«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Los sujetadores de Vertov

A la izquierda contemporánea hay que reconocerle un talento sobre el resto: su capacidad para convertir una causa justa en una caricatura. Conociendo la deriva de los últimos treinta años, aquello que damos en llamar izquierda ha desatendido su capacidad ejecutiva y material para entregarse a un ideal, a una fe. La izquierda hace tiempo que, en lugar de razonar, decidió creer. Y Lo que resultó más doloroso, hizo de ello una homilía donde reprender y reeducar al individuo descarriado. A la aplicación errónea de procedimientos y a la moralidad impertinente, esta nueva clerigalla añadió un problema complementario: la elección de los referentes intelectuales. Con la posmodernidad consagrada como ilustre santuario de rucios, la descendencia no ha dejado de producir teorías amorfas, intransitivas y, en última instancia, estériles como una acémila. El resultado de esta convergencia ha contribuido a un alarde público de la estupidez, normalizada y asumida como la ortodoxia lanar a la que aspira cualquier ideología. El esfuerzo invertido en desecar el caudal histórico recibido, sería mirífico de no haber acarreado tanto sufrimiento.

La necesaria igualdad real entre el hombre y la mujer no ha sido ajena a este proceso de ofuscación. Cuando digo real, quiero decir no burocrática. Real es todo lo que no ha conseguido trascender la propaganda y las buenas intenciones. Lo real es el espacio en blanco que pauta los documentos oficiales de los Estados. Hoy, la ranciedad fiscal ha decidido que parte de la liberación femenina pasa por el escrutinio de las señales de tráfico. Bien está, pero me gustaría subrayar tres palabras que no son gratuitas: ranciedad, decisión y señal. Las tres forman parte de la misma matriz simbólica: el poder. Esta idea ha sido promovida por la autoridad y todos sabemos que esta es rancia por naturaleza, por puro instinto de conservación, por pura grasa revenida en las vísceras del concepto. Su acción principal, amén de perpetuarse y por ende corromperse, es prescribir. Y el mejor medio para hacerlo son las leyes, es decir, las señales. Cualquier ser humano que confíe su independencia y sus esperanzas a una memoria fiscal o a un pliego ministerial, está perdido.

En consecuencia, la igualdad real de la mujer queda reducida al antiguo juego de las imágenes. Antiguo porque, desde hace al menos 35000 años, el Homo sapiens es consciente de que no existe mejor manera de adiestrar que la imagen. Según este planteamiento, la mujer soberana ha de seguir siendo la mujer-imagen, la mujer-señal que delimite normas y fronteras. La mujer-signo cuyo destino no es la libertad, sino el fetiche. El cuerpo degradado a código, la mujer eternizada bajo los trazos de un monigote. La figura femenina enclaustrada por márgenes de cuya lectura siempre se desprenderá un sentido único e irrevocable. Entre rellenar revistas de moda y señales de tráfico, no creo que exista un cambio de paradigma en la representación y en la emancipación femenina. En el plano social, la desdicha de este tipo concreto de feminismo radica en haberse convertido en la mascota del poder. Y en el plano intelectual, en el enésimo reflujo gástrico de la posmodernidad.

En mi cargo o en mi descargo he afrontado este asunto con naturalidad. Cuando por desgracia tropiezo y quedo implicado en el debate, me agarro sin melancolía al mismo recuerdo: de pequeño elegí dormir en la habitación de mis tres hermanas en lugar de hacerlo en la de mis tres hermanos. Prerrogativas de hermano pequeño. Lo hice porque consideraba que aquel espacio se aproximaba mejor a la idea intuitiva que un niño podía tener de la civilización. Porque la civilización, al fin y al cabo, es la expresión atenta y equilibrada entre individuo y colectivo, entre educación e instinto, a la hora de formar y compartir un tiempo y un espacio. Culminada aquella fase preadolescente rodeado de cuerpos, objetos y conductas femeninas, supe lo que puede una mujer. En la actualidad, esta circunstancia me sitúa en la posición de un adulto sin sentimientos de condescendencia, sin paternalismo, sin la necesidad emocional de postularme como aliado ya no suyo sino de nadie, sin dudas de género y sin los padecimientos incestuosos que los rapavelas anuncian para esas fases de la crianza. Entiendo que esta sencillez con la que viví y aprendí lo femenino, no cabe ser aplicada a todas las personas. Lo cual no obsta para que considere parte de los acercamientos como frívolos, desinformados y puritanos.

Llegado este punto me gustaría ser constructivo. Si no procede extrapolar mi experiencia, sí continuar operando con los lenguajes universales que el arte pone a nuestra disposición. Y si se trata de jugar con imágenes, elijo banca y baraja: Dziga Vertov. De él, además de imágenes, quiero adoptar nuevas palabras. Para el cineasta y su compañía de kinoks, la obra cinematográfica se definía como una escritura de los hechos de acuerdo a patrones matemáticos y musicales. Una suma de ejercicios parciales orientada hacia la enunciación de una práctica global, de un montaje del yo veo cuyo objetivo era estimular una “lucha por la visión”. A través de este tipo exacto de organización, filmación y ensamblaje de la materia, se organizaba la vida de los “mortales normales” durante sus “ocupaciones habituales”. De ahí que la manera de entrar en la vida ajena respondiera a criterios de prudencia. Vertov aspiraba a “filmes rodados hacia la vida y exigidos por la vida”, nunca a sucedáneos que desvirtuaran una relación visual y auditiva de clase.

De este mínimo resumen podemos deducir algunos de los factores que condujeron a Vertov, uno de los escasos genios de la historia del cine, al ostracismo. Porque si Murnau fue Tiziano y Velázquez al mismo tiempo, Vertov fue Giotto y Masaccio. Gracias a este dúo italiano, las figuras comenzaron a pisar el suelo. Si la bipedestación anatómica de nuestra especie ronda los cuatro millones de años, la pictórica apenas alcanza los siete siglos. En los modelados de ambos se apreciaba ese hollar la tierra, la expulsión definitiva del paraíso, la estabilidad de un caminar al temple, la fuerza física y estética que contuvo a un hombre acostumbrado a levitar sobre los fondos neutros del Duecento y del Trecento. Con Vertov los humanos corrieron una suerte similar, sus imágenes conquistaron una gravedad sustentada en la noción de intervalo y en la rítmica del encabalgamiento. Sin embargo, esta fábrica de hechos, esta cine-escritura de la conciencia artesana, jamás encontró el respaldo que obtuvo el frente dialéctico. En lugar de colisiones, en vez de atracciones detonando significados duros e inmediatos, Vertov zurcía rimas y estrofas, una gramática y no un diccionario, una incertidumbre y una norma cuestionada, un cosquilleo, un desplazamiento musical donde el fotograma adquiría el valor de una semicorchea, una inquietud que una vez pulsada cesaba, reaparecía y se prolongaba según la partitura. Solo Maiakovski pareció comprender aquel pentagrama de las cuatro dimensiones que la ideología oficial, depositaria del erario de las certezas, no quiso o no llegó a comprender.

Cuando Vertov hablaba de una lucha por la visión, estaba diciendo tanto como la historia evolutiva de nuestro sistema visual enfrentada a la historia cultural de las imágenes. En su cine la visión predominaba sobre la mirada y el hecho sobre la psicología. Un asunto pecaminoso en aquellos y en estos momentos donde el ver se ha confundido con el mirar. Para Vertov y para quien escribe, la visión no implica una enseñanza. La visión, en tanto facultad orgánica imperfecta, precede al acto cultural y condicionado de la mirada. El cine-ojo debía ayudar a mejorar la percepción de las cosas, no a su interpretación. La visión siempre era libre, mientras que la mirada, carne de sesgo, podía ser esclava. El padre de los kinoks no tardaría en padecer la forma más cruel de censura: “Nadie me pide nada”. Pasaron los años y, negándose a deponer las armas del lenguaje, declaró: “No me aíslo, pero estoy aislado”.



Volvamos a reproducir el primer episodio de El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929). Esta sinfonía del trabajo estructurada de manera canónica de acuerdo a las horas del día, queda acompasada por el despertar de una mujer. Lo hace siguiendo la máxima modal y prudente de un kinok que parece haber leído un poema de Maiakovski: “No te apuro / con telegramas urgentes / no tengo por qué / despertarte ya / ni molestarte”. La cámara, ayudándose del vano, del viento y del encaje, vislumbra el dormitorio. En él yace el cuerpo fragmentado de una mujer. Anatomía que vamos conociendo de a poco bajo el respeto dictado por el montaje, por los espacios vacíos, por la serenidad de las máquinas, por la voz de los maniquís, por el descanso de los mendigos, por el quiebro de la ardilla y por los labios de un dibujo que demanda silencio. Ella es un brazo lánguido y otro en repliegue, una mano anillada y un cuello triangular que no se atreve a ser rostro y que no consigue ser torso. Aún se están poniendo las calles cuando el arrullo de las palomas y la furia del vapor hacen sonar el despertador. La mujer se levanta, apenas conocemos las virtudes segmentadas y curtidas de su piel, pero ya se ha generado una simpatía, una emoción familiar. El decoro de la cámara recibe la colaboración de un camisón que cubre las rodillas. La visión pudorosa de la mujer regresa a intervalos para comprobar que el despertar prosigue gracias a unos zapatos gastados y a unas medias que, habiendo conocido días mejores, van a morir a los tirantes de un liguero emplazado fuera de cuadro. En el trance, las piernas adquieren la soltura y la pragmática de una coquetería.

La imagen se traslada a la parte superior, se marchita el camisón y florece la espalda. Asistimos a una metamorfosis donde la crisálida de algodón claudica ante la imago. Es ahí, en el ajetreo corporal, en la brega de trapecios y dorsales, en la geometría de la nuca inmaculada y en la armonía de una espalda transformada en pantalla, donde la mirada naufraga y triunfa la visión de unos brazos que se despliegan con elegancia de falena proletaria. Un plano detalle consigue entonces lo que tiende a olvidarse: expandir el evento reduciendo el campo. Las manos abrochan con destreza un sujetador raído del que penden los hilos de la modernidad infinita. Los dedos parecen frotar las cuerdas de un violín imaginario cuando esta gorgonia blanca deja de abanicar nuestros ojos. Se acaba de izar la bandera en el acorazado de su alcoba. Gesto civil de resistencia cotidiana, aviso a navegantes de que nunca permitirá ser domesticada. Tan cerca de los hombros como de los glúteos, vistiendo los senos nutricios de la humanidad y haciendo las veces de lanzadera en el telar de la Historia, el sujetador terminar por dibujar una cruz griega con la columna vertebral de la dignidad y del trabajo.



De acuerdo a mi limitado conocimiento de la historia del cine, no se me ocurre un plano más feminista y más de izquierdas. Calificativos absurdos –periodísticos– que aquí me sirven de convenciones en la discusión abierta por la primera línea de este texto. Lo filmó un hombre, Mikhail Kaufman; lo concibió otro, Dziga Vertov, soviético arrinconado por la ideología a la que creyó servir. En este despertar coronado por la imagen de un sujetador raído, habita el poder real de la mujer. Un poder que, en ningún caso, debe confundirse con el institucional. Cuando este último repara en las señales de tráfico y olvida los sujetadores de Vertov, sabe muy bien lo que hace. En la decisión se pueden rastrear tres constantes históricas. Primera, despreciar la estética. Segunda, privilegiar la erótica del poder sobre la erótica del proletariado. Tercera e inferida de la anterior, promover la mirada sobre la visión. Y conviene no olvidarlo porque es la visión, acto liberado de la ambición y del deseo, acto fisiológico sujeto a las únicas leyes –las evolutivas– objetivas, la que no entrará a juzgarnos. Este primer episodio concluye con el aseo. Aunque sería más apropiado decir que lo hace con el parpadeo inevitable de un rostro recién enjuagado. Lozanía y frescor transferidas a la imagen. Obturación, desenfoque y brisa de un ojo, persiana de la intimidad y luz de vida entrecortada donde un lilar perfuma nuestra estancia.

Al costado de esta última serie de imágenes que solicitan la puntuación mecánica del negro, Chris Marker y José Luis Guerin detienen la moviola, piden la vez y toman apuntes mientras se asombran.