempre es el perdido. Qué hermoso y qué complejo sería escribir o remontar todas esas historias, todos esos lugares que los árboles y las arañas guardaron en tu ausencia. Piedras de sol, instantes despeñados sobre una tapia de cal, sobre una pantalla de cine. No hay nadie, no hay banda. Rita y Betty se agarran, lloran y confían en lo que no existe porque es su naturaleza. Confían en una voluntad, en una banda. Aunque solo sea una banda de ángeles.

«(...) un perfil
desconocido, el mío, y en sus ojos
otra luz de leyenda, un mundo, salas,
caminos, rosas, montes, arboledas,
tapices, cuadros, parques de granito,
abanicos abiertos, tumba abierta
como un ángel de mármol, tumba abierta
con coronas y versos, tumba abierta
de un niño (...) 

Ven hasta mí, belleza silenciosa,
talismán de un planeta no vivido,
imagen del ayer y del mañana
que influye en las mareas y los versos;
ven hasta mí y tus labios y tus ojos
y tus manos me salven de morir».


IMÁGENES
Uova di garofano (Silvano Agosti, 1991)

POEMA
GIMFERRER, Pere, "Band of angels" en Arde el mar, Madrid: Cátedra, 2009.