«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Sombras japonesas

«Una sombra de más, un rayo de menos,
hubieran mermado la gracia inefable». 
“Camina bella, como la noche” (Byron)

«Una noche en el templo
La luna
en lo más claro de mi rostro».
(Basho)

Mientras leía a Tanizaki mi memoria, sin permiso, se distraía con Mizoguchi. Mentiría si dijera que leí El elogio de la sombra a la luz de la luna pálida. No fue así porque tuve la misma fortuna que Barthes en su paseo por el imperio de los signos: las imágenes hacían presencia pero no ilustraban (1), el texto acompañaba pero no explicaba. Entre la obra de Tanizaki y la de Mizoguchi, dos décadas: 1933-1953. Tiempo suficiente para que se abriera aquella oscilación visual y aquella distancia entre signos a las que aludía el francés. En mi caso fui incapaz de relacionar texto e imágenes a partir de subordinadas.

Entre las muchas virtudes del ensayo de Tanizaki está la de no hablar de cine. Apenas le dedicaba un párrafo impreciso. Su estética de la sombra es poética sin dejar de ser funcional y, a su manera, científica. Como si quisiera encontrar el instante –histórico y fisiológico- donde la cultura oriental conquistó la autonomía y la profundidad necesarias para modificar la naturaleza humana. Discurrir hasta qué punto podía diferenciarse su biología respecto de la occidental a la hora de fabricar y apreciar lo bello.


Hacía siglos que Japón había incorporado la oscuridad y la suciedad a su idea de belleza. Lo había hecho antes que el Romanticismo alemán y por motivos menos elevados. La oscuridad japonesa no era la de un espíritu lírico y atormentado, sino la de una vida menesterosa a la luz del candil. Decía Tanizaki que lo bello no era más que una sublimación de las realidades de la vida. Y que lo bello tampoco se podía reducir a una “sustancia en sí”, sino a una acumulación de diferentes sustancias. Yuxtaponer, sublimar o escapar de lo cotidiano, descubrir lo bello en el seno de la sombra para construir toda una estética, parece un nexo evidente entre aquel oriente y aquel occidente. Sin embargo, es justo ahí donde se abre la grieta definitiva: el pragmatismo japonés contra el idealismo europeo. El occidental manosea la plata con la intención de enlucir y guardar. El japonés la integra en el uso diario y espera con paciencia la aparición de su pátina color humo.

Con el paso de los años hemos convertido aquel 1933 en símbolo, en víscera pútrida de entreguerras. En Europa comenzábamos –demasiado tarde- a discernir las sombras que estaban a punto de envolvernos. Mirábamos el oscurecimiento creciente y, solo medio siglo después de la profecía nietzscheana, nos dábamos por aludidos. En Japón, mientras tanto, Tanizaki veía demasiada luz. La amenaza etimológica de Lucifer. Una luz brutal, plana y contaminante que disipaba una tradición secular de sombras. No obstante, su elogio de la sombra implicaba, a la fuerza, un elogio de la luz. Las tinieblas adquieren color al temblor de una llama. Entre el recital de adjetivos –gastada, atenuada, precaria, anémica- del escritor estaba, lógicamente, el de luz pálida. También estaba la contemplación a campo abierto y sin aderezos de la luna llena.

El canon femenino y la iconografía del espectro tampoco faltaban a la cita. Es más, para Tanizaki la belleza femenina estaba íntimamente relacionada con lo fantasmal. Cuando todos o algunos de estos factores se reunían para configurar un espacio, surgía una suerte de “aprensión a la eternidad”. La metáfora del viaje en el tiempo: cuando el huésped salga de aquella estancia, lo hará con el pelo cano. Algo que no le sucedió al protagonista de la película de Mizoguchi. Cuando Genjuro despertó del hechizo, solo habían transcurrido las horas del sueño. Suficientes para que la mansión Katsuki le mostrara su osario. Atrás quedaba el pasillo donde las sombras se tejían entre la vela y el shōji. Galería abierta al jardín que entregaba a Lady Wakasa su ración de luz y de carne. Lánguido atrio de una noche de placer.


La capacidad de Mizoguchi y Miyagawa para afinar la luz era, nunca mejor dicho, asombrosa. Sin miedo a pintar de negro el encuadre, sin temor a sobreexponerlo. Una cuestión de temperatura, de ánimo y de ritmo; de música. Algo que sugiere una nueva separación entre ciertos espacios escénicos europeos y orientales. Barthes recordaba el escenario europeo como un espacio teológico (abierto, iluminado) donde el actor fingía ignorar la luz que lo convertía en objeto de museo, mientras el espectador ejercía de conciencia agazapado en la sombra. Tanizaki sentía nostalgia por la oscuridad característica del Nô. A diferencia del europeo y de otras representaciones japonesas, en el escenario del Nô la oscuridad se extendía sobre la cabeza del actor como “una inmensa campana”. En Ugetsu monogatari había un momento extraordinario donde se invertía la convención escénica. El rostro a plena luz de Genjuro reflejaba el de un espectador desconcertado frente al juego conceptual de la representación: la actriz no interpreta al fantasma, es el fantasma quien ejerce de actriz. Un fantasma rearmado en sus carnes.

Otro espectro, el de Miyagi (Kinuyo Tanaka), impugnó la noche. Genjuro regresó a un hogar rehabilitado por una panorámica y se dispuso a dormir, otra vez, junto a un fantasma. En esta ocasión con la única intención de descansar. Desde Max Schreck todos conocemos la autolisis preferida por los no-muertos. Miyagi prende la lámpara y aguarda la primera luz del día, que la llevará.

NOTA
(1) Zunzunegui ya avisó, en una discreta nota al pie, de la posible relación –utilizando el verbo “ilustrar”- entre la letra de Tanizaki y las imágenes de Mizoguchi. Que incluyera “elogio” en el título de su artículo tampoco parece casualidad: ZUNZUNEGUI, Santos, “Elogio de la modulación. La poética del plano sostenido en Mizoguchi Kenji” en Nosferatu. Revista de cine, nº 29, enero de 1999, pp. 69-75.

BIBLIOGRAFÍA
  • BARTHES, Roland, El imperio de los signos, Madrid: Mondadori, 1991.
  • SANTOS APARICIO, Antonio, Kenji Mizoguchi, Madrid: Cátedra, 1993.
  • TANIZAKI, Junichiro, El elogio de la sombra, Madrid: Siruela, 2010.

IMÁGENES
Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, Mizoguchi Kenji, 1953). Eureka, Blu-ray, 2012.

El séptimo parpadeo

«Todas las cortinas del mundo corridas sobre tus ojos.
En vano».
“Violeta Nozières” (André Breton)

«Y las noches y los días gobernados por tus párpados».
“Solamente deseo amarte” (Paul Éluard)

«...detrás de los párpados 
apenas cerrados
irrumpen violentamente los sueños».
"Si esto es un hombre" (Primo Levi)

En plena Segunda Guerra Mundial se representó A puerta cerrada (Huis clos, Jean-Paul Sartre, 1944). Cuatro personajes, escenario y acto únicos. El infierno, que son los otros, se divide en salones y corredores. Igual que en El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), las puertas se abren herméticamente. Allá en el horno nunca se apagan las luces porque, al contrario que los alemanes con el Zyklon B, no sufren problemas de abastecimiento. Es verano de 1944 y los crematorios de Auschwitz no dan abasto.

Garcin –el protagonista masculino- comprobó que los párpados del camarero que le conducía a su estancia estaban atrofiados. Aquellos párpados transmitían la misma desidia que las alas de un pingüino. Fue este detalle una de sus primeras inquietudes tras ingresar en el infierno. Los párpados y el cepillo de dientes. Intimidado por el conjunto como en el primer día de colegio, buscaba consuelo y explicación en los detalles. La lógica de la muerte y del castigo le hacía preocuparse por lo único que somos: las partes de un cuerpo en permanente descomposición. La vida sin corte, decía. ¿Cómo vivir sin parpadear?, ¿cómo vivir una eternidad a plena luz?, ¿cómo vivir sin dormir? El camarero, con la mirada solvente que le otorgaban sus párpados inservibles, respondió con ironía: “¿vivir?”

Garcin añoraba ese refrescante relámpago negro, esa membrana que subía y bajaba, ese corte donde el ojo se humedece y el mundo se aniquila. Garcin estaba en un teatro donde no iba a caer el telón. En vida dormía poco pero tenía sueños sencillos: una pradera verde por la que pasear. Aquello era suficiente para seguir soportándose. El infierno de la vida sin corte presagiaba una tortura más salvaje que la de una muerte entre fuego y tenazas. Toda la metafísica derivada de la privación y de la confrontación posterior, solo será comprensible partiendo de esa base fisiológica. Los tres habitantes del infierno no son almas en pena, son cuerpos que siguen produciendo sus propios espíritus. Otra cosa nunca ha sido posible.

La fisiología del parpadeo ha estado asociada con la semiología y con el cine: de Pasolini y Eco a la matemática de Tony Conrad y las pulsiones de Sharits. Todos y más contenidos en el estremecedor parpadeo femenino de La jetée (Chris Marker, 1962): método y metáfora, mecánica y sentimiento. Walter Murch –prestigioso ingeniero de sonido y montador- se preguntaba si la Evolución nos habría programado para rechazar el montaje cinematográfico. En parte sí y en parte no. Por un lado, nuestro cerebro completa, reordena y recompone la discontinuidad espaciotemporal con la que nuestros sentidos captan el mundo. Por el otro, nunca perdemos esa noción de corte y de separación que nos ofrece otro factor evolutivo: la conciencia. La percepción es el clasicismo, la imagen tejida y despreocupada; la conciencia es su modernidad, la ausencia de sutura y la neurosis: obligarme a seguir respirando. Ahí nos manejamos en el día a día, en la linde de un gran metarrelato corporal.

Con la ayuda de John Huston y la mirada de Gene Hackman, Murch ofrecía una noción básica de montaje basada en la economía cognitiva. El parpadeo artificial, grosso modo, venía a reflejar el humano cuando ya se conocía lo que había entre dos puntos. Sin embargo, el parpadeo escondía otro problema de carácter dramático. Igual que en la obra de Sartre, era necesario tener en cuenta los correlatos emocionales generados a partir de la fisiología. Esto es, la crudeza anatómica del input puede estar acompañada por una aisthesis. El parpadeo como acto reflejo, pero también como metáfora de la separación entre pensamientos. Dónde y cómo cortar. Dónde terminar lo viejo y comenzar lo nuevo. Dónde morir y dónde volver a vivir. Encontrar el lugar donde yace la sonrisa escondida de un personaje, sigue siendo la Atlántida de la edición cinematográfica.



El escudero Jöns encontró elocuencia en las cuencas oculares de un cadáver devorado por la peste. El juglar Jof tuvo que frotarse los ojos para hacer desaparecer a la Virgen María. El fuego de la hoguera no impidió que la bruja congelara sus pupilas. El cruzado Block miró a los ojos a la muerte. El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1967) es, en parte, una película sobre la visión como demarcación empírica. La hermosa joven sin nombre (Gunnel Lindblom) solo abandonó la afasia para decir que todo había terminado. Bergman no era inmune a la redundancia y podría haberle ahorrado aquella sonora –casi onomatopéyica- línea de diálogo.

La disposición de los rostros sobre el encuadre ha sido un debate recurrente entre la cinefilia. Supongo que sigue siéndolo. En el caso de Bergman hubo cierto manierismo en aquellas composiciones a tres y a dos. Esta otra que procedo a describir es más natural en la forma y en el significado; quizá demasiado. La figura elíptica de la muerte proyecta su sombra en la joven. Que cierra los ojos, que parpadea a perpetuidad porque lo sublime no admite la intermitencia. La iluminación proviene de la derecha del encuadre y convierte su nariz en otra fuente de sombras. Se genera una ilusión de oquedad sobre el cigomático. Podría decir pómulo o carrillo, pero entonces la imagen quedaría ligada a la carne cuando ya todo empieza a ser hueso. Calavera en ciernes, rostro camino de cumplir la profecía escondida bajo la caperuza del monje. La carnalidad y la luminosidad escandinava siempre estuvieron amenazadas por la sombra de la existencia: por la propia inclinación de nuestro eje de rotación. Como si la hubiera escrito Pizarnik ("Sous la nuit"), esa noche en la que los habitantes del castillo leen la apertura del séptimo sello, es densa y adquiere el color de los párpados del muerto.



Sin embargo, de ese cráneo inminente brotan los ojos de Mia. El encadenado regala una semilla testamentaria, como la que sembró Adán bajo su lengua para que naciera el árbol del que talar y tallar la cruz del Calvario. Mia despierta a Jof, la tormenta y la noche han pasado. Hace un día magnifico para pasear por aquella pradera verde con la que soñaba Garcin. Hay suficiente luz para humedecer el ojo y ver lo que no existe.


BIBLIOGRAFÍA
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona: Paidós, 2004.
  • MURCH, Walter, In the blink of an eye. A perspective on film editing, Los Ángeles: Silman-James Press, 2ª edición revisada, 2001, p. 6 y pp. 60-63.
  • SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada, Barcelona: Orbis, traducción de Aurora Bernárdez, 1983. El episodio del parpadeo en páginas 103-104.
  • WEES, William C., Light moving in Time. Studies in the visual aesthetics of avant-garde film, Berkeley: University of California Press, 1992.

IMÁGENES
El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957). Criterion, Blu-ray, 2009.

FILMOGRAFÍA
Conozco dos adaptaciones de la obra de Sartre, ambas recomendables: una de la olvidada Jacqueline Audry (1954) y otra menos recargada, más seca y fiel, de Pedro Escudero (1962).

De ratones e imágenes


«...recobra la Naturaleza
su antiguo y alegre dominio».
"Diotima" (Friedrich Hölderlin)

«...y que nuestros ojos sean 
colmados por la Naturaleza»
"Señor, serenas son..." (Fernando Pessoa)

«¿Pero no ves que todavía ardo?».
"Arde la imagen" (Georges Didi-Huberman)

Los ratones del Bosque Rojo de Chernóbil continuaban reproduciéndose con normalidad. Se sucedían las generaciones –cientos, miles– y no había rastro de mutaciones agresivas. Los apacibles ratones no eran ajenos a la radiación, pero quizá habían alcanzado un pacto biológico con ella: una respuesta adaptativa. En el año 2008, un grupo de científicos realizó un experimento con ratones de laboratorio en la misma zona de exclusión. El objetivo era estudiar las secuelas genéticas derivadas de una exposición a radiación ionizante en dosis bajas. El experimento se dividió en dos: mientras unos ratones vivirían durante cuarenta y cinco días en su jaula expuesta a los rayos gamma emanados de la tierra, otros lo harían en un lugar seguro. Concluido el mes y medio de estancia, todos fueron irradiados a dosis altas y dañinas. En el análisis posterior se comprobó que los genes asociados a la reparación del ADN se mantenían con idéntica latencia en ambos grupos. Sin embargo, los que habían recibido la radiación a dosis bajas mostraban cierta activación genética ligada a una eliminación más eficaz de los radicales libres. La directora del experimento lanzaba una pregunta: ¿hormesis?

Muy lejos de la estepa ucraniana, aquellas fechas conocieron el inicio de un experimento idéntico. El Bosque Rojo era la meseta castellana, las tres semanas fueron siete años, la jaula era un blog, los rayos gamma eran palabras y el ratón era yo. Igual que sucedió con los pobres roedores, a esa exposición constante y de baja intensidad le siguió otra superior. Son estos párrafos la única prueba no-científica que puedo presentar de la hormesis particular. Mi escritura nunca ha respondido al placer, sino al sufrimiento. También a la ingenua esperanza de que, un día, la tortura se convirtiera en caricia. La mejor –instintiva– manera que encontré para lograrlo fue su práctica prudente y continuada. Pude haberla ignorado, pero estoy seguro de que, entonces, me habría acuchillado por la espalda. Porque, recordando a Nietzsche, saber sufrir no es lo más importante. La grandeza radica en, sin ceder a la angustia, seguir escuchando el grito de sufrimiento.

Con perspectiva, puedo asegurar que todo era pura coherencia. La de un naturalista epicúreo en pleno ejercicio de la ataraxia. Hoy resulta imposible explicar y aclarar lo que esto supone. Tal vez sea posible pero no aquí, sino en libros que habrían de leerse y que, por suerte, ya están escritos. Reconsiderar el esfuerzo y la dificultad que implicaba la ascesis cínica y hedonista de Diógenes o Epicuro. Una ética poderosa que ha sido sepultada por los clichés culturales, por las religiones y por la historiografía neoplatónica. Un compromiso individual y generoso con la materia y con la existencia de los otros: con sus relatos. En una de las anotaciones del inacabado cuaderno de las tapas negras (La educación del estoico), Pessoa deslizaba un gran espacio en blanco después de un párrafo que arrancaba de la siguiente manera: “Soy la madurez…”. Metáfora involuntaria y transparente sobre la imposibilidad de consumar un acto al que yo añadiría otro: aprenderemos a escribir cuando Pessoa rellene aquel vacío. Cuando aceptemos que no se pueden guardar flores para el invierno.

Vuelvo que es por no huir. Lo hago en un sitio rotulado en latín. Esto supone una ventaja definitiva: no cabe preocuparse por su muerte. Lo hago acompañado de los hexámetros de un Tito Lucrecio Caro del que poco o nada sabemos. En época de remonte exhibicionista, uno encuentra descanso en el secreto del poeta, del filósofo y del científico romano. En época de prescripción, uno se conforma con estar al corriente de lo que somos y no de lo que deberíamos ser. El primero es un camino complejo, el segundo es tan claro que solo puede resultar distópico. Asumir la falta de sentido de nuestra existencia siempre será mejor que atribuirle un sentido falso.

Dice Philipp Blom que leer De rerum natura es salir al aire libre, “al viento tonificante de la libertad intelectual”. Háganle caso, no le vuelvan la cara al favonio. Aquí me conformaré con muchísimo menos, aunque todos aspiremos, como Hölderlin, a “los campos verdes de la vida / y al cielo del entusiasmo”. Lo único que puedo ofrecer de ahora en adelante es la alegría y la arrogancia de lo real, pero también la ruina inconclusa de lo imaginario. Una fisiología de las imágenes, una poética del reflejo y del detalle, una teoría de la incandescencia y de la ceniza. Mirar las imágenes y los objetos a pleno sol o, como diría el profesor Molinuevo, por el simple hecho de que existan. ¿Qué cosas, qué formas, qué emociones? Aquellas que todavía no han sido secuestradas por la cinefilia o aquellas que, en su defecto, merecen ser rescatadas. El helecho en la pizarra, la zancada de Tirunesh Dibaba, el hueso del albaricoque, el gusto oxidado de la sangre, la erótica del estrabismo, el olor a freesia, la bandera blanca del milano. Imágenes supervivientes del holocausto de las Humanidades.

Este sitio nace con la única desventaja de mayo: mes cruel, verdugo perfumado, policía de los vencejos. En cierto relato de Hemingway un viejo se sentaba en la terraza de un café. Lo hacía bajo un árbol hasta bien entrada la tarde, justo cuando el rocío impedía que el polvo de la calle se levantara. Al viejo le gustaba sentarse allí porque al llegar la noche se hacía el silencio y él, que era sordo, notaba la diferencia. Era aquel un lugar limpio y bien iluminado, como espero que sea este. Un par de zapatos nuevos para tropezar mejor. Un lugar discreto donde respetar el fantasma de Lucrecio o, si acaso, invocarlo de manera amable como en el encabezado de esta entrada. Una imagen piavoliana que debo agradecer a uno de sus autores (Luca Ferri) no solo por registrarla, también por permitirme verla en su momento. No puedo negar que me emocioné cuando, entre todos los objetos encuadrados, apareció esa nuez sobre la mesa del maestro.

«Creo que el verano aún está cerca,
y acecha debajo,
donde está el mismo ratón acurrucado
en el brezo del año pasado».
Un paseo de invierno (Henry David Thoreau)


BIBLIOGRAFÍA
  • EPICURO, Obras completas, Madrid: Cátedra, edición y traducción de José Vara, 2012.
  • BLOM, Philipp, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea, Barcelona: Anagrama, 2012.
  • DIDI-HUBERMAN, Georges, Falenas. Ensayos sobre la aparición 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.
  • HEMINGWAY, Ernest, “Un lugar limpio y bien iluminado” en AA.VV., Cuentos para un siglo, Barcelona: Círculo de Lectores, 2001, pp. 159-163.
  • HÖLDERLIN, Friedrich, Hölderlin. Poesía completa, Barcelona: Ediciones 29, traducción de Federico Gorbea, 1995.
  • LUCRECIO, De rerum natura, Barcelona: Acantilado, traducción y notas de Eduard Valentí Fiol, 2012.
  • NIETZSCHE, Friedrich, La gaya ciencia, Madrid: Edaf, 2002.
  • ONFRAY, Michel, Contrahistoria de la filosofía I. Las sabidurías de la Antigüedad, Barcelona: Anagrama, 2007.
  • PESSOA, Fernando, La educación del estoico, Barcelona: Acantilado, 2013.
  • RODGERS, Brenda; HOLMES, Kristen, “Radio-adaptive response to environmental exposures at Chernobyl” en Dose Response, vol. 6, 2008, pp. 209-221.

IMAGEN
  • Habitat [Piavoli] (Claudio Casazza, Luca Ferri, 2013). Nomadica, DVD, 2013.






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