«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Así (no) habló Nicholas Ray

«¿Dónde está mi hogar? Por él pregunto,
es lo que busqué y no hallé».
Así habló Zaratustra (Friedrich Nietzsche, 1891)

En el verano del 2016, aprovechando un estado de ánimo insólito por dichoso, inicié un artículo sobre Amarga victoria (Bitter victory, Nicholas de Ray, 1957). La intención era utilizarlo para cumplir con ciertos aranceles académicos. Ese tipo de textos que no leerán más de dos o tres personas pero que, por obra y gracia de Kafka, sirven para justificar una labor de investigación, divulgación y docencia. Por diferentes razones no pude sacarlo adelante. Dos destacaban sobre las demás: primera, mi ánimo regresó a su lasitud habitual; y segunda, pronto advertí que la hipótesis solo se confirmaba haciendo trampas. El progreso apenas duraba un párrafo antes de convertirse en una interpretación interesada de los hechos. El guión y las imágenes decían lo que yo quería que dijesen. En esos momentos pensé que el fracaso era, a su vez, un análisis brillante y fortuito del propio concepto de progreso. A día de hoy el artículo sigue siendo flechas, apuntes y lápices de colores; fotogramas, diagramas y puntas de página dobladas. Magma de carne y letras apelmazadas, un feto de cuatro semanas que podía terminar siendo una persona, un mono o un aborto.

¿Cuál era la hipótesis de trabajo? Que el capitán Leith pisaba sobre las huellas de Zaratustra. En la actualidad sigo desconcertado con el guión, con toda aquella aleatoriedad a la que estuvo sometido. Ese tipo de azar que, a falta de un nombre mejor, llamamos perfección. El azar divino, ¡los dados que Einstein le robó a Nietzsche! Una producción en precario, un director en fase de autodestrucción, localizaciones disparatadas, cambios de reparto, reescritura perpetua y a diferentes manos. Al final, por algún arcano, todo quedaba impecablemente cosido. Las decisiones de arte y de logística dejaban de tener influencia y el montaje fluía como la música de Leroux. Uno de los mejores capítulos de la biografía de Bernard Eisenschitz  es el dedicado a relatar esas circunstancias. Sin embargo, sigue resultando llamativo que Eisenschitz citara los afanes psicoanalíticos y existencialistas de Ray sin caer en la cuenta del precedente nietzscheano. Todos sabemos que el célebre gusano de Camus nació y creció en las entrañas de la manzana prusiana. Eisenschitz no supo ver que había mentado la bicha tras rebautizar el criterio de mise en scène por el de mise en crise.

Para Nietzsche, un poco a la manera de los encuadres de Nicholas Ray, la hierba, las flores y las vacas eran multicolores. La imagen–prado donde se airea como en una película japonesa la sangre de Jim Stark y Vicki Gaye. Este delirio multicolor me llevó a imaginar que las huellas nietzscheanas no acaban en el desierto interior de Leith o en el desierto exterior de Libia, sino en la redacción de Cahiers du Cinéma. Para ser exacto, en la crítica que Godard había titulado “Más allá de las estrellas”. Imagen por excelencia del Zaratustra esta de elevarse por encima de uno mismo. «¡Arriba, cada vez más alto!», hasta que las estrellas queden bajo tus pies. Para la cinefilia revenida aquella crítica de Godard siempre será recordada por la frase más ridícula de todo el texto: “El cine es Nicholas Ray”. Para mí, por la hipótesis frustrada. Godard, como Eisenschitz, no erraba el tiro, pero tampoco conseguía abatir a la presa. Se quedaba cerca citando a otro alemán, a Goethe.

Y sin embargo, Zaratustra siempre estuvo y estará junto al capitán Leith. Sé que ambos me esperan entre las ruinas de hace diez siglos, discutiendo el motivo por el que aquellas piedras son demasiado modernas para ellos. Jugando a las metamorfosis del camello, del león y del llanto de los niños. Desconfiando de los que tienen potestad y tendencia para dictar castigos. Comprobando que mandar es más difícil que obedecer. Luciendo como medallas la mordedura del escorpión y de la araña. Caminando hasta las puertas del Gran Mediodía para caer y abrazarse en medio del torbellino. Luchando por el triunfo de la desigualdad. Renaciendo, alcanzando la lógica y la razón por la vía de la contradicción. Entregándose a la aflicción del hogar perdido. Descubriendo que lo que siempre fue un riesgo se ha convertido en su último refugio.

En un ejemplo canónico de eterno retorno, el guión de la película incorporó otro fetiche cinéfilo: «Mato a los vivos y salvo a los muertos». Frase original de la novela de Hardy que había desaparecido en diferentes reescrituras. Era justo ahí, a partir de la frase y de su retorno, donde mi artículo debía comenzar el descenso de la montaña. De la misma manera que, tras descender de su guarida, Zaratustra había cargado con el cuerpo del titiritero. El profeta, entre burlas y reproches, rezongaba: «¡En verdad he hecho hoy una bonita pesca! ¡En vez de pescar un hombre, he pescado un cadáver». Vive Dios que había algo germano en aquel muchacho de Wisconsin. Más allá de las estrellas y más acá de los tibios arenales de Sylt. Los Kienzle no fueron sino alemanes católicos llegados a la Región de los Grandes Lagos a mediados del siglo XIX. Su abuelo, cazador de ciervos y padre de Raymond Nicholas Kienzle sénior, sería el encargado de construir la parroquia del lugar.


Más que el propósito, la fase crítica del duelo consiste en matar a los muertos. Nuestro empeño en mantenerlos con vida obstaculiza el cierre. El duelo es un proceso no lineal y más complejo que las nociones de dolor, recuerdo, tributo y olvido. El problema de Leith era del orden siguiente: necesitaba un ritual para dotar de sentido a la pérdida. Y cuando un intelectual –digamos agnóstico– como Leith afronta la búsqueda de un ritual, es probable que termine desarrollando una o varias manías. Llegado ese punto, la neurosis sustituye a la liturgia. En su caso, el muerto al hombro era la manera de expresar el duelo fallido. En el caso de Zaratustra, la primera etapa del mismo, aquella donde todavía no ha logrado despojarse del peso de lo humano. En conclusión, Leith debía trascender la muerte biológica para enfrentarse a la urgencia de la muerte simbólica. La verdadera, la única capaz de matar a los muertos… salvándolos.

Quién sabe si algún día escribiré el artículo. Queden estas líneas y la postrera súplica a Saúl como testimonio de mi particular duelo fallido. Como último y esperanzado intento de matar al muerto.


BIBLIOGRAFÍA
  • EISENSCHITZ, Bernard, Nicholas Ray. An american journey, Londres: Faber & Faber, 1993.
  • FREUD, Sigmund, “Duelo y melancolía” en Obras completas XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1992, pp. 235–255.
  • GODARD, Jean–Luc, “Au dela des etoiles” en Cahiers du Cinéma, enero de 1958, nº 79. Versión manejada: “Beyond the stars” en HILLIER, Jim (ed.), Cahiers du Cinéma. The 1950s: Neo–Realism, Hollywood, New Wave, Cambridge: Harvard University Press, 1985,  pp. 118–119.
  • LEADER, Darian, La moda negra. Duelo, melancolía y depresión, México D. F.: Sexto Piso, 2011.
  • MARÍAS, Miguel, “Amarga victoria” en Nickel Odeon, Nicholas Ray. El amigo americano, nº 14, primavera de 1999, pp. 148–151. 
  • NIETZSCHE, Friedrich, Así habló Zarathustra, Barcelona: RBA, 2002.
  • TARIN, Javier M., "Amarga victoria. El cine contra la industria" en Shangrila. Derivas y ficciones aparte, Nicholas Ray. Nunca volveremos a casa, nº 14-15, diciembre del 2011.
IMÁGENES
  • Amarga victoria (Bitter victory), Nicholas Ray, 1957. DVD: Columbia Tri–Star Home Video, 2005.
  • El hijo de Saúl (Saul fia), László Nemes, 2015. Blu–ray: Artificial Eye–Curzon, 2016.