«Voy a tratar ahora de la existencia de lo que llamamos simulacros de las cosas;
los cuales, como películas desprendidas de la corteza exterior de los cuerpos,
vuelan por los aires de acá para allá; ellos son los que nos aterrorizan
apareciendo en nuestras mentes, en la vigilia o también en sueños».
(Lucrecio, ca. 55 a. C.)

Desde las altas cimas

 A mi abuela Esperanza.

«A lo lejos los montes tienen nieve al sol». Así comienza una de las odas de Ricardo Reis y así podría comenzar Los montes (1981) de Chema Sarmiento. Podría, porque no lo hace. Falta la nieve, que cuaja tres planos más tarde. Ese primer plano de Sarmiento que no termina de ilustrar ese primer verso de Reis, conviene no olvidarlo. Es el primero de ciento siete y es el que nos enseña donde Castilla empieza a dejar de ser. Cualquier espectador que contemple esa imagen dirá que la playa de cereal se agota. Si el espectador es un castellano dirá, por el contrario, que la playa de cereal resiste. En Castilla y en León –léase como la Pangea que es– todo resiste. La marea sube desde el cielo, el horizonte se precipita y la playa, terca, resiste. El mar es una frivolidad, resistir con agua es menos resistir. Castilla no necesita mar y menos arena, le basta con el gualda del rastrojo y, bien quisiera, del limón. Los montes siempre quedan suficientemente lejos, azules y serenos como mandaba Leonardo. A la diestra de los montes muere Castilla, y a la izquierda León. Al menos eso contaron los que un día rompieron su promesa de visitarlos, siempre, mañana.


«Escondieron las galas a los prados,
y quedaron desnudas
estas laderas, y sus peñas solas.
Duermen ya, entre sus montes recostados,
los mares y las olas».
“Al sueño” (Francisco de Quevedo)

Los títulos de apertura reclaman tres planos más. Son ellos los que rompieron la promesa y los que roban nuestra ilusión. En el camino que va del mito a la realidad los montes dejan de ser azules, pero conservan el poder cianótico del símbolo. La muerte no necesita al color porque ha encontrado a la música. Gracias a la excelente acústica de las imágenes, recibimos el Stabat Mater de Poulenc. Música sacra cabalgando sobre las cumbres, todo apunta a lo sublime. Sospecha que se mantiene durante los dos planos siguientes, aquellos donde cuajaba la nieve y donde un pueblecito se hunde a sus pies. Sin embargo, lo sublime no es propio de esta tierra. ¿Por qué?, porque nunca resiste. Lo sublime, igual que Oscar Diggs, reina y cubre en ausencia de preguntas. Lo sublime, cuestionado por su condición arrebatadora, confiesa que solo era lo pintoresco. La acústica se descompone y adquiere el crujido de la estática. Una radio en un mandil haciendo escarnio de las cimas de la cultura.

La radio y el mandil son los de Carolina, que balancea el encuadre con escorzo de campesina soviética. Se extinguió lo sublime y se extinguen ahora la cinefilia y la hermenéutica. Carolina, de vejez robusta y compacta, teje y espera. No había datos suficientes para invocar a Dovzhenko y tampoco los hay para culpar a Penélope. Descubierta la orografía de los montes, es el momento de conocer su relieve interior: el del antojo juvenil de seis mujeres. En otras palabras, el de los neveros vitales a treinta y tres grados a la sombra.

I. Un muerto, un pueblo.
Paja y pizarra, madera y letargo. Sillares que ruedan por la hierba de mayo. Construir un pueblo en media docena de planos. ¿Se necesitan más? Zumba la mosca y afina la cigarra. En la calma chicha, la voz de un regato y el murmullo de tres mujeres. Hablan de un hombre caído de un puente, de su encuentro y de su entierro. La conversación termina con un diálogo que se ahoga en el repudio líquido de la nieve: – «Para todos es igual». – «Para todos, es lo único que tenemos bueno, la muerte». Teje Carolina, hablan tres y faltan dos. A una la vemos azada en mano, la última grita ladera abajo. Las exclamaciones de Obdulia van de Dios al Santo Cristo pasando por la Virgen Santísima. Sarmiento –Chema, ni Carolina ni Emma– las sujeta con una panorámica. «¡Que se nos muere! ¡Que se nos va!». ¿Quién?, él último hombre vivo que, en este lugar y en estas circunstancias, equivale a ser el último hombre sobre la tierra.


Las mujeres se reúnen, de a tres, junto al doliente. Los estertores y los gritos convierten la habitación en lo que es: un escenario. La muerte queda instaurada como representación. Despacio, ni el escorzo era el de Dovzhenko, ni la histeria es la de Cecilia Mangini. Stendalí puede esperar. Canta el cisne: «Solas, os vais a quedar solas». Joaquín, invitado por una de las valquirias, se decide a partir. En un análisis de género faltaría tiempo para declarar la muerte del patriarcado. Ellas sabrán arreglarse y ellas se calzarán los pantalones, pero también nos confesarán otra enseñanza definitiva: el matriarcado forzoso es una experiencia sin futuro. Las mujeres no tardarán en asumir el fracaso al que se enfrentan. Cómo resolverlo es algo que todavía no conviene anunciar.

Comienzan los preparativos del entierro. Cavar el hoyo y toque a clamor. En la despensa de la muerte se apilan ataúdes y tinieblas. La muerte es anónima, pero se pronuncia a través de individuos. Ataúdes nominales de caligrafía polvorienta. Adela, la más joven, la más tímida y la más poeta, se preocupa de la ventana. El frío de mayo, como las alimañas, baja de noche al pueblo. Adela tapa el hueco con una radiografía de tórax. El acto y la imagen parecen extravagancias cuando son auténticas expresiones de lo real. Informaciones fisiológicas y geográficas. El estertor dramatizado encuentra, quizá, explicación: la insuficiencia respiratoria cultivada durante años en una región minera: El Bierzo. Expirar en el aire puro y rarefacto de las montañas.

Todo listo, solo falta aviar al muerto y, si se tercia, piropearlo: «¡Está más guapo que de vivo!». Joaquín, de domingo, recibe el cumplido con la boina recién calada y la mandíbula amarrada al pañuelo. El pañuelo blanco le rodea la cabeza y diseca el rictus. El pañuelo quiere combatir la posible deformidad del cuerpo presente, pero lo que realmente busca es callarle la boca al difunto. Evitar que los gases lo conviertan en mensajero de ultratumba. La escatología cumpliendo sus acepciones con rigor –mortis–. Más adelante, un pellizco de Obdulia expedirá el certificado de defunción. Nada de entierros prematuros.

II. Ars longa, vita brevis.
El velorio ocupará gran parte de la película. Justo antes, Sarmiento elabora un prólogo que, a mi juicio, es la mejor escena de la película. Digo más, es una de las grandes escenas de –hasta donde alcanzan mis conocimientos– la historia del cine español. No hará falta estar iniciado en historia y sociología del arte para saber que esto no es una exageración. La escena en cuestión dura ochenta segundos y consta de dos planos. Aunque podría quedar reducida a un único plano frontal sostenido de algo más de cincuenta segundos. El plano número cincuenta de la película, cincuenta de apenas cien. Hago hincapié en el tiempo porque es el mensaje y es la estructura. Como todo lo que habita esta imagen, el diálogo entre Adela y la vieja velazqueña es mínimo: – «Cuánto tiempo llevará este pote en casa, que yo me lo acuerdo de toda la vida». – «Y durará más que tú». Adela habla con su timidez característica –casi gallega, casi asturiana, seguro quejosa– entre la interrogación y la exclamación. La respuesta es seca. Adela, con la actitud infantil de quien cree dominar el libre albedrío, estampa el pote contra el suelo. Del Antiguo Testamento al Barroco, siglos de vanitas condensados y enviados en un Ars longa, vita brevis.


«Sobre una mesa de madera pobre
y en cuenco de terrazo,
unos trozos de pan y tres naranjas
acompañan al vaso ensombrecido
de vino rojo.
La pintura del lienzo está rugosa
como la idea:
naturaleza muerta,
las estrías del tiempo,
la luz fosilizada».
“Bodegón” (Rafael Espejo)

Para qué volver a Zurbarán, Pereda y Leal. En ausencia de naranjas, el poema de Rafael Espejo se acuesta sobre el plano de Sarmiento. Sobre los milímetros (16) rugosos de celuloide. El tiempo es la letra, es la iconografía y es la luz. La materia cambia sin quebrantar el voto de pobreza. El universo se expande en las sopas de ajo. Las estrías no son arrugas de vieja, son los segundos que pasan ante su mirada impaciente. Estrías de pared desconchada y madera veteada. La luz se fosiliza en la boca del carburo. Llama nueva y, sin embargo, gastada. Iluminación opuesta a aquella luz no usada con la que Fray Luis cantaba a Salinas.

III. Teatro suicida.
Tras la cena, la pareja se incorpora al velorio. No hay ganas ni de plañir ni de rezar. En seguida cambian el centro de su reunión: del muerto al hogar. Las ancianas aplazan el rosario, templan el gañote con aguardiente y se entregan al filandón. Todo el ritual transmite una agradable sensación de paganismo. La identificación de la vida campesina con la superstición y la religiosidad es una simplificación. Cualquiera que conozca un pueblo de los de antes, sabrá lo que se cuenta de las beatas al sacar la silla. Estas ancianas, heréticas y paganas, se disponen a coleccionar historias. Leyendas y medias verdades que huyen del jesuseo platónico para abrazar un epicureísmo redentor.

Conjurar el miedo a la muerte no es suficiente. Ni siquiera basta con asumirlo. La muerte hay que celebrarla. ¡Morir a tiempo!, progressus real / fiesta de las fiestas, genealogía de la moral. Zaratustra, ejecutando su voluntad de poder, habló. La angustia de futuro y el deseo de inmortalidad son ideas propias del pensamiento beato. Mojigatería donde siempre han coincidido las religiones, la posmodernidad y el puritanismo transhumanista. Aquí, ante la muerte, el publecito entre montes es la continuación de la ciudad sin murallas de la Carta a Meneceo. El libro tercero de Lucrecio, la Ética de Spinoza y el Sistema de la Naturaleza del Barón de Holbach, las únicas guías de viaje que lo reseñan. Las mujeres saben que solo serán libres si cimentan su sabiduría en una meditación de la vida que no contemple las afectaciones post mortem con las que Deleuze glosaba al sefardí. Mujeres ineptas para ser afectadas por la ancianidad, y mucho menos por la posancianidad. Mujeres que saben que mientras son, la muerte no es; y que cuando sea, ellas no serán. La muerte es terrorífica, pero es natural y es última. Mujeres dispuestas a orquestar un suicidio colectivo. De nuevo la representación de la muerte como tejido vital: el teatro del suicida al que aludía el verso de otro gran castellano, Jorge Guillén.

Las taquillas abrirán cuando crezca la planta del sueño. Una vez recolectada e infusionada, el pathos desaparecerá. Las calles se llenarán de abrojos y la nieve hundirá los tejados. La naturaleza, fatalista, las cubrirá. Las mujeres hablan con la aliteración del espesor espinosista de la naturaleza. Igual que Schelling, recurren al panteísmo como único sistema posible de la razón. Aquel viejo alemán, en plena trifulca con su tocayo Schlegel y con tantos otros que siempre vieron en el panteísmo una escapatoria fácil al debate filosófico, dijo aquello de que la Naturaleza debía ser el espíritu visible y que el espíritu era, a su vez, la Naturaleza invisible.


Las mujeres no ordenan los pensamientos de cualquier manera. Lo hacen con un vocabulario y una sintaxis que ya quisiera para sí el universitario medio. Lo hacen, además, con métrica digna de los heterónimos de Pessoa. Se me acusará de volver a exagerar. Para evitarlo presento evidencia científica: los versos de Adela, su explicación dendroidea del viento. Esa pequeña estrofa hace comprensible lo que para Antonio Gamoneda (“Aún y súplica”) no lo era: el temblor de los árboles. El agua, de nuevo, entorpece la escucha; lo hace sin querer, sólo pasaba por allí. Adela repite y grita: «Los árboles hacen el viento / agitando las ramas / como si fueran abanicos». La muerte, el viento y las causas naturales se entrelazaban en una de las proposiciones de Spinoza para terminar denunciado «la voluntad de Dios» como «asilo de la ignorancia». «¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?», se preguntaba Alberto Caeiro. Ninguna, son «el altar natural donde es mi culto», escribirá Ricardo Reis. Arboledas que nos preexisten y que nos sobreviven. Lugares por donde pasaba el viento cuando había viento. Para Adela y para Reis son la representación elevada de su trato con la Naturaleza: el de «un abandono asiduo» donde entregar nuestro esfuerzo «y no querer más vida que la de los árboles verdes». Faros vivientes de vida invencible. Árboles, como los de Perec, sin ninguna moral que imponerte.

«Mira, los árboles son; las casas
que habitamos resisten aún. Sólo nosotros
pasamos por delante de todo
como aire cambiante».
“Elegías del Duino” (Rainer Maria Rilke)

IV. Filandón.
Todas las historias contadas a la lumbre del velorio presentan inquietudes naturalistas. No obstante, los relatos se suceden sin encajar, rompiendo el eje y la corrección. El mismo Sarmiento refuerza esta sensación con ciertos saltos en su planificación. La primera historia, la de la tía Argimira, es puro materialismo. De acuerdo que es una aparición, pero una que todavía conserva su corpachón de dama del pueblo. Porta sus carnes y un cirio, pero lo que de verdad ilumina el encuentro es el fósforo residual de su esqueleto. Fatuo resplandor que alteraba al Sol: un perro ciego, negro y cabrón. La romántica iconografía del fantasma ensabanado y encadenado, se actualiza en el rechinar grimoso de sus faldas de género nuevo. Argimira vuelve de entre los muertos para llevarse a su marido. Pero lo hace de pura envidia, por egoísmo y por miedo a que la engañe con otra. ¿Habrían de existir otros motivos?

La historia de la niña María Nieves profundiza como ninguna en el panteísmo. Habiendo jurado no casarse jamás para guardar fidelidad a su madre naturaleza, rompe la promesa. La ira y los celos maternales se desatarán la misma noche que, a hurtadillas, la joven acude a arreglar el casamiento. Nieve paradójica de copos calientes como las brasas, la vestirá. La pastorcilla pagará su engaño aterida de blanco, como la cerillera de Andersen y la Margarita de Murnau. A su historia le sigue otra igual de pastoril, que no bucólica. El cuento del pastor Eulogio y su oveja Lucera comparte destino fatal. Durante la narración, Sarmiento rompe la unidad de escena mediante el plano objetivo de un pastor con su rebaño. Distancia audiovisual para un relato de bestialismo sentimental.

La historia del tío Antonio carece de complemento o digresión. Carolina aguanta en solitario, otra vez, la narración en primer plano. Tanto el austero dibujo a lápiz de María Nieves, como el plano del pastor y la calle –que es calle y reloj pintado– del alfarero, son recursos inteligentes para aliviar el conflicto que surge entre el texto audiovisual y el texto literario declamado por actrices que no lo son. La historia del tío Antonio regresa al rigor mortis escatológico: la visión de un cadáver con la pierna a la virulé, la tragicomedia resultante de su encaje en el ataúd y las necesidades fisiológicas de Carolina. Por último, la historia del alfarero de Albares de la Ribera. La más elaborada desde un punto de vista literario y filosófico. Más que una moraleja, lo que se desprende de su lectura es un auténtico manifiesto antiplatónico. El peligro, a todos los niveles, del mundo absoluto de las ideas. La miseria individual, colectiva y siempre patológica a la que conducen los ideales de la existencia. Incluido el de la belleza.


Con más chismes que contar pero con el amanecer en puertas, el grupo decide volver al rosario. La letanía no pasará del primer misterio. Sincronizadas, las vence el sueño. A la señal del ronquido, el velorio funde a negro. Las mujeres han cumplido con toda la burocracia de la muerte, solo falta la rúbrica al cabo del documento. Una pareja de vacas asturianas –Rubia y Roja– tiran del carro y del cortejo. Ya en el cementerio, Carolina aparece con la estola del cura al cuello –aquel “demonio de cura”, aquel cuervo elíptico que no escuchó su serenata de bronce–, pero con nula intención de oficiar. – «¿Digo unas palabras?». – «Está todo dicho». A fe que lo está. Húmeda tierra sin conciencia cae sobre el féretro de Joaquín. La llave metálica del cementerio salpica en el sonido cóncavo de la muerte. El cementerio, con sus terrones y su llave, carece de sentido desde que el teatro del suicidio acogerá la función.

V. Coda.
La gloria de Los montes no se limita a la cinematográfica, de ahí que sea gloria. De nada –o de poco– sirve invocar a Ermanno, a Jana y a los vecinos Chano, Eloy, Antonio y Margarida. Ni siquiera a las veredas de João César. Entre hisopos y brecinas, entre hierbas sin razón dada, pasean sin saberlo Epicuro y Lucrecio, Darwin y Montaigne, Spinoza y Holbach, Nietzsche y Freud, Deleuze y Onfray, Pessoa y Machado, Damasio y Varela. Los montes es una de las miles de películas que siguen durmiendo al raso, calándose en la chopera. Películas a salvo de prosélitos, de redactores de obituarios y de lameculos de ocasión. Es decir, películas a salvo del cine.

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  • THIRY, Paul-Henri, Sistema de la Naturaleza, Pamplona: Laetoli, 2008.


IMÁGENES

Los montes (Chema Sarmiento, 1981). DVD editado por Impromptu, Fundación Villalar, Ayuntamiento de León y Junta de Castilla y León, 2006. Junto a Los montes el DVD incorpora el largometraje El filandón (1985), el documental ¡Wolfram! (1992) y un libreto de cuarenta páginas.