«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Acto fallido


«A veces hay accidentes que son descubrimientos de mí mismo (…) 
visiones (…) que llegan a la banda de celuloide sin que me dé cuenta».
“En una barca” (Nicholas Ray)

«Quién es ese visitante nocturno de rostro desconocido,
qué viene a buscar, qué espía. 
(…) es un reflejo de nosotros mismos en el hielo.
Quién vuelve de un abismo de transparencia
e intenta volver a entrar...».
“Despertares” (Robert Desnos)

La proyección había terminado y el director tenía la espalda contra la pared. No, no es una de esas historias sobre estrenos y pases privados angustiosos. La proyección se había realizado en una universidad donde todo transcurrió con el entusiasmo postizo de estos eventos. Aquella tarde era, como diría Pasolini, rabiosamente antigua: el cine y la universidad custodiados por el sol de Castilla. En ese ambiente tan pastoso el único gesto natural era abandonarse sobre el hormigón. Aun así, aun en ese cuadro digno de un mascapalillos de Leone, me sorprendió que el director estuviera solo, sin nadie alrededor. Me acerqué con paso derretido y le hice una pregunta. En ese momento me di cuenta de que algo iba mal. Al director, afable y risueño durante el coloquio precedente, le mudó la cara. Como si agosto, de repente, fuera febrero. Abrió los ojos y miró a los lados. Estoy convencido de que lo hizo en busca de auxilio.

I. Acto fallido 1 y 2.
Solo tiempo después –no sabría medirlo en meses o años– pude interpretar su reacción. La clave me la proporcionó una compañera de facultad a la que, por aquel entonces, quería convertir en el propósito de mis fantas. Una noche, aquella chica apareció por el local donde yo hacía con que trabajaba. En ese encuentro tan nocturno como casual y tras una conversación intrascendente, me dijo que por qué en clase la miraba tan mal. Recuerdo cada palabra y cada pausa. Cuando terminó de ajusticiarme, justo en ese instante en el que adviertes que tus pies cuelgan del cuerpo, fui capaz de procesar mi experiencia con el director de cine. Esto es, había mirado atravesado cuando mi deseo fue hacerlo con rectitud. A mis precarias habilidades sociales le había sumado un acto fallido en toda regla. Sonreí, traté de explicárselo sin recurrir a Freud y la invité a un Martini con limón. Ella era terriblemente pija.

Pero volvamos al director. Dejando a un lado lo avieso de la mirada, ¿qué le pregunté? Disculpad, pero aquí debo introducir otra mínima digresión fruto de un nuevo acto fallido. Mi intención era preguntarle por un asunto relacionado con la iluminación y con la iconografía masónica que aparecía en su película. En cualquier caso, iba a ser una pregunta que me presentara como alguien instruido. La típica pedantería de quien espera confirmación en lugar de respuesta. Sin embargo, me descubrí preguntándole por un primer plano de un escarabajo. En una continuación fonética de la mirada, lo hice con tono áspero. Ahí estaba yo, abroncando a un director de cine al que se le había ocurrido filmar un escarabajo. Aturdido pero educado, acertó a contestarme una banalidad. Le menté a Buñuel y me despedí intentando remendar lo que estaba hecho jirones.

He ido reprimiendo aquella mirada a duras penas. Creo que no lo he conseguido por dos razones irreductibles: es innata y, aunque no lo fuera, quiero conservarla. Al fin y al cabo es un buen mecanismo de defensa. La mirada fallida forma parte de esa capacidad sin igual que tenemos los tímidos para aparecer ante los demás como arrogantes o directamente como gilipollas.

II. Acto fallido 3.
Solo tuve conciencia de haber entrado en la era digital cuando consumé en Internet un acto fallido similar. En Internet no se mira, pero persiste la misma dificultad con los pliegues del lenguaje. Llevaba años participando en foros, abriendo y cerrando blogs y perfiles sociales. Todo era pura cosmética, intuía que el 2.0 real debía ser más profundo. Mi tesis siempre ha sido que lo digital sigue siendo material y fisiológico. Y que todos los problemas que genera derivan de querer arrebatarle esa naturaleza. Aprovechando la sincera cercanía de otro cineasta, quise realizarle una pregunta. No he mencionado el sufrimiento y la duda que me generan estas situaciones porque creo que se sobreentiende. Con una de sus películas en el recuerdo, mi renovada intención era saber por qué la había terminado con un plano y no con otro. Su elección me parecía correcta y académica, de buen estudiante de guión. Pero yo, faltaría más, tenía una mejor. En lugar de haber enfocado aquel reloj que en su tránsito titulaba la cinta, debería haber cortado antes, en el medio del mar y con el sonido de las horas rimando con el de las olas.


En el momento de escribir y de enviar, el acto fallido emergió. En el texto no había rastro de relojes y de olas, solo había ¡un futbolín! El futbolín era el escarabajo en su forma transmutada, su flamante versión 2.0. A diferencia del primer caso, este acto fallido tuvo una respuesta satisfactoria y aquella noche dormí como deben hacerlo los nativos digitales. ¿Por qué un escarabajo y por qué un futbolín? El significado de estos lapsus es algo que jamás descifraré. No obstante, creo que guardan relación con mi rechazo de la idolatría y de la ejemplaridad. La primera suele proponer modelos inalcanzables y, por ende, traumáticos; la segunda sirve como descargo de una responsabilidad que compete al individuo. Salvo en esa fase anal de la afición que es la cinefilia, nunca he sentido interés por los directores en sí mismos. Por lo que son fuera del estudio, por sus vidas y sus declaraciones. No suelo disfrutar leyendo entrevistas o autobiografías, y mucho menos biografías. Prefiero no formar parte de la eterna disputa entre la historia del cine hagiográfica y la revisionista.

III. Reflejos robados.
«Muéstrame el reflejo, el reflejo robado, 
y daré un salto mortal desde mil metros de altura».
“La aventura de la noche de San Silvestre” (E.T.A. Hoffmann)

Esa dimensión privada de los cineastas sí me interesa cuando se traslada a su obra mediante actos fallidos. Es decir, no me interesa el Hitchcock de los cameos, me interesan sus pájaros disecados. Los cineastas no hablan cuando proyectan su sombra –ese emblemático y orondo perfil– sino cuando dejan escapar su reflejo. Los cineastas hablan igual que tú y que yo cuando olvidamos cerrar la pornografía en el navegador. Hablan cuando en lugar de trabarse la lengua, se les traba la imagen. Cuando dejan de enunciar sobre una pantalla para hacerlo sobre un cristal. Eisenschitz le recordaba a Aumont que uno de los secretos preferidos de Jean Eustache era aquel plano de La golfa (La chienne, 1931) donde Jean Renoir se reflejaba, por accidente, en la ventanilla de un coche. Cuando vemos un filme de Eustache y apreciamos la manera que tenía de releer el cine, ese reflejo recuperado, ese doble secreto descodificado, cobra sentido.

Yo no soy Eustache, pero uno de mis mejores amigos tiene, a su vez, otro gran amigo que hizo un filme sobre Eustache. El valor y el interés de esto es cero y seguiría siéndolo en el caso de que el amigo de Eustache hubiera sido yo mismo. Solo lo menciono para introducir mi secreto particular. Otro reflejo robado a otro director francés. El del joven Alain Cavalier en un nuevo ejemplo de involuntaria enunciación enunciada. Que al espejo de James Mason y a la ventana de Michel Simon se le sume, pues, el pasajero fantasma de Jean-Louis Trintignant.




BIBLIOGRAFÍA
  • AUMONT, Jacques, Materia de imágenes. Redux, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • FREUD, Sigmund, “Psicopatología de la vida cotidiana” en Sigmund Freud. Obras completas vol. VI, Buenos Aires: Amorrortu, 1991.
  • HOFFMANN, Ernst T. A., Cuentos completos, Madrid: Cátedra, 2014.
  • PASOLINI, Pier Paolo, Poesía en forma de rosa, Madrid: Visor, 2002.
  • RAY, Susan (ed.), Por primera o última vez. Nicholas Ray haciendo cine, Oviedo: Fundación de Cultura Ayuntamiento de Oviedo, 1994.

IMÁGENES
  • Más poderoso que la vida (Bigger than life, Nicholas Ray, 1956)
  • Madregilda (Francisco Regueiro, 1993)
  • 27 horas (Montxo Armendáriz, 1986)
  • Combate en la isla (Le combat dans l'île, Alain Cavalier, 1962)
  • La golfa (La chienne, Jean Renoir, 1931)

FILMOGRAFÍA ADICIONAL
La peine perdue de Jean Eustache (Ángel Diez, 1997)